La ciudad de Blackridge dormía inquieta, envuelta en una penumbra densa donde las luces de neón titilaban como falsas promesas. Calles desiertas, callejones oscuros y el eco de pasos que desaparecían en la distancia. En esa oscuridad, tres hombres buscaban respuestas, cada uno atrapado en su propio laberinto de dudas y certezas quebradas.
Clarens se ajustó el abrigo y se hundió en la multitud que ocupaba el club clandestino de Blackridge. El lugar era un hervidero de criminales, informantes y hombres que traficaban con secretos más valiosos que el dinero.
Se sentó en una mesa apartada, su presencia atrayendo miradas discretas. No temía. Quería que supieran que estaba allí. Quería que su observador, quienquiera que fuera, comprendiera que no se escondería.
El hombre con el que tenía la cita llegó tarde. Pálido, nervioso, con las manos temblorosas, se dejó caer en la silla frente a Clarens.
—No debiste venir aquí —murmuró, lanzando miradas a su alrededor—. No sabes lo que está en juego.
Clarens entrecerró los ojos.
—Dímelo tú.
El hombre tragó saliva.
—El almacén… no era solo el escondite del imitador. Hay algo más allí. Algo que no deberías ver.
Clarens sintió que la conversación se desviaba hacia lo desconocido, pero no tuvo tiempo de presionar. Una sombra se cernió sobre ellos. Un disparo.
El hombre cayó sobre la mesa, su sangre tiñendo el mantel de rojo.
Clarens no se inmutó.
Solo alzó la vista, buscando en la multitud al francotirador que acababa de sellar el destino de su contacto.
El juego ha cambiado, pensó.
Miller recorrió el almacén con pasos calculados. Sabía que estaba cerca de algo grande. La máscara con el transmisor había sido solo la primera pista.
En la habitación trasera, la nota sobre la mesa lo observaba como un desafío silencioso.
"Un peón ha caído. ¿Quién será el próximo?"
Su mandíbula se tensó.
El titiritero estaba jugando con él, moviendo las piezas con precisión quirúrgica. Pero Miller no era un peón. Era un cazador.
Un ruido lo alertó. Pasos ligeros, apenas perceptibles. Se giró con rapidez, desenfundando su arma.
Nada.
Solo sombras, danzando con la luz intermitente de una lámpara defectuosa.
Miller sabía que no estaba solo.
—Si quieres jugar, muéstrate —murmuró al vacío.
El silencio fue su única respuesta.
Pero entonces lo vio.
Una cámara de vigilancia en la esquina de la sala, oculta en la penumbra.
Apuntaba directamente hacia él.
Miller se acercó, notando un detalle inquietante: la cámara no estaba conectada a ningún sistema visible.
Alguien estaba observándolo en tiempo real.
Y ese alguien quería que él lo supiera.
En su celda, el imitador sintió la opresión de la realidad envolviéndolo.
La máscara había caído. Ya no era Clarens. Ya no era nadie.
Pero había algo que aún tenía.
Información.
Cuando el guardia se acercó, el imitador alzó la vista y sonrió.
—Quiero hablar.
El guardia soltó una risa seca y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Todos quieren hablar cuando están aquí dentro.
El imitador inclinó la cabeza. Su sonrisa permanecía, pero en sus ojos brillaba algo distinto: no desesperación, sino certeza.
—Yo no quiero un trato. Solo quiero que le entregues un mensaje a Miller.
El guardia frunció el ceño, pero la curiosidad pudo más que el desinterés.
—¿Y qué tengo que decirle?
El imitador se acercó despacio hasta los barrotes, con los ojos clavados en el hombre al otro lado.
—Dile que busque en la muñeca del cadáver del imitador. No el mío. El verdadero.
El guardia lo miró con escepticismo.
—¿Crees que no revisamos los cuerpos?
—No como deberías —respondió el imitador, inclinándose aún más hacia los barrotes—. Y cuando lo hagas, te darás cuenta de que todo esto es un maldito juego. Uno en el que tú también eres un peón.
El guardia se quedó en silencio unos segundos antes de dar media vuelta y alejarse.
El imitador se recostó contra la pared de su celda.
Ya había sembrado la duda.
Ahora solo quedaba esperar.
Miller dejó la cámara en su lugar. No podía desactivarla sin alertar a su dueño. Pero lo que sí podía hacer era dar el siguiente paso antes de que el titiritero lo hiciera por él.
El almacén había sido un punto de control, no solo para el imitador, sino para alguien más.
Salió del lugar con rapidez, envuelto en una sensación de urgencia que no lo abandonó ni cuando encendió el motor de su auto.
Antes de llegar a la estación de policía, su teléfono vibró.
Era un mensaje anónimo.
"Demasiado lento, Miller."
Su mandíbula se tensó.
El titiritero lo estaba desafiando.
Pero esta vez, no iba a permitir que se adelantara.
Clarens dejó el club poco después del disparo. Sabía que quedarse solo provocaría más preguntas, y él prefería ser quien las hiciera.
Mientras caminaba por las calles de Blackridge, su mente analizaba cada posibilidad.
El hombre que había sido asesinado mencionó el almacén.
El almacén donde Miller había estado.
Demasiadas coincidencias.
Clarens no creía en las coincidencias.
Al llegar a su refugio, encontró una sorpresa esperándolo en la puerta: un sobre negro, pegado con cinta adhesiva a la madera.
Lo tomó con precaución y lo abrió.
Dentro, solo había una imagen.
Una muñeca con una cicatriz.
Una muñeca humana.
El cadáver del verdadero imitador.
Y un mensaje escrito a mano:
"Tu turno."
Clarens cerró el sobre con lentitud, sintiendo que el juego acababa de volverse mucho más personal.
Alguien estaba moviendo las piezas con precisión quirúrgica.
Pero él aún no había mostrado todas sus cartas.
El juego de las máscaras no había terminado. Solo estaba comenzando.