La pistola seguía apuntándole directamente al pecho, pero Celeste no parecía intimidada. De hecho, parecía… irritada. Como si que Duarte le apuntara fuera más una falta de respeto que una amenaza real.
Él no parpadeó. No podía permitirlo.
—Habla —gruñó Duarte—. Alma no estaba muerta, ¿verdad?
Celeste respiró hondo, lenta, peligrosamente lenta.
Sus pupilas temblaron apenas un instante.
Ese segundo bastó para que Duarte confirmara sus sospechas.
Ella sabía algo.
Quizá lo sabía todo.
—Baja el arma —dijo Celeste con la voz suave que usaba solo antes de matar—. No quieres hacer esto.
—Sí. Sí quiero.
—No —replicó ella, avanzando un paso—. No quieres. Porque si disparas… pierdes tu única oportunidad de descubrir la verdad.
Duarte apretó más el gatillo.
—¿Y qué verdad sería esa?
Celeste lo miró directo a los ojos.
Era la mirada de alguien que había visto la muerte, que la conocía, que la acariciaba cada noche.
—La verdad sobre mi hermana —dijo—.
La verdad que tú aún no sabes.
Una tregua peligrosa
El silencio cayó como una losa entre ambos.
Finalmente, Duarte bajó el arma apenas dos centímetros. No era rendición; era una tregua momentánea. Una cuerda tensa a punto de reventar.
—Entra —dijo él—. Pero si haces un movimiento extraño…
—Lo sé —respondió Celeste con una media sonrisa—. Moriré.
Entró con pasos silenciosos, como si flotara. Sus ojos recorrieron la sala, buscando los documentos, las pistas, cualquier cosa que el inspector pudiera haber descubierto.
No tardó en ver la carpeta de Alma sobre la mesa.
La reconoció inmediatamente.
Se congeló.
—¿Dónde encontraste eso? —su voz dejó de ser suave. Era un filo.
—Donde tú no sabías que buscaría —respondió Duarte.
Celeste cerró los ojos un segundo. Pensó. Respiró. Calculó.
Cuando volvió a abrirlos, una furia silenciosa ardía en ellos.
—Te estás metiendo donde no debes.
—Me metí en cuanto tú decidiste incriminarme —contraatacó Duarte.
Celeste se acercó lentamente a la mesa y pasó los dedos sobre los documentos. Sus manos temblaban, sutilmente, pero Duarte lo notó.
—No sabía que existían —murmuró—. Ese traslado… ese lugar…
Su voz se quebró apenas. Una grieta minúscula en el muro perfecto que siempre mostraba.
—Pensé que estaba muerta —continuó, más bajo—. Pensé que la habían matado.
Duarte frunció el ceño. Esa confesión lo agarró desprevenido.
—¿Tú no sabías…?
—No —susurró—. Mis padres… ellos…
Ellos fueron los que me mintieron.
Y por primera vez desde que comenzó todo, Duarte vio algo que jamás imaginó ver en ella:
Dolor.
Real. Crudo. Abierto.
Valeria entra en escena
Justo en ese instante, la puerta del departamento se abrió abruptamente.
—¡Duarte! ¡Aléjate de—!
Valeria se quedó congelada al ver a Celeste allí, en medio de la sala.
Duarte levantó una mano.
—Valeria, espera.
Pero Valeria no era de las que esperaban. Sacó su pistola.
—No te acerques a él —advirtió, apuntándole a Celeste.
Celeste ladeó la cabeza, tranquila, como si la situación fuera un simple inconveniente.
—Si quisiera matarlo —dijo en tono frío—, ya estaría muerto.
Valeria apretó el gatillo con más fuerza.
—Eso no me tranquiliza.
—Valeria, baja el arma —ordenó Duarte.
Ella no obedeció.
—¿Estás de su lado ahora? ¡Intentó incriminarte! ¡Intentó matarte!
—Y hoy vino aquí sin armas —mintió él, aunque no estaba totalmente seguro.
Valeria miró a Celeste con un odio puro, transparente.
—No confío en ella.
—Nadie te pidió que lo hicieras —respondió Celeste suavemente.
La tensión era un hilo a punto de romperse.
Duarte necesitaba recuperar el control.
—Los tres queremos lo mismo —dijo finalmente—: saber qué pasó con Alma.
Valeria frunció el ceño.
Celeste bajó la mirada.
Y durante un segundo, la guerra entre ellos quedó suspendida.
El expediente roto
Celeste tomó la carpeta y la abrió lentamente. Su respiración se volvió entrecortada.
Había fotos.
Registros médicos.
Informes de comportamiento.
Y un reporte final fechado seis meses después de que supuestamente “muriera”.
—Esto… esto no es verdad… —murmuró.
Las manos le temblaban más fuerte.
—Alma no podía estar viva seis meses después… mis padres me dijeron que… que…
Tragó saliva.
Se ahogó con sus propias palabras.
Y Duarte comprendió algo:
Celeste había construido su vida entera sobre una mentira.
Una mentira que la había convertido en un monstruo.
—Por eso los odias tanto —dijo él, casi con compasión—. Por eso empezaste todo esto.
Celeste cerró los ojos.
—No los odio por haberla vendido —susurró—. Los odio porque me hicieron creer que murió llorando. Que murió sola.
Que no pude salvarla.
Valeria tragó saliva.
Por un momento, incluso ella sintió una punzada de empatía.
—Celeste… —empezó Duarte.
Pero Celeste levantó la mano, firme.
—No. No quiero su compasión.
Quiero respuestas.
Sus ojos brillaron como cuchillos.
—Y ustedes dos me van a ayudar a encontrarlas.
Un pacto inmoral
Duarte cruzó los brazos.
—¿Y qué ganamos nosotros?
Celeste lo miró fijo.
—Yo dejaré de matarlos.
Valeria bufó.
—Qué generosa.
Pero Celeste no estaba bromeando.
La intensidad en su mirada lo dejaba claro.
—Quiero la dirección del Centro Aurora —exigió—. Y quiero entrar esta misma noche.
—Ese lugar está cerrado desde hace años —dijo Duarte—. No queda nada allí.
—Entonces no perderemos nada con ir —respondió ella.
Era una lógica retorcida y, sin embargo, implacable.
Valeria respiró hondo.
—Duarte… no podemos hacer esto. No podemos colaborar con ella. La estamos ayud—