La noche había caído sobre la ciudad como un manto espeso y silencioso. Las calles estaban húmedas por la lluvia, y el viento arrastraba el olor metálico de los autos y las luces de neón. Desde su habitación en la mansión Montenegro, Celeste observaba la tormenta con una calma inquietante, mientras sus dedos jugueteaban con el borde de su libreta negra.
La lista seguía ahí, intacta… excepto por un nuevo nombre garabateado en tinta roja: Duarte.
Había cruzado una línea sin retorno. Antes, Duarte era solo un obstáculo molesto; ahora era una amenaza real. Había estado demasiado cerca en el club, demasiado atento, demasiado seguro. Si lo dejaba avanzar, destruiría todo.
Por eso, esa noche, Celeste tomó la decisión más peligrosa de todas: no solo eliminarlo, sino convertirlo en el villano a ojos del mundo.
—Si él quiere cazar a un monstruo —susurró frente al espejo—, que el mundo crea que el monstruo es él.
Duarte sin descanso
En su oficina, Duarte no dormía. Los días recientes lo habían dejado exhausto, pero más decidido que nunca. Tenía a Celeste en la mira, aunque sin pruebas sólidas. Cada muerte, cada coincidencia, cada aparición suya en los lugares clave lo acercaban más a la verdad.
Sin embargo, también sabía que ella era inteligente, calculadora y tenía todo un imperio social protegiéndola. Cualquier movimiento en falso podría destruir su carrera… o peor aún, costarle la vida.
Mientras bebía su tercer café de la noche, observaba el tablero en la pared: los rostros de las víctimas, las conexiones, los informes. En el centro, la foto de Celeste sonreía con una perfección que lo enfermaba.
—Te voy a sacar esa máscara —murmuró—. Aunque tenga que arrancarla con mis propias manos.
El plan de Celeste
Celeste no era tonta. Sabía que no podía matar a Duarte directamente: su muerte levantaría demasiadas sospechas, y si algo salía mal, el castillo de cristal que había construido se vendría abajo.
Pero había otra forma. Duarte tenía enemigos dentro de la misma institución policial. Algunos lo consideraban un hombre problemático, demasiado obsesivo, incapaz de seguir las reglas. Ella podía usar eso.
Primero, necesitaba crear la ilusión de que Duarte era el Espectro.
Empezó recopilando detalles: su rutina, su automóvil, su agenda de trabajo, incluso su marca de cigarrillos. Observó, escuchó y memorizó. Luego, con la frialdad de una actriz profesional, comenzó a tejer una escena.
La escena falsa
Una semana después, a las tres de la mañana, Celeste se escabulló en un almacén abandonado en la zona industrial. Allí colocó un cuerpo: el de un hombre que había sido parte de la red que vendió a Alma, un pez pequeño que había escapado de su lista por falta de tiempo. Lo había seguido durante días, y esa noche, silenciosamente, le había dado muerte.
Pero eso no era lo importante. Lo importante era cómo había preparado la escena.
En el piso, cerca del cadáver, dejó colillas de la misma marca de cigarrillos que fumaba Duarte. A unos metros, dispersó documentos robados de su auto —documentos falsificados que parecían informes internos de la policía—, con su nombre impreso. Y en una de las paredes, pintó con sangre las iniciales “D.D.”.
Un crimen perfecto, diseñado para señalar al hombre equivocado.
Celeste sabía que no necesitaba pruebas irrefutables; solo dudas. Las dudas eran más poderosas que la verdad cuando se plantaban en la mente adecuada.
El hallazgo
Dos obreros encontraron el cuerpo al amanecer y llamaron a la policía. Duarte fue uno de los primeros en llegar a la escena, acompañado por varios agentes. El olor a sangre vieja y a hierro impregnaba el aire.
Cuando uno de los oficiales levantó una colilla del suelo, la observó con extrañeza.
—Inspector… ¿no es esta la marca que usted fuma?
Duarte sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Qué?
El oficial le mostró la colilla. Era idéntica a la suya. Y cuando otro agente levantó un sobre con su nombre impreso, el murmullo se volvió un zumbido incómodo a su alrededor.
—Esto no tiene sentido —dijo Duarte, con el rostro endurecido—. Esto es una trampa.
Pero sabía que lo que él dijera importaba poco: las apariencias hablaban más alto que las palabras.
Las primeras sospechas
En cuestión de horas, la noticia corrió como pólvora dentro del departamento de policía. Algunos lo defendían, otros murmuraban en los pasillos, otros simplemente sonreían en silencio. Duarte no era precisamente popular, y para muchos, ver su reputación tambalear era casi una victoria personal.
—Dicen que encontraron colillas de sus cigarros en la escena —le dijo un compañero en voz baja—. Y papeles con su nombre… Duarte, esto es grave.
—Lo sé —respondió el inspector, con el ceño fruncido—. Y sé exactamente quién está detrás de esto.
Pero sin pruebas, no podía acusarla.
Celeste en escena
Como si el destino quisiera burlarse de él, Celeste apareció esa misma tarde en la comisaría con una bandeja de pasteles y una sonrisa angelical. Fingía que había ido a “agradecer a las fuerzas del orden” por todo su trabajo, pero Duarte sabía que era una jugada.
Cuando lo vio, fingió sorpresa.
—Inspector Duarte… he oído cosas terribles. Dicen que… que usted está siendo señalado.
Él la observó con los ojos llenos de furia contenida.
—¿Y tú qué piensas, Celeste?
Ella bajó la mirada con delicadeza, una actriz en el papel de su vida.
—No lo sé… usted siempre me pareció un hombre justo. Pero… cuando todos dicen algo, es difícil no dudar.
La frase era un puñal disfrazado de caricia. Lo estaba empujando a la esquina sin ensuciarse las manos.
Duarte acorralado