La niebla cubría la ciudad como un sudario, ocultando los rastros de la batalla que acababa de ocurrir. Clarens se movía entre las sombras con la eficiencia de un depredador herido. La herida en su costado ardía con cada paso, pero no podía detenerse. No aún.
Cada callejón, cada rincón de la ciudad, podía esconder ojos observándolo. Sabía que el disparo no había pasado desapercibido. La policía podía estar en camino, o peor aún, otros cazadores.
Tenía que desaparecer.
A unas pocas cuadras, encontró un edificio abandonado. La puerta estaba entreabierta, como si invitara a los fantasmas de la ciudad a entrar. Clarens se deslizó dentro sin hacer ruido, cerrando la puerta tras de sí.
La habitación estaba en ruinas. Paredes descascaradas, cristales rotos esparcidos por el suelo, un olor a humedad y abandono impregnando el aire. Perfecto. Nadie lo buscaría aquí.
Se quitó el abrigo empapado en sangre y se desabrochó la camisa, examinando la herida. El disparo había rozado su carne, desgarrándola en una línea ardiente. No era mortal, pero necesitaba atención.
Rasgó un pedazo de su camisa y lo presionó contra la herida, apretando los dientes cuando la punzada de dolor recorrió su cuerpo. Respiró hondo. Control. Siempre control.
El reflejo en un espejo roto le devolvió la imagen de un hombre bañado en sangre, sus ojos oscuros como la noche misma. No era la primera vez que se veía así.
Ni sería la última.
Su teléfono vibró en el bolsillo de su pantalón. Nadie tenía ese número. Excepto una persona.
Respondió sin decir una palabra.
—Clarens —susurró una voz al otro lado, grave y medida.
Miller.
—No me interesa jugar a las adivinanzas —respondió Clarens, con voz neutral.
—Entonces hablaré claro. El Titiritero ya sabe que sigues con vida. Y esta vez, quiere verte caer.
El silencio se extendió entre ellos por un instante.
—Que haga su intento —dijo Clarens finalmente.
Miller soltó una leve risa, sin rastro de humor. Sabía que Clarens no era alguien que retrocediera.
—Escucha, esto no es solo sobre venganza —continuó Miller—. Están limpiando la ciudad. Gente desapareciendo, rastros borrados. Esta noche no serás el único en su lista.
Clarens se pasó la lengua por los dientes, pensativo. Las cosas estaban escalando demasiado rápido.
—Envíame todo lo que tengas. —Ordenó.
—Ya está en camino. —Hubo una pausa, y luego Miller agregó—: No confíes en nadie, ¿verdad?
Clarens sonrió.
—Tú tampoco deberías.
Colgó.
Segundos después, su teléfono vibró con un nuevo mensaje. Fotos adjuntas.
Clarens abrió el archivo. Cadáveres.
Gente que él reconocía. Algunos rostros familiares del bajo mundo. Otros, simples peones en el tablero de ajedrez del Titiritero. Todos con un detalle en común:
La piel marcada con hilos, como si fueran marionetas rotas.
—Un mensaje —murmuró Clarens. Una advertencia.
Pero él nunca había sido de los que se asustaban fácilmente.
Clarens cerró los ojos por un momento, planeando su siguiente movimiento.
El Titiritero quería guerra.
Bien. Se la daría.
Arrancó el vendaje improvisado de su costado y lo reemplazó con otro, apretando con fuerza. Luego, se puso de pie, recogió su cuchillo y lo limpió con cuidado. El filo brilló bajo la luz tenue.
El juego no había terminado. Apenas estaba comenzando.
Con un último vistazo al reflejo en el espejo roto, salió del edificio y se perdió en la noche.
La ciudad dormía, pero en la oscuridad, las sombras se movían con intenciones homicidas. Clarens avanzaba por los callejones, su herida aún ardiendo bajo el vendaje improvisado. No podía permitirse el lujo de detenerse. Cada segundo que perdía era una oportunidad para que el Titiritero diera su siguiente paso.
Un auto negro lo seguía a distancia. No necesitaba mirar atrás para saberlo. Lo había notado hace tres calles, moviéndose con la misma cadencia que sus pasos, siempre a la misma velocidad, siempre demasiado cerca para ser una coincidencia.
Los perros del Titiritero estaban en su caza.
Sin romper su ritmo, Clarens dobló en un callejón angosto y desapareció entre las sombras. La niebla cubría la ciudad como un manto pesado, difuminando las siluetas y apagando los sonidos. Pero él sabía moverse en la penumbra. Él era la penumbra.
Cuando el auto dobló la esquina, Clarens ya estaba sobre él.
Saltó sobre el capó con la agilidad de un depredador, su cuchillo trazando una línea mortal en el parabrisas. El conductor apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que el filo se hundiera en su cuello. Un borbotón de sangre empapó el interior del vehículo.
El otro pasajero sacó un arma, pero Clarens ya había abierto la puerta y lo arrastró fuera. Con un movimiento certero, le rompió el brazo contra la pared de ladrillos, haciendo que la pistola cayera al suelo. Antes de que pudiera gritar, su cuchillo perforó su corazón.
Dos menos.
Cuando el último aliento abandonó al hombre, su teléfono vibró en su bolsillo. Clarens, aún cubierto de sangre, lo sacó y miró la pantalla.
Un mensaje.
"¿Te diviertes, Clarens? Espero que sí. La función apenas comienza."
Adjunta al mensaje, una imagen. Una mujer atada a una silla, la cara ensangrentada, los ojos llenos de terror. Un reloj detrás de ella marcaba la hora: 2:45 a.m.
Clarens sintió un escalofrío recorrer su columna. No por miedo, sino por la certeza de lo que debía hacer.
Respiró hondo, guardó su cuchillo y comenzó a moverse. No había tiempo que perder.