El cuerpo del paciente cayó al suelo con un golpe seco que resonó en el pasillo como un eco de algo más profundo, más antiguo. Duarte se arrodilló de inmediato, buscando pulso, mientras Valeria retrocedía un paso, cubriéndose la boca para no gritar. El ambiente parecía haberse vuelto más frío, como si el aire hubiera perdido parte de su oxígeno y algo invisible respirara con ellos, en un ritmo que no era humano.
Celeste permaneció inmóvil. No miraba al hombre.
Miraba el vacío detrás de él.
El lugar exacto desde donde había aparecido.
—No… no puede ser —murmuró, casi sin voz—. Él tiene que saber algo más. Alma no… no… no pudo simplemente desaparecer.
Sus manos temblaban. No de miedo, sino de furia contenida.
Duarte levantó la cabeza.
—Sigue vivo —dijo—. Pero está extremadamente débil. Necesitamos sacarlo a la superficie, ahora.
Valeria negó rápidamente con la cabeza.
—¿Y si no está solo? ¿Y si hay más gente aquí abajo? ¿Qué tal si… lo que lo puso así todavía está aquí?
Duarte no respondió.
Las paredes parecían acercarse un poco más.
Celeste dio un paso hacia el hombre inconsciente.
—Despiértalo —ordenó—.
Necesito que me diga dónde está Alma. Si la sacaron de aquí, alguien debió verla. Alguien debió escuchar algo.
—Está desmayado, Celeste —respondió Duarte, tratando de mantener la calma—. No puedo obligarlo a despertar en este estado.
Ella se inclinó, llevando los dedos al rostro del hombre. Lo tocó con una suavidad que contrastaba con la dureza de su mirada.
—Él sabe algo —susurró—. Lo escuché en su voz. Sabe más de lo que dijo.
Valeria se aclaró la garganta, incómoda.
—Espera… ¿lo escuchaste? Pero si apenas habló…
Celeste no parpadeó.
—No hablo de palabras.
Un silencio tenso envolvió el sótano.
Incluso Duarte tragó saliva.
Celeste tenía algo… algo que cada vez se hacía más evidente. Algo que tal vez ni ella misma terminaba de entender, pero que estaba ahí, creciendo.
Algo que conectaba la oscuridad del lugar
con la oscuridad dentro de ella.
Duarte levantó al paciente entre sus brazos.
—Tenemos que subirlo —insistió—. Será más seguro en el nivel superior.
Celeste lo miró fijamente, como si hubiera olvidado que Duarte existía.
Luego, lentamente, asintió.
Subieron las escaleras. Cada peldaño crujía, resonando como pasos ajenos. A mitad del camino, Valeria se detuvo y miró hacia atrás.
—¿Escucharon eso?
Duarte no quería escuchar nada más.
—No te detengas. No mires atrás. Este lugar… no está vacío.
Y tenía razón.
No estaba vacío.
Celeste lo sabía. Lo había sentido desde que cruzaron la puerta del Centro Aurora.
Había algo más ahí abajo.
Algo que no tenía forma… pero sí presencia.
Un susurro.
Una respiración.
Una figura que siempre estaba un paso detrás de ellos.
La sombra de alguien que ya no vivía…
o que nunca había dejado de estar allí.
Al llegar al nivel principal, Duarte colocó al paciente sobre una camilla de ruedas oxidada. Valeria revisó el estado del hombre como pudo, sin tener idea de medicina, pero con la urgencia de la desesperación.
Celeste permaneció de pie, sin apartar la mirada del corredor oscuro que habían dejado atrás.
—Él no está mintiendo —dijo de pronto—. Cuando dijo que Alma no salió viva… él no lo vio. Se lo dijeron. Y alguien quería que esa fuera la versión oficial.
Duarte se giró hacia ella.
—¿Cómo lo sabes?
Celeste se llevó dos dedos a la sien.
—Porque… lo sentí.
Valeria chasqueó la lengua.
—Dios mío, Celeste. ¿Ahora lees mentes?
Celeste respiró hondo.
No sabía cómo explicarlo.
Ella tampoco lo entendía.
Pero cuando el hombre habló, su mente había vibrado.
Un temblor interno.
Una imagen fugaz:
Una puerta metálica. Gritos ahogados. Un pasillo blanco iluminado por luces frías. Y alguien arrastrando a una niña por los brazos.
No sabía si era un recuerdo suyo…
o de él.
—No leo mentes —susurró—.
Solo… escucho cosas que otros no escuchan.
Duarte la observó con una mezcla de preocupación y cautela.
Era la primera vez que veía a Celeste tan vulnerable, tan confundida… y tan peligrosa.
El hombre inconsciente comenzó a convulsionar.
Valeria gritó.
—¡Duarte!
Celeste ya estaba a su lado.
—No lo toquen.
La habitación entera pareció oscurecerse, como si las sombras se alargaran hacia el cuerpo del paciente. Una energía densa emanó de su pecho, como un residuo de algo que se había incrustado en él durante demasiado tiempo.
—Lo drogaron —dijo Celeste—. Lo mantuvieron dormido. Años. Quizá más.
Duarte miró horrorizado las marcas en los brazos del hombre.
—Estos son… pinchazos recientes. Muy recientes.
Valeria se cubrió la boca.
—¿Quieres decir que alguien estuvo aquí? ¿Hace días? ¿Horas?
Celeste levantó la cabeza, con los ojos entrecerrados.
—No.
Alguien está aquí.
Todavía.
El aire se volvió más pesado.
Algo cayó en el piso del pasillo.
Un objeto metálico.
Duarte apuntó con al arma hacia la oscuridad.
—¿Quién está ahí? ¡Sal ahora mismo!
Nadie respondió.
Solo se escuchó el sonido lejano… arrastrado… como si algo se moviera por el segundo piso.
Valeria tembló.
—No estamos solos…
Celeste dio un paso adelante.
—No.
Nunca lo estuvimos.
Sus ojos reflejaban la misma oscuridad que impregnaba el edificio.
La misma que la empujaba hacia adelante.
La misma que había despertado desde que descubrió la verdad sobre Alma.
De pronto, el paciente abrió los ojos.
Valeria retrocedió con un grito.
Duarte sostuvo el arma con ambas manos.
Pero Celeste fue la única que no se movió.
Los ojos del hombre estaban vidriosos, casi blancos.