El edificio apareció entre los árboles como un monstruo dormido.
Oscuro, abandonado, silencioso… pero nunca muerto.
El Centro Aurora se alzaba frente a ellos como un cascarón vacío: un complejo gris de tres pisos, ventanas rotas y un portón oxidado cubierto de enredaderas. La bruma matinal lo envolvía todo, dándole una apariencia espectral.
Valeria tragó saliva.
—Qué lugar tan agradable —murmuró con sarcasmo.
Duarte no dijo nada. Mantuvo la mirada fija, como si intentara leer el pasado en las paredes desconchadas.
Celeste fue la primera en bajar del auto. Caminó hacia el portón, rozando con los dedos la textura áspera del metal oxidado. Su rostro estaba inexpresivo… pero sus ojos brillaban como brasas encendidas.
—Aquí —susurró—. Esto es lo que buscábamos.
Algo en ella se tensó, como si su cuerpo reconociera el lugar incluso antes que su mente. Duarte lo notó.
—¿Has estado aquí antes? —preguntó.
Celeste negó lentamente.
—No.
Pero su voz tembló.
Valeria intentó abrir el portón, pero estaba asegurado por una gruesa cadena.
—Dame un segundo —dijo Duarte, sacando una palanca metálica del maletero.
Golpeó el candado una vez.
Nada.
Dos veces.
Nada.
Tres golpes después, el metal cedió con un crujido seco.
El portón se abrió con un quejido que retumbó en la maleza.
—Bienvenidos —dijo Celeste con tono oscuro—.
A la tumba de los secretos de mi familia.
Entraron los tres. El aire estaba cargado, casi denso, como si algo invisible los estuviera observando desde dentro.
El vestíbulo del edificio era aún peor de lo que imaginaban: paredes mohosas, papeles tirados, camillas oxidadas. Una lámpara rota colgaba del techo, oscilando levemente como si alguien acabara de empujarla.
Valeria encendió su linterna.
—¿Seguros de que esto es estable? Porque ese techo tiene más grietas que mi paciencia.
Duarte avanzó sin responder.
Celeste caminó detrás de ellos, pero sus pasos eran distintos… más ligeros, como si siguiera un hilo invisible.
—¿A dónde vamos? —preguntó Valeria.
Celeste señaló a la derecha.
—Los archivos deben estar en el bloque B.
Y las habitaciones de tratamiento en el bloque C.
Su seguridad hizo que Duarte entrecerrara los ojos.
—Hablas como si conocieras este sitio.
—He leído lo suficiente —respondió ella sin mirarlo.
Pero no era eso.
Ella sentía algo.
Una presencia débil, rota… un eco. Como si una voz que ya no existía todavía le susurrara desde las paredes.
Llegaron al corredor principal. El piso estaba cubierto de polvo y marcas de arrastre. Duarte se agachó para observarlas.
—Estas son recientes —dijo—. De hace semanas… quizá días.
Valeria tensó la mandíbula.
—¿Crees que alguien sigue viniendo aquí?
“Alguien o algo”, quiso decir Duarte, pero guardó silencio.
Siguieron avanzando hasta llegar a una puerta doble que decía:
ARCHIVOS – SOLO PERSONAL AUTORIZADO
Celeste se adelantó. Pasó la mano sobre la madera.
Se estremeció.
—Aquí —susurró—. Aquí es donde descubrieron lo que le hicieron.
Lo sé.
Duarte giró la perilla. Estaba cerrada.
Pero antes de que pudiera intentar forzarla, Celeste ya estaba arrodillada, manipulando la cerradura con un gancho del cabello.
Valeria frunció el ceño.
—Es oficial. Eres un peligro con piernas.
—Lo sé —respondió Celeste sin levantar la vista.
La puerta cedió con un clic suave.
Al entrar, encontraron estantes metálicos, algunos derrumbados, otros intactos. Carpetas amarillentas, polvo por doquier, olor a humedad y abandono.
Pero en el centro había algo diferente:
una mesa limpia.
Sin polvo.
Como si alguien la hubiera usado recientemente.
Encima había un archivador blanco.
Sin etiqueta.
Celeste sintió que el pecho se le apretaba.
Lo abrió.
Dentro había una sola hoja.
Paciente 14-B
Nombre real: Alma M. Montenegro
Estado final: Traslado externo
Clasificación: Nivel rojo
Motivo: Inestabilidad emocional severa, episodios violentos, paranoia extrema…
Celeste dejó de leer.
La letra se volvió un borrón.
Valeria se acercó, tomó la hoja y leyó en voz alta:
—“Riesgo de autolesión o agresión al entorno. Se recomienda sedación constante.”
Santo Dios…
Celeste retrocedió un paso.
Otro.
Otro más.
—Es mentira… —susurró, ahogada—. Ella no era así.
Ella no era peligrosa.
Duarte tomó la hoja y siguió leyendo.
—Hay una nota final.
Valeria lo vio tensarse.
—¿Qué dice?
Duarte leyó en voz baja:
—“La paciente no responde a los tratamientos. Familia ordena silencio total. Proceder al protocolo.”
Celeste cerró el puño con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en su palma.
—¿Qué… protocolo? —preguntó, pero su voz ya no era humana. Era un hilo roto.
Duarte buscó en la hoja.
—No lo especifica.
Valeria la miró con preocupación real.
—Celeste… ¿estás bien?
Ella giró la cabeza lentamente. Sus ojos estaban húmedos… pero no de tristeza.
De furia.
—No —dijo—. No lo estoy.
Y no pienso estarlo.
Porque acababa de comprender algo:
Su hermana no había sido solo vendida.
Había sido silenciada.
Y quizá… algo peor.
El ala prohibidaCeleste se giró hacia la puerta.
—Hay más —dijo—.
Esto no es todo.
Los tratamientos se hacían abajo.
—¿Abajo? —repitió Valeria.
Celeste señaló el extremo del pasillo, donde una puerta metálica llevaba a unas escaleras descendentes.
—El ala subterránea.
Duarte no había visto en los planos ninguna referencia a eso.
Y eso lo preocupaba.