La galería Briceño resplandecía como un templo del arte. Bajo la luz de los candelabros, cuadros de autores internacionales compartían espacio con esculturas que parecían retorcerse en silencio. Catalina Briceño se paseaba entre sus invitados con el porte de una reina, levantando su copa de champaña como si brindara con la ciudad entera.
Para Celeste, esa noche no era un evento social más. Era el juicio. Catalina no era solo una coleccionista elegante, era una pieza clave en la venta de Alma. Fue ella quien gestionó contactos, ocultó trámites y cobró comisiones por negociar una vida como si fuera una obra en subasta.
La muchacha se había preparado durante semanas. Sabía dónde estaban las cámaras, conocía los puntos ciegos, había memorizado la rutina de los guardias y hasta las horas exactas en que los empleados cambiaban de turno. Su plan no era improvisado: era una coreografía mortal.
Un brindis envenenado
Celeste caminó con gracia entre los invitados, siempre con una sonrisa en los labios. Saludaba a conocidos, conversaba con políticos y empresarios, pero su mirada nunca perdía de vista a Catalina.
A medianoche, cuando la anfitriona se retiró a la sala privada de la galería para descansar unos minutos, Celeste vio la oportunidad. La siguió discretamente, cargando dos copas de champaña.
-Doña Catalina -dijo con dulzura, entrando en la sala-. He venido a brindar por usted. Se merece cada aplauso de esta noche.
Catalina sonrió, encantada por la atención.
-Qué niña más encantadora eres, Celeste. Siempre tan atenta.
Celeste le ofreció una de las copas, la misma que había preparado con discreción antes de entrar. Dentro, un veneno incoloro y sin sabor esperaba. Era una sustancia lenta: primero mareo, luego parálisis, finalmente un paro respiratorio que podía confundirse con un ataque cardíaco.
Las dos chocaron las copas con un leve tintineo.
-Por el arte y la belleza -dijo Catalina.
-Por la justicia -susurró Celeste, apenas audible.
Catalina bebió.
Duarte observa
En otro punto de la galería, el inspector Gabriel Duarte también vigilaba. Desde la noche anterior, la camarera le había contado la escena de la copa manipulada. Ahora observaba con atención cada movimiento de Celeste.
La vio entrar en la sala privada con Briceño y cerró los puños. Todo en su instinto gritaba que debía intervenir, pero no tenía pruebas sólidas. Si irrumpía sin motivo y fallaba, perdería su credibilidad y, quizá, el caso entero.
Esperó, con los ojos fijos en esa puerta.
El inicio del final
Minutos después, Celeste salió de la sala con la misma sonrisa de siempre. Nadie habría notado nada extraño. Solo ella sabía que el veneno ya circulaba por las venas de Catalina.
La anfitriona volvió al evento con paso seguro, pero poco a poco comenzó a mostrar señales: se apoyaba en los muebles, respiraba con dificultad, sudaba a pesar del aire fresco de la galería. Algunos invitados lo atribuyeron al cansancio o al exceso de champaña.
Celeste, desde la distancia, observaba cada síntoma con una calma escalofriante.
Finalmente, cuando Catalina se levantó para dar un breve discurso de cierre, sus manos temblaron y la copa cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Un silencio helado se apoderó del salón.
La mujer intentó articular palabras, pero su garganta solo emitió un sonido ronco. Sus ojos se abrieron de par en par, buscando aire que no llegaba. Después, se desplomó ante la mirada horrorizada de sus invitados.
Los gritos estallaron. Algunos corrieron hacia ella, otros llamaron a una ambulancia. Celeste avanzó también, fingiendo preocupación, pero en su interior una voz celebraba: otro nombre tachado.
El cazador que casi atrapa a la presa
Duarte no perdió un segundo. Corrió hacia el cuerpo de Briceño, apartando a los curiosos. Se inclinó, revisó el pulso, observó los labios amoratados. Su experiencia le dijo que aquello no era un simple desmayo ni una intoxicación casual.
Alzó la vista y, por un instante, encontró los ojos de Celeste. Ella lo miraba con expresión de inocencia, como si fuera una víctima más del espectáculo macabro. Pero Duarte vio algo distinto, un destello fugaz de satisfacción escondida tras la máscara.
Ese segundo fue suficiente para reforzar su convicción: Celeste Montenegro no era lo que aparentaba.
La versión oficial
Horas más tarde, los periódicos difundieron la noticia: "Catalina Briceño muere en su propia galería durante un evento social. Médicos apuntan a un paro cardíaco repentino".
El público lo lloró como una tragedia inesperada. Nadie cuestionó la versión médica preliminar. Nadie, salvo Duarte.
En su despacho, golpeó el escritorio con el puño.
-¡Es ella! -exclamó, con una mezcla de rabia y certeza-. Nadie más puede hacerlo con esa frialdad.
Pero de nuevo se encontraba con el mismo muro: no había pruebas físicas, solo intuición. Celeste era intocable, envuelta en su halo de bondad y perfección.
El juramento de Celeste
Esa noche, en la soledad de su habitación, Celeste abrió el cajón secreto y tachó otro nombre: Catalina Briceño.
Mientras lo hacía, una sensación amarga recorrió su pecho. Cada muerte le daba satisfacción, pero también la hacía sentir más lejana de la vida común. Ya no era una muchacha de diecinueve años con sueños inocentes. Era un espectro que caminaba entre los vivos, con la mirada fija en un destino implacable.
Se miró al espejo. La joven de rostro angelical la observaba desde el cristal, pero Celeste apenas la reconocía. Sus ojos brillaban con una intensidad oscura, como si Alma misma habitara en ellos.
-Un paso más, hermana -susurró-. No me detendré hasta que ellos también caigan.
Duarte contra el reloj