La máscara de celeste

Capítulo 12: El Rostro Del Enemigo

El aire de la ciudad se había vuelto espeso, cargado de rumores y silencios incómodos. Cada círculo social murmuraba sobre la muerte de Catalina Briceño, sobre los colapsos extraños de empresarios poderosos, sobre las desgracias que parecían caer solo en los aliados de los Montenegro.

Celeste escuchaba los comentarios en cenas y recepciones, sonriendo con inocencia, como si no tuviera nada que ver. Pero en su interior, sentía que el cerco se estrechaba. Dos intentos fallidos eran demasiado. Si seguía así, la perfección de su máscara se quebraría.

Por eso tomó una decisión arriesgada: acercarse a Duarte directamente.

Un encuentro planeado

La ocasión se presentó durante un acto benéfico organizado por la familia Montenegro en un lujoso hotel del centro. Un evento donde políticos, empresarios y artistas se codeaban bajo los flashes de las cámaras.

Duarte no pertenecía a ese mundo, pero había sido invitado como parte de “las fuerzas del orden” a las que los Montenegro pretendían elogiar públicamente. Celeste sabía que él estaría allí. Y sabía que no perdería la oportunidad de observarla.

Vestida con un traje blanco impecable, de líneas puras, Celeste bajó las escaleras del salón como una aparición celestial. Cada cabeza se giró hacia ella; los murmullos de admiración llenaron el aire. Duarte, con su traje gris arrugado y su expresión cansada, la vio desde lejos y apretó los dientes.

Tan perfecta… y tan podrida por dentro, pensó.

Ella, sin embargo, lo buscó entre la multitud y caminó directamente hacia él.

—Inspector Duarte —dijo con voz suave, extendiendo la mano—. Qué sorpresa verlo aquí.

Él la miró con frialdad antes de aceptar el saludo. Su piel era cálida, firme, nada temblorosa.
—Señorita Montenegro. No me sorprende que me reconozca. Después de todo, parece estar en todas partes últimamente.

La frase llevaba veneno escondido, pero Celeste fingió no notarlo.
—Solo cumplo con mi deber como hija de esta ciudad. Ayudar, dar la cara. Me han dicho que usted es un hombre muy dedicado a su trabajo.

Duarte encendió un cigarrillo, ignorando las miradas de reproche de los invitados más elegantes.
—A veces demasiado. Y a veces eso significa que uno descubre cosas que otros preferirían mantener ocultas.

Celeste inclinó la cabeza, como intrigada.
—Qué enigma tan interesante. ¿Me está diciendo que yo tengo secretos, inspector?

La tensión entre ambos era un hilo invisible que solo ellos parecían sentir. Un juego de máscaras donde la sonrisa de ella y la dureza de él eran las armas principales.

Duarte juega con fuego

Mientras hablaban, Duarte notaba cada detalle: la calma en los ojos de Celeste, el control en su respiración, la manera en que no parpadeaba cuando él la desafiaba. Aquella muchacha no era común. Estaba entrenada en el arte de ocultar, quizá no con armas ni tácticas, pero sí con una mente afilada.

—Todos tienen secretos —dijo él finalmente, exhalando el humo—. Pero algunos matan más que otros.

Celeste sonrió, como si disfrutara del doble sentido.
—Espero que sus investigaciones lo lleven a lugares seguros, inspector. El mundo puede ser… muy peligroso para quienes buscan demasiado.

El mensaje estaba claro. Una amenaza disfrazada de cortesía. Duarte la recibió con una mueca que no era sonrisa ni gesto de miedo.

Así que eres tú. Ya ni siquiera lo escondes del todo, pensó.

Héctor Barrios: la carnada

Dos noches después, Duarte puso en marcha su plan. Héctor Barrios, el empresario intermediario, asistió a una cena privada en un club exclusivo, escoltado discretamente por dos policías encubiertos. La idea era simple: que la noticia de su presencia se filtrara en los círculos correctos y llegara hasta los oídos de Celeste.

Ella no tardó en enterarse. Un amigo de la familia comentó casualmente en una reunión que “ese tal Barrios anda reapareciendo en la escena social”. Para Celeste, fue como escuchar el sonido de una campana.

Barrios estaba en su lista.
Y si se mostraba en público, era una oportunidad que no podía dejar pasar.

Lo que no sabía era que Duarte estaba detrás, esperando.

El ángel en la oscuridad

Esa misma noche, Celeste salió de la mansión con un vestido negro sencillo y un abrigo largo. No llevaba venenos ni frascos ocultos. En su bolso descansaba una pistola pequeña, ligera, con silenciador. No era su estilo habitual, pero era rápido, definitivo, imposible de revertir.

Cuando llegó al club, se mezcló entre los invitados con la misma gracia de siempre. Nadie sospechaba de la joven Montenegro, la hija ejemplar.

Desde el otro extremo de la sala, Duarte también la vio entrar. Su plan había funcionado. Ella había mordido el anzuelo.

El inspector se mantuvo en las sombras, observando cómo Celeste se movía entre las mesas, acercándose cada vez más a Héctor Barrios, que fingía naturalidad mientras el sudor le corría por la frente.

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Conversación con la presa

Celeste se sentó junto a Barrios con una sonrisa encantadora.
—Señor Barrios, qué gusto verlo después de tanto tiempo. ¿Cómo está?

Él tragó saliva. Su voz temblaba.
—Bien… bien, gracias, señorita Montenegro. Ha pasado mucho, ¿no?

—Demasiado —respondió ella, acercándose un poco más, como si compartieran un secreto.
—Imagino que guarda muchos recuerdos de los negocios con mi familia.

Barrios intentó reír, pero el sonido fue hueco.
—Cosas del pasado. Ya no tienen importancia.

Los ojos de Celeste brillaron con un fuego helado.
—Oh, créame… sí la tienen.

En ese instante, su mano rozó el bolso donde estaba la pistola.

Duarte interviene

Justo cuando Celeste se preparaba para dar el paso final, Duarte apareció entre la multitud. Caminó con calma hacia la mesa, se colocó detrás de Barrios y, con voz firme, dijo:
—Señorita Montenegro, qué sorpresa encontrarla aquí.




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