La Máscara Perfecta

Capítulo 27: El peso de la culpa

Miller sintió el frío metálico de las esposas ajustándose a sus muñecas. La mirada de los agentes de policía reflejaba una mezcla de lástima y desprecio. Para ellos, no había dudas: era culpable. Lo habían encontrado en el peor lugar, en el peor momento, con las peores pruebas posibles. Pero lo que más le dolía no era la injusticia, sino la certeza de que Clarens lo había anticipado todo.

Dentro de la patrulla, camino a la comisaría, su mente giraba en espiral. Cada recuerdo, cada decisión, cada momento en que había sentido que tenía el control, ahora le parecía parte de un guion escrito por Clarens. Había caído en su juego sin darse cuenta. Ahora, todo lo que podía hacer era sobrevivir y encontrar una salida.

Cuando llegaron a la estación, lo llevaron a una pequeña sala de interrogatorios. Era un espacio frío, con una mesa metálica y un gran espejo en la pared. Sabía que detrás de ese vidrio un grupo de detectives lo observaba, esperando verlo quebrarse. Miller respiró hondo. No les daría ese placer.

Minutos después, el detective Hargrove entró en la sala. Era un hombre de rostro curtido por años de experiencia, con ojeras pronunciadas y una expresión que oscilaba entre el escepticismo y el cansancio. Se sentó frente a Miller y dejó caer un expediente sobre la mesa.

—Sabes por qué estás aquí, ¿verdad? —preguntó con voz pausada.

Miller alzó la vista y sostuvo la mirada de Hargrove.

—Porque alguien quiere que lo esté.

Hargrove suspiró.

—Mira, Miller. Tengo un cadáver en el hospital psiquiátrico, y tú estabas ahí con las manos cubiertas de sangre. Tenemos huellas, testigos que escucharon gritos, y un historial de comportamiento errático en las últimas semanas. Ayúdame a entender esto.

Miller apretó los dientes.

—Clarens. Todo esto es obra suya. Me ha estado manipulando desde el principio.

El detective arqueó una ceja.

—¿Tienes pruebas?

Miller golpeó la mesa con el puño.

—¡Las tenía! Pero desaparecieron. Justo como él planeó.

Hargrove permaneció en silencio unos segundos.

—Voy a ser honesto contigo, Miller. Hay algo que no cuadra. Clarens no es un santo, eso lo sabemos, pero también tiene una coartada difícil de romper. Si realmente es el culpable, necesito algo sólido. Algo más que suposiciones.

Miller respiró hondo.

—Dame una oportunidad. Solo una. Déjame demostrar que todo esto es una farsa.

Hargrove lo miró con intensidad, como si estuviera evaluando si valía la pena arriesgarse. Finalmente, se inclinó hacia adelante.

—No puedo soltarte.

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El sonido del martillo del juez resonó en la sala como el golpe final de una condena ya escrita.

—El acusado, Nathan Miller, es encontrado culpable de los cargos de asesinato en primer grado, obstrucción de la justicia y alteración de la escena del crimen. Se le sentencia a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.

El silencio que siguió fue más ensordecedor que cualquier grito. Miller sintió un vértigo súbito, como si el suelo bajo sus pies hubiera desaparecido. La jueza, con su expresión impasible, se alzaba como una diosa indiferente ante su destino.

Su abogado, un defensor público que apenas había mostrado interés en su caso, suspiró y murmuró un débil "lo siento" antes de recoger sus papeles. La fiscalía había hecho un trabajo impecable, pero no porque fueran brillantes, sino porque las pruebas en su contra eran irrefutables.

Sus huellas estaban en todas partes: en los cuerpos, en las armas, en las cartas macabras enviadas a la policía, incluso en pruebas que él ni siquiera recordaba haber visto. Era como si alguien hubiera tejido un tapiz perfecto de culpabilidad con su ADN.

Y Miller sabía quién era ese alguien.

Clarens.

El maestro titiritero había logrado lo imposible: convertirlo en el monstruo que todos querían ver.

Lo esposaron y lo escoltaron fuera de la sala. Al pasar, vio a algunos de los familiares de las víctimas observándolo con odio. No los culpaba. Desde su perspectiva, él era un asesino despiadado.

Cuando salió del tribunal, la lluvia golpeó su rostro como una bofetada de realidad. Los flashes de las cámaras lo cegaron mientras los periodistas gritaban preguntas que no tenía cómo responder.

—¡Miller! ¿Qué siente al saber que pasará el resto de su vida en prisión?

—¿Por qué lo hiciste?

—¿Tienes algo que decir a las familias de las víctimas?

Ignoró las voces. Nada de lo que dijera cambiaría lo que todos ya creían.

La llegada al infierno

La prisión de máxima seguridad no era como en las películas. No había una bienvenida violenta ni un jefe de la mafia esperándolo en el patio. Solo un vacío inquebrantable. Un lugar donde la esperanza iba a morir lentamente, día tras día.

Lo desnudaron, lo inspeccionaron, le entregaron un uniforme gris con su número de recluso bordado en el pecho. Luego, lo escoltaron hasta su celda: una habitación estrecha, con una litera oxidada, un inodoro sin privacidad y un ventanuco que apenas dejaba entrar la luz.

La puerta se cerró con un estruendoso "CLANG".

Ahora sí estaba atrapado.

La primera noche fue un suplicio. No podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Sarah, la mujer que no había podido salvar. O el de Clarens, con su sonrisa burlona, en algún lugar de la ciudad, disfrutando su victoria.

Al amanecer, lo llevaron al comedor. El ambiente era tenso, con grupos de reclusos repartidos en mesas según jerarquías invisibles. Algunos lo observaban con curiosidad, otros con hostilidad. Pronto entendería que aquí no importaba la verdad. Solo importaba la supervivencia.

Un mensaje inesperado

Los días pasaron en una monotonía desesperante. Pero entonces, algo sucedió.

Una tarde, mientras regresaba a su celda, encontró un sobre bajo su colchón. No tenía remitente. Lo abrió con manos temblorosas y leyó las palabras escritas con tinta roja:




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