La mansión Montenegro se encontraba sumida en un silencio sepulcral. Los criados dormían, la ciudad reposaba bajo un manto de neblina, y Celeste estaba sentada en su escritorio, con la lista desplegada frente a ella. La lámpara proyectaba una luz amarillenta sobre los nombres que aún quedaban. El de Esteban Cifuentes brillaba como una herida abierta.
La joven sostenía el frasco de veneno entre los dedos, observando el líquido que tanto le había servido. Era confiable, discreto, casi indetectable... pero ya no lo veía igual. El error en la cafetería había demostrado algo: un simple accidente podía destruirlo todo. El veneno, por más perfecto que pareciera, dejaba demasiadas variables fuera de su control.
—No más juegos lentos —se dijo, cerrando el frasco con firmeza—. Si voy a terminar esto, será con métodos que nadie pueda revertir.
Celeste tomó una decisión radical: dejaría atrás los venenos y las sutilezas. Ahora emplearía algo más directo, más inmediato, más cruel.
Duarte prepara la red
Mientras tanto, en su oficina del distrito policial, Duarte no podía dormir. El tablero frente a él estaba lleno de fotografías, líneas rojas y notas dispersas. Cada víctima estaba conectada con la familia Montenegro, y en el centro de esa telaraña, el rostro angelical de Celeste brillaba como una ironía macabra.
Ya no era intuición. El barista había confirmado una presencia sospechosa. El inspector lo sabía en la sangre: ella era el Espectro.
Pero saberlo no era suficiente. Necesitaba pruebas. Y para obtenerlas, debía ser más astuto que nunca.
—Si ella es tan meticulosa, no dejará cabos sueltos —pensó en voz baja—. Pero si cambio el escenario, si la obligo a actuar bajo presión... quizás cometa un error.
Duarte comenzó a diseñar una trampa: colocar a alguien relacionado con la familia Montenegro como señuelo, bajo discreta vigilancia. No sería fácil convencer a un cómplice, pero tenía un nombre en mente: Héctor Barrios, un empresario menor que había trabajado como intermediario en los negocios turbios de Alejandro Montenegro. No estaba en el nivel más alto, pero sí lo suficiente para haber participado en la red que destruyó a Alma.
Si Celeste de verdad seguía tachando nombres, Héctor sería un objetivo perfecto.
El disfraz de hija ejemplar
En los días siguientes, Celeste retomó su papel de hija modelo. Acompañó a su madre a actos benéficos, asistió a misas, sonrió ante periodistas que buscaban titulares fáciles. Cada movimiento estaba calculado para reforzar la imagen de pureza que había construido.
Pero bajo esa máscara, planeaba algo muy distinto. Había seguido a Cifuentes hasta su casa en las colinas y había estudiado su rutina. El abogado vivía solo, rodeado de lujos, y solía encerrarse en su despacho hasta la madrugada. La casa tenía cámaras de seguridad, pero Celeste ya había memorizado los ángulos.
Esta vez no habría veneno, no habría accidentes. Solo un corte preciso, una muerte rápida. Algo que ni el mejor abogado del mundo podría evitar.
Duarte mueve las piezas
Duarte, por su parte, reunió a Héctor Barrios en un café discreto. El hombre, nervioso, encendía cigarrillo tras cigarrillo.
—Inspector, yo... yo no quiero problemas —dijo, sudando—. Sí, tuve tratos con los Montenegro, pero eso fue hace años. No quiero líos ahora.
Duarte lo miró fijo.
—Escuche, Barrios. Usted no entiende la magnitud del peligro en el que está. Todos los que participaron en aquel "acuerdo" con Alma Montenegro están cayendo uno a uno. Mueren de forma extraña, como si alguien los hubiera marcado. ¿Y sabe qué? Usted está en la lista.
El empresario palideció.
—¿Qué quiere decir?
—Que si no coopera conmigo, el próximo en aparecer muerto será usted.
Héctor tragó saliva, aterrado. Finalmente, asintió.
—¿Qué tengo que hacer?
—Seguir con su vida normal. Fingir que no sabe nada. Nosotros lo vigilaremos de cerca. Y cuando ella venga por usted... ahí la atraparemos.
El empresario no preguntó más. Sabía que no había salida.
El acecho a Cifuentes
Esa misma noche, Celeste se colocó ropa negra, guantes finos y una chaqueta ajustada. Caminó hasta la parte trasera de la casa de Esteban Cifuentes, donde sabía que una de las cámaras estaba rota desde hacía meses. Había confirmado ese detalle en más de una ocasión.
Saltó la reja con la agilidad de una sombra y se deslizó hasta el jardín. Desde allí, observó la ventana del despacho. La luz seguía encendida; Cifuentes, como siempre, estaba inmerso en papeles.
Celeste respiró hondo. Sentía la adrenalina recorrerle las venas. Era distinto al veneno: aquí no había un margen de espera. Sería ella, con sus propias manos, quien decidiría el momento exacto de la muerte.
Se deslizó hasta la puerta lateral, que había aprendido a forzar con una horquilla. En cuestión de segundos, estaba dentro de la casa, avanzando en silencio por los pasillos alfombrados.
Los pasos la guiaron hasta el despacho. Allí estaba Cifuentes, inclinado sobre su escritorio, con la corbata aflojada y una copa de brandy a medio terminar.
Celeste se acercó como un espectro. En su mano derecha brillaba una pequeña navaja.
El instante interrumpido
Pero justo cuando levantó la mano para atacar, escuchó un ruido inesperado: un crujido en el pasillo, como si alguien más estuviera en la casa.
Celeste se congeló. Cifuentes, ajeno, seguía leyendo. Pero la joven retrocedió unos pasos, agazapándose en la sombra. Su instinto le gritaba que algo estaba mal.
¿Había alguien vigilando? ¿Un guardia nuevo? ¿O... Duarte?
El corazón le latía con fuerza, no de miedo, sino de furia. Había planeado cada detalle, y sin embargo, el destino volvía a interponerse.
Esperó unos segundos más, hasta que el sonido cesó. Luego, con movimientos calculados, se retiró por donde había entrado, desapareciendo en la noche como si nunca hubiera estado allí.