El sol se filtraba tímidamente entre las cortinas de su apartamento, proyectando sombras danzantes sobre las paredes, un espectáculo que Clarens observaba con una calma imperturbable. Se desperezó, sintiendo la calma que siempre lo acompañaba después de una noche de perfecta ejecución, de una coreografía macabra que había llevado a cabo con precisión quirúrgica. Se levantó, vistió su impecable traje, un reflejo de su mente ordenada y metódica, y se preparó un café, disfrutando del aroma que inundaba la cocina, un pequeño placer en medio del caos que había desatado.
Su rutina era un ritual sagrado, cada paso calculado al milímetro, cada acción medida con precisión de cirujano. La perfección era su credo, su obsesión, el motor que impulsaba cada uno de sus actos. Después de todo, el mundo era un lienzo imperfecto, una obra de arte inacabada y plagada de errores, y él, el artista que lo corregía, el escultor que cincelaba la realidad a su imagen y semejanza.
Los recuerdos del teatro abandonado, el eco de los disparos resonando en el silencio sepulcral, la imagen de Sarah desplomándose en el escenario, todo se mezclaba en su mente como una sinfonía macabra, una melodía que lo llenaba de una satisfacción perversa. Sonrió, sabiendo que había eliminado un obstáculo, una pieza que amenazaba su juego, una nota discordante en su obra maestra.
La ciudad era su tablero de ajedrez gigante, un laberinto de peones y alfiles, donde cada movimiento tenía un propósito, donde cada vida era una pieza intercambiable. Miller, el cazador convertido en presa, el detective atormentado por la duda, era su última pieza, el instrumento para sembrar el caos, para revelar la fragilidad de la justicia, para demostrar que el orden podía surgir del caos, que la perfección podía nacer de la imperfección.
Clarens disfrutaba del juego, de la manipulación, del control absoluto. Era un maestro de las sombras, un arquitecto de la paranoia, un titiritero que movía los hilos del destino. Sabía que Miller lo estaba buscando, que estaba siguiendo sus pistas, que estaba cayendo en su trampa, en su laberinto de espejos rotos. La anticipación del final lo llenaba de una emoción contenida, una adrenalina silenciosa que recorría sus venas. Sabía que el enfrentamiento era inevitable, que Miller lo encontraría en su guarida, en el corazón de su laberinto. Pero no temía. Estaba preparado, listo para el último acto de su obra maestra, para el clímax de su sinfonía macabra.
Mientras tanto, la ciudad se sumía en el caos, en la incertidumbre, en el miedo paralizante. Los crímenes continuaban, la policía estaba confundida, la paranoia se extendía como una plaga silenciosa, contaminando cada mente, cada corazón. Clarens observaba desde las alturas, desde su atalaya de poder, sintiendo la calma del caos, la satisfacción del poder absoluto, la euforia de saber que controlaba cada movimiento, cada pensamiento, cada vida.
"La justicia es un concepto abstracto", pensó Clarens, mientras bebía su café, disfrutando del sabor amargo que despertaba sus sentidos. "Un juego de sombras, donde la verdad y la mentira se confunden, donde la moralidad es una ilusión. Yo soy el ejecutor, el que trae el equilibrio, el que revela la hipocresía, el que purga la escoria que corrompe la sociedad".