La Máscara Perfecta

Capítulo 26: El juego de la imputación

Miller avanzó entre las sombras del antiguo hospital psiquiátrico abandonado, un laberinto de pasillos oscuros y habitaciones vacías que parecían respirar con vida propia. La humedad impregnaba el aire, y las paredes descascaradas susurraban historias de desesperación. Sus pasos resonaban como ecos lejanos de un tiempo en el que aquel lugar albergaba almas rotas, mentes fragmentadas por la locura.

Pero ahora, Miller no era más que otro espectro atrapado en aquel infierno.

Clarens había tejido una red perfecta, una trampa tan meticulosamente diseñada que Miller apenas podía distinguir la realidad de la alucinación. Todo lo que había sucedido en los últimos meses—las muertes, la persecución, la sombra de la culpa sobre sus hombros—lo habían arrastrado hasta aquí, hasta este punto sin retorno. Clarens lo quería aquí, lo necesitaba aquí, en este escenario macabro donde los límites entre la cordura y la demencia se desdibujaban.

El detective sentía su mente fracturarse poco a poco. La falta de pruebas, la muerte de Sarah, la constante sensación de que la verdad se deslizaba como arena entre sus dedos, lo estaban llevando al borde. Sabía que Clarens lo estaba manipulando, que estaba jugando con él como un titiritero cruel, pero el conocimiento no hacía más fácil resistirse. Era como mirar una telaraña y aun así quedar atrapado en ella.

La trampa se cierra

Un sonido. Un crujido en la oscuridad.

Miller se giró, el arma temblorosa en su mano sudorosa. La oscuridad era demasiado densa, las sombras demasiado vivas. Algo se movía en los pasillos, un susurro, una risa lejana. Su respiración se aceleró. Estaba perdiendo el control. ¿Era Clarens? ¿O solo su propia mente jugándole una mala pasada?

De pronto, una puerta se cerró con un estruendo. Miller giró sobre sus talones, apuntando con el arma, pero no había nadie. Solo el eco de su respiración y su corazón golpeando en su pecho.

"Te tengo..." susurró una voz.

Miller disparó.

El estruendo de la bala se fundió con el silencio del hospital. Y entonces lo vio.

Un cuerpo.

Y sangre.

Demasiada sangre.

Las luces rojas de las sirenas iluminaron la noche. La policía llegó en cuestión de minutos, alertada por los disparos. Miller, de pie en medio de la escena, con las manos manchadas de sangre, parecía la imagen perfecta del culpable. Alrededor de él, fotografías, pruebas, documentos esparcidos en el suelo... todo lo incriminaba.

La trampa de Clarens se había cerrado.

Los oficiales lo rodearon con armas en alto. Miller levantó las manos, su mente girando en espiral. Esto no estaba pasando. No podía estar pasando.

—¡Baje el arma! ¡De rodillas, ahora!

El detective apenas escuchó la orden. Miró sus manos, cubiertas de un líquido rojo y pegajoso.

—No... —murmuró, sacudiendo la cabeza—. No es real.

Pero lo era.

Y entonces todo se volvió oscuridad.

La máscara de Clarens

Mientras tanto, en una sala de interrogatorios de la comisaría, Clarens se reclinaba en la silla con una sonrisa serena. Los detectives lo observaban con cautela. Sabían que era el hombre correcto. Tenían que serlo.

—Su llegada a la ciudad coincidió con los asesinatos —dijo uno de los agentes, entrecerrando los ojos—. Demasiadas coincidencias, ¿no cree, señor Clarens?

El hombre entrelazó los dedos, una leve sonrisa en su rostro.

—Las coincidencias son el refugio de las mentes perezosas, detective.

—No me venga con filosofía barata. Sabemos lo que ha hecho.

—¿De veras? —Clarens inclinó la cabeza, su voz sedosa—. Entonces me imagino que tienen pruebas, ¿verdad?

Silencio.

El detective apretó la mandíbula. No las tenían. Y Clarens lo sabía.

—Yo no maté a nadie —continuó el hombre, encogiéndose de hombros—. Solo he observado. Como ustedes. Como la ciudad entera.

—Es usted un monstruo.

Clarens rió. Una risa baja, casi un susurro.

—Oh, detective... los verdaderos monstruos no necesitan ensuciarse las manos.

El interrogador sintió un escalofrío recorrer su espalda. No podían atraparlo. No todavía.

Y mientras Miller languidecía en una celda, atrapado en la telaraña de Clarens, el verdadero asesino caminaba libre. Sonriendo. Esperando. Disfrutando del espectáculo.




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