La Máscara Perfecta

Capítulo 55: Silencios en la Superficie

Tres días después

Clarens se sentó en el borde de su cama, con la luz de la mañana filtrándose a través de las cortinas polvorientas. Todo en su apartamento parecía igual, pero él sabía que no lo era. El hospital, Voss, las memorias enterradas, los ecos... cada noche los revivía.

Frente a él, una taza de café frío. No lo había probado. Solo lo había preparado por costumbre. Había vuelto a casa, pero algo de él se había quedado en las ruinas.

En el televisor del fondo, las noticias:

"Continúa la investigación sobre el colapso del antiguo hospital psiquiátrico Saint Delphine. Autoridades aseguran que la estructura abandonada cedió por una serie de filtraciones y movimientos telúricos, pero extraoficialmente hay versiones que apuntan a actividad ilegal y desapariciones recientes."

Clarens apagó la televisión.

En otro punto de la ciudad

Miller se lavaba la cara en el pequeño baño de su apartamento. El espejo estaba empañado. Por un momento, creyó ver el rostro de Voss reflejado tras él. Cerró los ojos. Volvió a mirar. Nada.

El trabajo había vuelto. Las llamadas, los correos, los informes. Había vuelto a su puesto como si nada. Pero ya no era el mismo hombre.

En su escritorio, entre documentos de rutina, una nota anónima había sido deslizada:

"Sabemos que sobreviviste. Aster también."

Miller la guardó en silencio. No habló de ella. Ni siquiera con Clarens.

En la calle

Un reportero se acercaba a la verja que rodeaba las ruinas del Saint Delphine. Policías y cintas amarillas lo bloqueaban. El olor a hollín y humedad aún impregnaba el aire.

"Fuentes extraoficiales afirman que se encontraron rastros de sangre humana en una de las alas derrumbadas, así como salas clandestinas que no figuraban en los planos originales del hospital. La policía no descarta una conexión con experimentos ilegales..."

La transmisión fue cortada abruptamente.

En casa de Clarens

El teléfono sonó.

Una voz distorsionada:

—Ella te está esperando.

Luego, silencio.

Clarens miró la libreta negra.

La ciudad parecía seguir su curso como si nada hubiera ocurrido. Como si un hospital no se hubiera derrumbado por dentro, como si no se hubieran liberado fantasmas de carne y memoria.

Pero en una pequeña cafetería del barrio Rivenhall, una mujer de cabello plateado y gafas oscuras esperaba junto a una ventana. Sus dedos delgados sostenían una taza de té, y en su bolso, cuidadosamente oculto, llevaba una carta firmada por Voss.

Su nombre era Aster.

No era científica. No era paciente. No era experimento. Aster había sido una conocida de Voss, una observadora, alguien que tiempo atrás compartió sus ideas cuando todavía eran solo teoría. Fue una colega en un momento en que todo parecía tener sentido.

Pero cuando vio lo que Voss empezó a construir, se alejó. Guardó silencio. No denunció. Solo huyó.

Y con el paso de los años, Aster se convirtió en un fantasma para quienes la buscaban. Voss la mencionaba en sus notas, no como enemiga, ni como cómplice. Solo como alguien que lo había visto por última vez cuando aún era humano.

Ahora, Aster miraba por la ventana como si supiera que algo nuevo estaba por comenzar.

Dejó un sobre sobre la mesa. Dentro, una fotografía vieja: ella, Voss y un niño en el centro. No decía quién era. Pero se parecía a Clarens. O a otro. O a muchos.

La camarera se acercó.

—¿Quiere algo más?

Aster negó con la cabeza.

—No. Me voy esta noche. Ya todo terminó.

Pagó y salió, perdiéndose entre la niebla de la mañana.

Y nadie la volvió a ver.

Clarens había pasado las últimas horas caminando sin rumbo por las calles de la ciudad. No podía dormir. No podía pensar. El nombre “Aster” lo había perseguido como una sombra más suave, más silenciosa, pero no menos inquietante.

Por impulso, entró en una cafetería pequeña, casi vacía, con olor a madera vieja y especias dulces. Se sentó junto a una ventana. Algo en el ambiente le resultaba extraño... conocido.

—¿Mesa compartida? —preguntó la camarera.

—No importa —respondió él, distraído.

Fue entonces cuando la vio.

Un sobre. Delicado. Apoyado sobre el borde del asiento opuesto. Como si alguien lo hubiera dejado allí a propósito. Como si alguien supiera que él pasaría por ese lugar.

Lo abrió con cuidado.

Dentro, una fotografía.

Tres personas. Una mujer elegante, de cabello plateado —Aster—. Un hombre joven, de mirada intensa —Voss—. Y entre ellos, un niño. El rostro era borroso, antiguo… pero algo en la forma del mentón, en los ojos, lo hizo tensarse.

¿Era él? ¿O alguien como él?

Al reverso, una única frase escrita a mano:

“El ciclo no empieza contigo. Ni termina contigo.”

Clarens apretó la fotografía con fuerza.

Aster se había ido. Pero dejó una señal. Una advertencia. Una huella.

Y él sabía que, tarde o temprano, la encontraría. No porque quisiera. Sino porque debía entender quién era realmente.




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