La ciudad aún no había terminado de digerir la noticia de Damián Ríos. Los periódicos publicaban titulares ambiguos:
"Accidente trágico: diputado cae de un balcón".
"El tercer poderoso en morir misteriosamente este año".
"El Espectro de la Élite: ¿justicia o coincidencia?".
En los cafés y oficinas, la gente murmuraba con un extraño brillo en los ojos. Miedo y morbo se mezclaban en la misma frase. Algunos decían que el asesino —si es que lo era— hacía lo que la justicia nunca se atrevía. Otros lo maldecían como un demonio que desestabilizaba la sociedad.
Pero había alguien que no se dejaba arrastrar por rumores ni titulares: el inspector Gabriel Duarte.
Duarte conecta los puntos
En la penumbra de su oficina, Duarte revisaba por enésima vez su tablero con fotografías y notas. Tres muertes, tres hombres de poder, todos vinculados a transacciones turbias. Y, en todos los caminos, un mismo apellido flotaba como una sombra: Montenegro.
Llorente había trabajado en conjunto con el banco familiar.
Salvatierra había invertido en proyectos donde Alejandro Montenegro figuraba como socio.
Ríos había recibido favores políticos de la misma familia.
No podía ser coincidencia.
Duarte apagó el cigarrillo y anotó en su libreta:
"La clave está en los Montenegro. El Espectro los conoce. Tal vez... pertenece a su círculo."
El problema era obvio: acusar sin pruebas a una familia tan poderosa era suicidio profesional. Necesitaba algo más que corazonadas. Necesitaba un error.
La perfección de Celeste
Mientras tanto, Celeste se paseaba entre sonrisas y aplausos. La invitaron a un programa matutino para hablar de su labor con los niños del orfanato. Lucía radiante, vestida con sencillez calculada.
La conductora la elogió sin medida:
—Eres un ejemplo para toda la juventud, Celeste. Una verdadera inspiración.
Celeste inclinó la cabeza con modestia.
—No hago nada extraordinario, solo intento devolver un poco de lo que he recibido.
La audiencia la aplaudió, enternecida. La máscara estaba intacta. Pero detrás de esa imagen, Celeste ya pensaba en el próximo nombre de su lista.
El siguiente era Catalina Briceño, una empresaria que había actuado como intermediaria en la transacción de Alma. Una mujer elegante, dueña de una galería de arte, que fingía defender causas sociales mientras amasaba fortuna vendiendo secretos.
Celeste ya había visitado su galería en más de una ocasión. Catalina, fascinada por la muchacha, la había tratado como a una hija adoptiva, sin imaginar que esa cercanía sería su perdición.
El error diminuto
La tarde en que Celeste regresó de la galería con nuevos datos sobre Catalina, su madre entró sin llamar a su habitación. Celeste apenas tuvo tiempo de cerrar el cajón donde guardaba la lista de nombres.
Valeria Montenegro notó el gesto, aunque no comentó nada.
—¿Escondes un diario, querida? —preguntó con tono ligero, pero con ojos inquisitivos.
Celeste sonrió, fingiendo calma.
—Nada importante, mamá. Solo cosas mías.
Valeria la observó un segundo más de lo necesario. Celeste mantuvo la sonrisa, pero por dentro maldijo el descuido. Sabía que su madre era curiosa, y cualquier intento de descubrir lo que había en ese cajón podía desatar un riesgo.
Esa misma noche, Celeste cambió el escondite de la lista, trasladándola a un doble fondo dentro de su armario. No podía permitir que un error tan mínimo se repitiera.
Duarte visita a los Montenegro
Unos días después, Duarte consiguió una excusa para acercarse directamente a la familia. Se presentó en la mansión, mostrando su placa con cortesía. Alejandro Montenegro lo recibió en el salón principal, acompañado de Valeria.
—¿A qué debemos el honor, inspector? —preguntó Alejandro, con esa sonrisa que no llegaba a los ojos.
Duarte eligió sus palabras con cuidado.
—Solo estoy revisando algunos detalles sobre las recientes muertes. Usted comprende… figuras públicas, conexiones con el mundo empresarial.
Valeria arqueó una ceja.
—¿Insinúa que tenemos algo que ver?
—En absoluto —respondió Duarte, midiendo cada gesto—. Solo recopilo información. Los nombres que han caído pertenecían a su círculo social. Es natural hacer preguntas.
Alejandro soltó una carcajada seca.
—Inspector, en este país todos los poderosos se conocen entre sí. Si sigue esa lógica, sospechará de medio Congreso y de todas las familias influyentes.
Duarte asintió, como si aceptara la excusa. Pero en su interior, la sospecha ardía más fuerte.
Cuando estaba por retirarse, vio a Celeste aparecer en el pasillo, vestida de blanco, como un ángel distraído. Ella lo saludó con amabilidad y dulzura. Duarte respondió, pero mientras la miraba, algo en su instinto gritaba que debía seguir observándola.
La noche en la galería
Celeste eligió un evento de gala en la galería de Catalina Briceño como el escenario ideal. Había invitados, música suave y copas de champaña. La anfitriona lucía espléndida, moviéndose entre políticos y artistas con la seguridad de quien domina su reino.
Celeste se le acercó con una sonrisa impecable.
—Doña Catalina, la exposición es maravillosa.
Catalina le tomó las manos con afecto.
—Querida Celeste, siempre tan encantadora. Ven, quiero presentarte a alguien importante.
La joven la acompañó, fingiendo entusiasmo. Pero en su mente, ya trazaba la ruta de entrada y salida, el lugar donde podía manipular discretamente una copa, el rincón donde las cámaras de seguridad no alcanzaban.
El plan estaba en marcha.
Duarte también está allí
Lo que Celeste no sabía era que Duarte, disfrazado con un traje alquilado, también asistía al evento. Sabía que Briceño estaba vinculada a Ríos y a Salvatierra, y quería observar de cerca.
Desde lejos, sus ojos se detuvieron en Celeste, que conversaba con Catalina. Había algo en esa naturalidad excesiva que lo inquietaba. Como si la muchacha supiera exactamente cómo comportarse para no dejar sospechas.