La Máscara Perfecta

Capítulo 51: Marionetas

El hospital Saint Delphine parecía respirar. Clarens avanzaba entre pasillos deformes, donde la arquitectura no obedecía leyes humanas. Los muros se estrechaban tras él, como si el edificio quisiera atraparlo. El aire olía a descomposición y metal caliente, una mezcla imposible que despertaba memorias que no le pertenecían.

Las paredes susurraban, no con el eco hueco de la reverberación, sino con voces que parecían surgir de la propia materia, de entre el yeso podrido y los tubos oxidados. Voces de pacientes cuyos gritos se habían perdido en los confines del hospital, de médicos consumidos por la locura, de víctimas que nunca encontraron la salida. Clarens avanzaba con cautela, el cuchillo aferrado con fuerza, sabiendo que el hospital no era un lugar, sino una entidad, una mente enferma que jugaba con sus recuerdos y sus miedos.

Era una trampa. Un recuerdo enfermo.

Llegó a una cámara circular. La luz provenía del suelo. Hilos de acero bajaban desde el techo en espiral, y una figura descendía por ellos. No caminaba. No tenía rostro. Estaba compuesta de partes humanas mal unidas, carne vieja mantenida viva por fuerza desconocida.

En su mano extendida, una ficha de ajedrez: un peón negro.

—¿Qué es esto? —susurró Clarens.

La figura habló con una voz que no era voz, un eco múltiple, con tono de niño y anciano, hombre y mujer, metal y carne:

—Tú, Clarens. Eres esto. Un peón. Una herramienta que se cree libre. Un error útil.

Clarens apretó el cuchillo, pero los hilos descendieron a su alrededor, rozándole el cuerpo, como si el hospital quisiera probar su temperatura. El espejo al fondo de la sala comenzó a agitarse como agua negra. De él surgió una imagen: su apartamento, su cama, la figura bajo ella aún ahí. Aún esperándolo.

El reflejo lo observaba. No era él. No exactamente. Tenía sus ojos, pero eran huecos. Fríos. Clarens retrocedió, pero los hilos lo empujaron hacia adelante.

—Mata al reflejo o conviértete en él —susurró la figura suspendida.

Clarens lanzó el cuchillo contra el espejo. El vidrio estalló. Pero no hubo explosión. Hubo un tirón. Como si la gravedad cambiara. Fue absorbido. Lo último que vio fue su rostro deshaciéndose entre los fragmentos.

– Tercer piso del hospital

Miller caminaba lentamente por un corredor donde las luces titilaban sin ritmo. Los monitores encendidos mostraban imágenes imposibles: Clarens en pasillos que Miller no había cruzado, rodeado de figuras colgantes, todos con máscaras sin rostro.

Intentó comunicarse. Ruido blanco. Una voz respondió, pero no era Clarens:

—No puedes salvar a quien ya es parte del diseño.

Una puerta se abrió sola. Dentro, una sala de control con decenas de pantallas. Todas lo observaban. Una cámara sobre su hombro mostraba su propia espalda. Se giró. Nada.

Una pantalla mostró a Clarens. Y Clarens, en la pantalla, lo miró. Directamente.

—Demasiado tarde —dijo.

Miller apuntó con su arma al monitor, pero no disparó. Otro monitor se encendió. Y otro. Todos con su rostro. Distorsionado. Cansado. Roto. Vigilado.

En la consola, un botón solitario. Rojo. Palpitante.

Lo presionó.

El hospital rugió.

– Subnivel del hospital

Clarens despertó en una sala blanca. Limpia. Inmóvil. Estaba atado a una camilla. Frente a él, un cuerpo sin cabeza conectado a cables. Pantallas que medían señales que no existían.

La figura enmascarada estaba junto a él. Ahora tenía rostro. El suyo. Pero más viejo. Más vacío.

—Bienvenido al umbral —dijo. Su voz era serena.

Clarens se incorporó, rompiendo las correas. La figura no reaccionó. Solo extendió un brazo y mostró un archivo con su nombre.

Expediente: CLARENS, DANIEL. Estado: Sujeto activo. Observación final iniciada.

Clarens lo arrebató y leyó con rapidez. Todos sus movimientos. Todas sus elecciones. Cada asesinato, cada decisión... había sido registrado antes de que ocurriera.

—¿Quién escribió esto? —gritó.

—Isaac Voss no escribe —respondió la figura—. Isaac Voss es el lenguaje.

La sala comenzó a temblar. Del techo descendían brazos de marioneta. Un ojo enorme se abría en la pared opuesta, observando cada detalle.

Clarens corrió. Rompió una de las ventanas falsas del fondo y cayó a través de un pasadizo estrecho.

– Sala central

Miller bajó al nivel inferior, siguiendo el rastro de la locura. Lo que vio fue una abominación, un altar de carne y metal, cables vivos que serpenteaban entre órganos conectados a máquinas, seres a medio formar colgando como carne en un matadero.

Y en el centro, una figura sentada ante una terminal. Sus dedos eran filamentos de cobre. Su rostro, una máscara rota.

—Isaac Voss —murmuró Miller.

La figura se giró.

—Has llegado tarde, Miller. Ya no se trata de él. Se trata de ti.

Pantallas se encendieron, proyectando su infancia, sus secretos, sus recuerdos, todo expuesto sin su permiso, como si su vida fuera una película proyectada en un cine de la locura.

Una voz estalló por todo el hospital:

—6:00 a.m.

Las luces se apagaron, sumiendo el hospital en la oscuridad.

Y el espectáculo, finalmente, comenzó.




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