Miller llegó a la estación de policía con la adrenalina bombeando en sus venas, la mente en alerta máxima. El mensaje anónimo lo había puesto en guardia, la certeza de que el titiritero estaba jugando con él, moviendo las piezas en un tablero invisible. Esta vez, Miller no iba a ser un peón, sino el cazador.
Entró en la morgue, donde el cuerpo del verdadero imitador yacía sobre una mesa de metal, un recordatorio sombrío de la red de intrigas en la que se había enredado. El forense lo miró con suspicacia, sus ojos reflejando la desconfianza.
—¿Qué haces aquí, Miller? —preguntó, con un tono que mezclaba curiosidad y molestia—. No tienes jurisdicción en este caso, esto no es asunto tuyo.
—Tengo información crucial —respondió Miller, ignorando la mirada del forense, su voz resonando con una urgencia que no admitía réplica—. Necesito revisar el cuerpo, hay algo que debo encontrar.
El forense resopló, pero Miller no le dio tiempo a protestar. Se acercó al cuerpo, examinando la muñeca del imitador con atención meticulosa. Allí, oculta bajo la piel, encontró una pequeña cicatriz, casi imperceptible, un rastro del pasado que alguien había intentado borrar.
Con un bisturí, abrió la cicatriz, revelando un microchip oculto. Lo extrajo con cuidado, sintiendo el peso de la información que contenía, y lo guardó en un sobre, un tesoro peligroso.
—¿Qué es eso? —preguntó el forense, con curiosidad, sus ojos fijos en el microchip.
—Información —respondió Miller, sin darle más detalles, sin revelar sus cartas—. Información que puede resolver este caso.
Salió de la morgue con el microchip en el bolsillo, sintiendo que se acercaba a la verdad, a la raíz del laberinto. Pero sabía que el titiritero no se lo pondría fácil, que aún quedaban obstáculos por superar, secretos por desenterrar.
En su celda, el imitador sonrió al escuchar los pasos del guardia acercándose, un eco que anunciaba la llegada de su mensaje. Sabía que su información había llegado a destino, que la semilla de la duda había sido plantada.
El guardia se detuvo frente a su celda, con el ceño fruncido, sus ojos reflejando la confusión.
—Miller revisó el cuerpo —dijo, con un tono que mezclaba incredulidad y curiosidad—. Encontró algo, un microchip.
El imitador asintió, su sonrisa ensanchándose.
—Lo sabía —dijo, con un tono que revelaba una satisfacción oscura—. Ahora, dile que busque en los archivos de la policía, que desentierre el pasado. Hay un caso sin resolver, un asesinato que ocurrió hace años, un fantasma que aún acecha. La víctima era un hombre llamado…
El imitador hizo una pausa, como si buscara el nombre en su memoria, como si saboreara la incertidumbre.
—…Clarens —dijo, finalmente, su voz resonando con un eco de advertencia.
El guardia lo miró con incredulidad, sus ojos reflejando la sorpresa.
—¿Clarens? —preguntó, con un tono que denotaba la incredulidad—. ¿El mismo Clarens?
El imitador sonrió, sus ojos brillando con una luz maliciosa.
—El mismo —dijo, con un tono que revelaba una certeza oscura—. Dile que busque la conexión, que desentrañe el misterio.
El guardia se alejó, dejando al imitador solo en su celda, sumido en la oscuridad. Este cerró los ojos, recostándose contra la pared, sintiendo el peso de la información que había revelado. El juego estaba llegando a su clímax, las piezas se movían rápidamente, y el final se acercaba.
Clarens observó la imagen de la muñeca con la cicatriz, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda, un presagio helado. Sabía que el mensaje era para él, un recordatorio del pasado que alguien quería desenterrar. Alguien quería que recordara un fantasma, un secreto que había intentado ocultar.
Tomó su teléfono, marcando el número de un contacto en la policía, un aliado en la sombra.
—Necesito información sobre un caso antiguo —dijo, con un tono que denotaba urgencia—. Un asesinato, un fantasma del pasado. La víctima se llamaba…
Hizo una pausa, recordando el nombre que el imitador había mencionado, el eco de una advertencia.
—…Clarens —dijo, finalmente, su voz resonando con un eco de incertidumbre.
El contacto se quedó en silencio por unos segundos, como si procesara la información, como si buscara en su memoria.
—Ese caso nunca se resolvió —dijo, finalmente, su voz resonando con un eco de misterio—. Desapareció de los archivos, borrado como si nunca hubiera existido.
Clarens frunció el ceño, sintiendo que el laberinto se volvía cada vez más oscuro, más intrincado.
—¿Desapareció? —preguntó, con un tono que denotaba incredulidad.
—Sí —respondió el contacto, con un tono que revelaba la confusión—. Como si alguien hubiera borrado su rastro, como si nunca hubiera existido.
Clarens colgó el teléfono, sintiendo que el laberinto se cerraba a su alrededor, que alguien estaba borrando su pasado, intentando reescribir la historia, convertirlo en un fantasma.
Pero Clarens no iba a permitirlo. Él era el maestro del juego, el arquitecto de su destino, y no iba a dejar que nadie lo convirtiera en un peón, en una marioneta sin hilos.
Tomó su abrigo, saliendo de su refugio, dispuesto a desenterrar los secretos que alguien intentaba ocultar, a enfrentar los fantasmas del pasado. El juego de las máscaras había entrado en una nueva fase, y Clarens estaba listo para revelar sus cartas.