La Máscara Perfecta

Capítulo 53: El Último Error

Clarens descendía por un corredor bañado en luces estroboscópicas. Cada paso lo conducía más profundo en la mente enferma del hospital y, sin saberlo, también al origen de su propia pesadilla. Al fondo, una puerta entreabierta dejaba escapar una luz amarillenta, temblorosa.

Dentro, la sala parecía haber sido un quirófano. Las paredes estaban cubiertas de símbolos escritos con sangre seca. Monitores antiguos chispeaban estáticos. Y en el centro, de pie junto a una silla metálica, lo esperaba Isaac Voss.

No era una máquina. No era un dios. Era solo un hombre. Envejecido, distorsionado, descompuesto. El cabello largo y sucio, la piel pálida, marcada con cicatrices autoimpuestas. Un ojo cubierto por una venda. El otro, encendido por una furia que había fermentado durante décadas.

—Has tardado mucho —murmuró Voss, su voz ronca por años de aislamiento—. Pero el tiempo no importa para los que recuerdan todo.

Clarens levantó el cuchillo, pero Voss no retrocedió.

—¿Qué eres? —preguntó Clarens.

—Soy el que lo perdió todo —dijo Voss, avanzando—. Inventé algo que nadie entendió. Quise reescribir la mente humana... y me arrojaron a la oscuridad. Todo porque él me traicionó.

Se detuvo a un metro de Clarens. Los ojos se le llenaron de lágrimas sucias.

—Y ahora estás aquí... con su rostro. Con su maldita voz. ¿No lo ves? Eres él. Eres mi fracaso personificado.

—Yo no soy esa persona —respondió Clarens, retrocediendo con cautela.

—¡Mientes! ¡Siempre mientes! —Voss sacó un bisturí oxidado de su túnica y se lanzó sobre Clarens.

La lucha fue violenta. El bisturí raspó el hombro de Clarens mientras éste se defendía con su cuchillo. Golpes torpes, salvajes. Voss gritaba cosas sin sentido, nombres antiguos, frases del experimento que sólo él recordaba. Cada puñalada era un intento de borrar su culpa.

Clarens logró derribarlo, pero Voss rodó y lo derribó también. Montado sobre él, alzó el bisturí.

—¡Muere! ¡Muere igual que el primero!

¡BANG!

Un disparo cortó el aire. Voss se quedó congelado, la boca abierta, el filo temblando en sus manos.

Otro disparo. Esta vez, directo al pecho.

Voss cayó hacia un costado, con un sonido hueco. Sangraba en silencio.

Miller bajó su arma, jadeando. Su rostro era una mezcla de rabia y alivio.

—¿Estás bien? —preguntó, sin acercarse aún.

Clarens asintió, incorporándose con dificultad. Voss agonizaba entre ellos, su mirada fija en el techo.

—No funcionó... nunca funcionó —susurró—. Él no era tú... pero era igual... tan igual...

Y entonces, Voss murió. No como un monstruo, sino como lo que había sido desde el principio: un hombre roto por sus propias creaciones.

El hospital comenzó a temblar. Clarens y Miller se miraron, sin palabras.

Era hora de salir. De dejar atrás al hombre que quiso reescribir la mente y terminó condenado por la suya propia.

La muerte de Voss no trajo silencio. Al contrario, pareció desatar una tormenta contenida. Las luces comenzaron a parpadear violentamente. Un sonido grave, como un latido monstruoso, retumbaba desde las profundidades del hospital. Las paredes temblaban. El edificio se estaba colapsando, no solo físicamente, sino mentalmente. Como si su única razón de existencia hubiera sido sostener la mente enferma de Voss.

Clarens y Miller se ayudaron a levantarse. El pasillo por el que Miller había llegado se desmoronaba. El techo se agrietaba y las puertas chirriaban sin control. Ambos corrieron, sin mirar atrás.

—¿Y si esto no es real? —gritó Clarens mientras esquivaban escombros.

—No importa —respondió Miller—. ¡Vamos a salir igual!

Bajaron por una escalera lateral. El hospital cambiaba de forma a cada paso. Una habitación se multiplicaba en tres. Un corredor parecía no tener fin. Pero la rabia, el dolor y el miedo eran brújula suficiente.

—¿Crees que realmente fuimos parte de su experimento? —preguntó Clarens, jadeando.

Miller lo miró brevemente, sin dejar de correr.

—No importa lo que fuimos. Importa lo que no nos convirtió. Aún estamos vivos.

Y lo estaban. Aunque todo ardiera a su alrededor.

El cielo estaba cubierto de nubes grises, pero la luz del amanecer comenzaba a asomar. Ambos hombres salieron por una puerta trasera derrumbada, justo antes de que una explosión interna hiciera colapsar el ala este del edificio.

Desde el exterior, el hospital Saint Delphine parecía desplomarse sobre sí mismo, como si nunca hubiera existido.

Clarens se sentó en el suelo, cubierto de sangre, tierra y recuerdos. Miller cayó junto a él.

Durante unos minutos, ninguno habló.

Y luego, Clarens rompió el silencio.

—¿Crees que todo terminó?

Miller encendió un cigarro con una mano temblorosa.

—No. Pero terminamos con él. Y eso es suficiente por hoy.

Clarens asintió. La venganza de Voss, su locura y su pasado habían quedado sepultados.

Pero ambos sabían que las cicatrices de ese lugar vivirían mucho después del amanecer.

Y que las mentes rotas no siempre mueren con sus creadores.




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