La máscara de celeste

Capítulo 7: El Accidente Perfecto

El reloj de la mansión marcaba las once de la noche cuando Celeste cerró suavemente la puerta de su habitación. Vestía de manera sencilla: chaqueta negra, pantalón oscuro, cabello recogido en un moño discreto. Su aspecto era el de una joven que salía a dar un paseo, nada más. Pero en su mente ardía un plan meticuloso, cada detalle calculado con la precisión de un relojero.

Su destino estaba claro: el apartamento secreto de Damián Ríos, el político que había vendido su voto y su silencio en la transacción que destruyó a Alma. Celeste lo había seguido varias veces, conocía sus horarios y sus rutinas. Sabía que esa noche estaría solo, bebiendo y celebrando un contrato recién firmado. Nadie lo esperaba hasta la mañana siguiente en el Congreso. Nadie sospecharía nada.

El escenario

El edificio donde Ríos mantenía su guarida privada era discreto, con fachada gris y portón metálico. No llamaba la atención de los transeúntes; parecía más una oficina abandonada que un hogar. Justo por eso le servía.

Celeste había memorizado la rutina de los guardias de seguridad: dos hombres que vigilaban desde un coche cercano, pero que a menudo se ausentaban durante media hora para fumar y charlar en un bar a dos calles. Ella había elegido ese momento.

Cuando llegó a la entrada lateral, sacó un pequeño gancho metálico y forzó la cerradura en segundos. No era la primera vez que practicaba. Entró sin hacer ruido, cerró detrás de sí y respiró hondo.

El apartamento olía a whisky barato y perfume rancio. La decoración era ostentosa, pero vulgar: sofás de cuero rojo, espejos con marcos dorados, botellas vacías alineadas en una mesa de vidrio. En un rincón, un piano desafinado cubierto de polvo. Todo gritaba el ego desbordado de su dueño.

Celeste avanzó con paso silencioso hasta la cocina, donde preparó su escena. Colocó una botella de whisky abierta sobre la mesa, sirvió un vaso y vertió en él unas gotas de un líquido incoloro que había traído consigo: una mezcla cuidadosamente estudiada de calmantes y alcohol. La dosis era suficiente para adormecer los reflejos, sin dejar rastros evidentes en una autopsia superficial.

Luego, se dirigió al balcón. Ríos solía salir allí a fumar cuando bebía. El barandal metálico estaba viejo y oxidado. Con ayuda de una herramienta pequeña, Celeste debilitó un punto específico de la estructura, asegurándose de que pareciera un desgaste natural. Un golpe fuerte contra esa sección haría que el metal cediera.

La muerte, pensó, vendría como un accidente: un hombre borracho que pierde el equilibrio y cae desde el quinto piso. Nadie investigaría demasiado. Nadie sospecharía.

El encuentro

Pasada la medianoche, el sonido de llaves girando en la puerta anunció la llegada de su presa. Celeste se escondió en la penumbra del pasillo, con el corazón latiéndole en los oídos.

Ríos entró tambaleándose, con el saco al hombro y la corbata deshecha. Tarareaba una canción desafinada mientras dejaba caer las llaves sobre la mesa. No encendió todas las luces, solo una lámpara de pie que proyectó sombras largas en la sala.

—Otra victoria, Damián —balbuceó para sí mismo, sirviéndose un vaso del whisky adulterado—. Brindo por mí, siempre por mí.

Celeste observaba cada movimiento desde la oscuridad. Sus dedos apretaban el borde de la pared, conteniendo la respiración.

Ríos bebió un trago largo y tosió. Se dejó caer en el sofá, encendió un cigarrillo y soltó una carcajada hueca.

—Si supieran todos esos idiotas lo que hago con sus impuestos… —rió de nuevo, levantando el vaso como si brindara con un fantasma.

El efecto comenzó a notarse pronto. Sus párpados se volvieron pesados, los movimientos torpes. Se levantó con dificultad y se dirigió al balcón. El cigarrillo encendido colgaba de sus dedos, dejando un rastro de ceniza.

Celeste lo siguió en silencio, avanzando como una sombra.

La caída

Ríos apoyó las manos en el barandal y soltó un largo suspiro. El viento nocturno agitó su cabello sudoroso.

—Maldita ciudad… siempre igual —murmuró.

En ese instante, Celeste emergió de la penumbra. Se acercó sin hacer ruido, hasta quedar justo detrás de él. Su respiración era controlada, sus ojos fríos.

Con un movimiento rápido, empujó a Ríos contra la sección debilitada del barandal. El metal cedió con un chirrido seco. El político lanzó un grito ahogado y cayó al vacío.

El silencio volvió en un segundo. Celeste se asomó lo justo para confirmar el resultado: el cuerpo de Ríos yacía en la acera, inmóvil, bajo el resplandor de una farola. El cigarrillo aún humeaba en su mano muerta.

La escena era perfecta. Un accidente de borracho. Nadie imaginaría otra cosa.

Celeste regresó al interior, borró cuidadosamente sus huellas y salió por la misma puerta lateral. Cuando los guardias regresaran, encontrarían el cadáver y creerían en una desgracia fortuita.

Mientras caminaba de regreso a la mansión, un extraño alivio se mezclaba con su rabia. Otro nombre tachado. Otro paso hacia la justicia de Alma.

Duarte llega tarde

La noticia corrió al amanecer: “Diputado Damián Ríos muere tras caer de un balcón. La policía apunta a un accidente bajo los efectos del alcohol”.

Pero Duarte no se convenció. Cuando llegó al lugar, observó el cuerpo cubierto por una sábana blanca y frunció el ceño.

—Demasiada casualidad… —susurró.

Inspeccionó el barandal y notó el óxido, las marcas de desgaste. Podía ser natural, sí, pero algo en su instinto le decía que no lo era.

Los reportes de los guardias confirmaron que Ríos había llegado solo, que nadie había entrado o salido. Pero Duarte sabía que las sombras podían ocultar más de lo que parecía.

En su cuaderno escribió una sola frase:
“El Espectro estuvo aquí.”

El reflejo de un ángel

Esa misma mañana, Celeste apareció en televisión, sonriendo mientras entregaba juguetes en un orfanato. Las cámaras la adoraban, los niños reían a su alrededor. Nadie imaginaba que, apenas horas antes, esas mismas manos habían empujado a un hombre a la muerte.




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