La humillación de ser suspendido seguía ardiendo en el pecho de Duarte, pero no era el tipo de hombre que se quedaba quieto mientras lo hundían. Esa noche, después de que Valeria se marchara, el departamento quedó en silencio. Solo la lluvia golpeando las ventanas acompañaba sus pensamientos.
Sabía que Celeste había movido ficha con precisión quirúrgica. La escena falsa, las colillas, los documentos… todo encajaba con un nivel de detalle imposible para cualquiera que no conociera cada paso de la investigación.
Ella lo había estudiado. Lo conocía. Lo anticipaba.
«Si quiere guerra… tendrá guerra», pensó mientras tomaba su chaqueta.
Había una única pista que nunca compartió, ni siquiera en los informes oficiales: la caja de Alma Montenegro, la hermana desaparecida. La familia decía que había muerto, pero Duarte nunca lo creyó del todo. Algo en esos registros estaba mal. Había visto demasiados casos para no reconocer un encubrimiento disfrazado de tragedia.
Y si Celeste estaba dispuesta a destruirlo, la clave debía estar allí.
El archivo sellado
A las dos de la madrugada, Duarte entró al depósito policial más antiguo del distrito. La suspensión aún no se había distribuido oficialmente en todos los departamentos, de modo que el guardia de turno solo le pidió una firma y lo dejó pasar.
El olor a humedad y papel viejo llenaba los pasillos. Las lámparas fluorescentes parpadeaban, lanzando destellos traicioneros. Duarte avanzó hasta la sección A-17, donde se guardaban los expedientes cerrados y los casos sin resolver.
El archivo de Alma siempre le había parecido… incompleto.
Demasiado limpio, demasiado rápido, demasiado conveniente.
Buscó en la estantería y deslizó la caja de cartón con su nombre:
MONTENEGRO, ALMA – Caso 0471-B
Estado: Fallecida (archivo cerrado)
Pero cuando levantó la tapa, se dio cuenta de que algo no cuadraba. Habían cambiado algunos documentos. Lo recordó perfectamente: él había visto apenas una carpeta, un informe médico y una foto borrosa. Pero ahora había más papeles. Demasiados.
Alguien había añadido información. Y no cualquier persona: alguien con acceso a los archivos de alto nivel.
Duarte extendió el contenido sobre una mesa metálica. Entre los papeles nuevos encontró un sobre sellado con el logotipo del Instituto Privado de Salud Valle Norte. Un lugar famoso por tratar a gente adinerada… y por sus registros confidenciales.
—¿Qué demonios…?
Dentro había una hoja simple:
Informe de transferencia – Paciente: A.M.M.
Clasificación: Reservado por orden judicial.
Destino: Centro Especializado Aurora.
A Duarte le tembló el pulso.
Ese centro había sido cerrado años atrás por prácticas ilegales: retenciones forzadas, terapias experimentales, desapariciones.
Era, literalmente, un lugar donde se escondía gente.
—Nunca estuvo muerta… —murmuró.
Alma había sido trasladada. Sacada de la vista pública.
Y todo indicaba que la familia Montenegro lo sabía… o lo había ordenado.
El corazón del inspector empezó a latir con fuerza. Si Alma estaba viva cuando desapareció… ¿qué había sido de ella después?
Y, sobre todo…
¿Celeste lo sabía?
Celeste siente el movimiento
A varios kilómetros, en la mansión, Celeste abrió los ojos repentinamente. Algo en su pecho se apretó como si una mano invisible le jalara el alma. Se incorporó en la cama, alertada por un instinto que rara vez fallaba.
—¿Qué hiciste, Duarte? —susurró.
A lo largo de las últimas semanas, había perfeccionado su vigilancia. Sabía qué pasos daría él antes de que los diera. Pero esa noche… algo había cambiado. Una alteración imperceptible en el aire. Como si una pieza del tablero se hubiera movido sin que ella la empujara.
Se levantó y caminó hasta la terraza, dejando que el frío de la madrugada le despejara la mente.
Pensó en Alma, en la última vez que la vio viva. En su sonrisa rota. En sus manos temblorosas.
Celeste llevaba años pensando que su hermana estaba muerta.
Sus padres jamás le contaron la verdad, solo le dijeron que Alma “ya no sufría más”.
Pero si Duarte había descubierto alguna pista sobre ella…
Celeste apretó los dientes.
No podía permitirlo.
Una visita oscura
Duarte salió del archivo con los documentos escondidos bajo la chaqueta. No podía confiar en nadie del departamento, excepto en Valeria. Esa información tenía que analizarla fuera de los canales oficiales.
A mitad del camino hacia su auto, oyó pasos. Rápidos, silenciosos… expertos.
Su experiencia le gritó que algo no estaba bien.
Cuando giró, una figura encapuchada salió de las sombras.
—Maldita sea…
El atacante se lanzó con un cuchillo brillante bajo la luz amarillenta del estacionamiento. Duarte esquivó por centímetros, sintiendo el filo rozarle la manga. Se defendió con un golpe al torso del agresor, quien retrocedió sin soltar el arma.
Era un profesional. Silencioso, preciso.
No era un ladrón.
No era un novato.
Era alguien enviado.
El atacante buscó su cuello, rápido como un rayo. Duarte lo bloqueó, forcejeó, y logró estrellarlo contra un pilar. La capucha cayó.
El rostro del hombre no le decía nada. Un mercenario.
—¿Quién te envió? —gruñó Duarte, sujetándolo del cuello.
Pero el hombre solo sonrió. Era una sonrisa fría. Vacía.
La sonrisa de alguien que no teme morir.
De pronto, el agresor clavó el cuchillo… en sí mismo.
Se dejó caer muerto al instante.
Duarte retrocedió horrorizado.
—¿Qué… demonios?
El mensaje era claro:
“No hablaré.”
Y solo una persona tenía la mente suficiente para enviar un asesino dispuesto a morir antes que revelar un nombre.