La Máscara Perfecta

Capítulo 33: Reflejos de una trampa

El juego había cambiado.

Clarens siempre había sido el arquitecto de su propio destino, el titiritero que movía los hilos desde las sombras. Pero ahora, alguien más estaba jugando con él.

El asesinato de James Hall no solo había sido impecable; había sido un reflejo de su propio trabajo. Sin huellas, sin rastros, sin cabos sueltos. Pero lo más perturbador no era la precisión del crimen, sino el mensaje que llevaba implícito.

Alguien lo estaba imitando.

O peor aún… alguien estaba tratando de superarlo.

Sentado en su oficina, Clarens deslizó una pequeña tarjeta entre sus dedos. Había llegado a su despacho esa mañana, sin remitente, sin rastros de quién la había enviado.

Una simple frase estaba escrita en tinta negra:

"Las sombras no pueden escapar de sí mismas."

Clarens entrecerró los ojos. No era una amenaza. Era un recordatorio.

Alguien conocía su estilo. Alguien conocía su método. Alguien sabía exactamente cómo pensaba.

Y eso lo inquietaba.

El asesinato de Hall había sido perfecto. Clarens no sentía apego por aquel hombre, pero lo conocía. Sabía que Hall trabajaba como informante para varias personas poderosas en la ciudad, vendiendo información al mejor postor. Lo que hacía su muerte aún más inquietante era la ejecución impecable.

Ninguna pista. Ningún testigo. Ninguna huella.

Era su propio reflejo en un espejo.

Un reflejo que no debería existir.

Horas después, en la misma oficina donde Clarens meditaba en silencio, Augustus Crowley llegó sin anunciarse. El hombre de cabello gris se quitó el abrigo con un gesto pausado y se dejó caer en el sillón frente a él.

—No puedes ignorar esto, Clarens.

Clarens ni siquiera lo miró. Sus ojos seguían fijos en la tarjeta sobre el escritorio.

—Estoy perfectamente al tanto de lo que está pasando.

Crowley entrelazó los dedos sobre su regazo.

—Alguien está replicando tus movimientos. Y lo está haciendo demasiado bien.

Clarens tomó la tarjeta y la giró entre sus dedos.

—Si están copiándome, significa que quieren mi atención.

—¿Y si quieren algo más que eso?

Clarens esbozó una sonrisa ligera.

—Entonces, será un placer conocerlos.

Crowley exhaló con impaciencia.

—No te das cuenta, ¿verdad? Esto no es un simple imitador. Es alguien que te estudió, alguien que sabe lo que harás antes de que lo hagas.

Clarens alzó una ceja.

—Nadie sabe lo que haré antes de que lo haga.

Crowley lo miró con seriedad.

—¿Estás seguro? ¿O simplemente subestimaste a quien está moviendo las piezas ahora?

Clarens dejó la tarjeta en la mesa y tomó un sorbo de whisky.

Pero en el fondo, aquella pregunta le carcomía la mente.

Mientras tanto, en Blackridge, Miller comenzaba a notar algo extraño en su cuerpo.

Al principio, había sido solo una molestia leve. Un malestar en el estómago, un cansancio que atribuía a la monotonía de la prisión. Pero cada día se volvía más evidente que algo no estaba bien.

Su piel se veía más pálida. Su pulso era errático. La comida sabía extraña.

Y entonces, una noche, su cuerpo colapsó.

Se desplomó en el suelo de su celda, sin poder respirar. Un sudor frío cubría su piel mientras un dolor indescriptible le retorcía las entrañas.

Los guardias lo encontraron minutos después, convulsionando, con la mirada perdida en el techo.

No tenía heridas. No tenía golpes. Pero estaba muriendo.

Cuando despertó, estaba en la enfermería de la prisión. Su visión era borrosa, pero distinguió la silueta de un médico revisando su pulso.

—Tuviste suerte —dijo el doctor con voz neutral—. Si hubieras llegado unos minutos más tarde, no estarías aquí.

Miller intentó hablar, pero su garganta estaba seca.

—¿Qué… qué pasó?

El médico lo miró con seriedad.

—Fuiste envenenado.

Las palabras cayeron sobre él como un golpe.

—¿Qué tipo de veneno?

—Uno que actúa lentamente. Alguien ha estado dándotelo en pequeñas dosis. Suficientes para debilitarte, para hacerte sufrir. Pero no lo suficiente como para matarte de inmediato.

Miller apretó los dientes.

Esto no era un intento de asesinato impulsivo.

Era tortura.

Alguien quería que muriera poco a poco.

Alguien quería que sintiera cada momento de su propia destrucción.

Y entonces lo entendió.

Clarens.

No…

Alguien más.

Porque Clarens no dejaba cabos sueltos. Clarens nunca haría algo tan descuidado.

Esto no era su estilo.

Esto era alguien más.

Alguien que se estaba infiltrando en el juego.

Alguien que estaba eliminando las piezas con su propio método.

Miller cerró los ojos con dificultad.

El envenenamiento no era un error. Era un mensaje.

Y el mensaje era claro:

"El verdadero enemigo aún no ha mostrado su rostro."

Esa misma noche, en su oficina, Clarens recibió un segundo mensaje.

No había sobre, ni remitente. Solo una hoja blanca con una sola palabra escrita en tinta negra:

"Paciencia."

Clarens frunció el ceño.

Alguien estaba jugando con él.

Y esa simple palabra tenía un significado peligroso.

Porque, en su mundo, la paciencia no significaba esperar.

Significaba que alguien estaba preparando el golpe final.




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