La Máscara Perfecta

Capítulo 57: Otro Yo!

La ciudad parecía haber olvidado. Los medios dejaron de hablar del derrumbe del hospital Saint Delphine, y las autoridades declararon que no había pruebas de actividades criminales, ni registros recientes de ingreso. El lugar fue sellado con una cerca metálica y advertencias de demolición. El resto, sepultado bajo el ruido diario.

Pero Clarens no había olvidado. No podía.

Los días pasaban con una quietud que parecía diseñada. Se levantaba, caminaba, respondía llamadas, comía. Como todos. Como se esperaba que hiciera. Pero por dentro, algo se removía, como una larva dentro del cráneo, intentando abrirse paso hacia la conciencia.

Una noche, al revisar una caja de objetos que había guardado después de su regreso, encontró una hoja suelta. Estaba doblada en cuatro, oculta entre recortes de prensa y páginas arrancadas de su libreta negra.

“La vieja sabía demasiado.”

Clarens se quedó inmóvil.

La frase, escrita con tinta corrida, no tenía fecha. No tenía firma. No recordaba haberla escrito. No recordaba haberla leído.

Y sin embargo, en cuanto la tuvo entre los dedos, el peso del recuerdo cayó como un yunque sobre sus hombros.

Doña Elvira.

La vecina del tercer piso. Viuda, amable, observadora. Había sido la única persona que alguna vez insinuó conocer partes de su historia que él mismo no terminaba de entender.

—“Hay cosas que uno siente… aunque nadie las diga.” —le había dicho una tarde, cuando él bajó la basura y la encontró junto al buzón.

Y luego aquella noche. Había ido a verla. O… ¿ella vino a verlo? El recuerdo estaba borroso, como envuelto en niebla. Sabía que habían hablado. Que hubo tensión. Que su voz tembló al decirle:

—“A veces el monstruo no viene de afuera. A veces… ya está adentro.”

Después de eso, todo se rompía. Fragmentos. Clarens frente a la puerta. El sonido del agua corriendo en la cocina. El reflejo de un cuchillo. ¿Dónde? ¿En su mano? ¿Sobre la mesa?

La policía no encontró signos de violencia. Muerte natural, dictaminó el forense. Pero Clarens recordaba el olor. A óxido. A gas. A miedo.

Se levantó bruscamente. Recorrió su apartamento. Revisó cajones. Su bolso. Papeles. Buscaba cualquier indicio, cualquier otra nota escrita a mano que lo vinculara. Algo que dijera que todo eso era una manipulación. O una confirmación.

No halló nada. Solo su respiración, cada vez más rápida, más hueca.

Encendió el televisor. Canal de noticias. En pantalla, un reportaje: “Vecinos aún recuerdan a la señora Elvira, fallecida en circunstancias poco claras tras el colapso del hospital.”

Clarens sintió que el piso vibraba.

Cambiaron a una imagen de archivo. Él aparecía. En la esquina, mirando hacia el lugar donde la ambulancia se había detenido. Su rostro no mostraba nada. Ni horror. Ni tristeza. Solo esa mirada vacía que no podía fingirse.

Apagó la televisión.

Volvió a la hoja. La frase parecía más oscura ahora.

“La vieja sabía demasiado.”

—¿Y tú qué sabías? —susurró al papel.

No recibió respuesta.

Esa noche no durmió. Caminó de un lado a otro. En algún momento se miró al espejo. Pensó que se veía distinto. Más delgado. Más pálido. Más… antiguo.

El reflejo lo observó.

Y por un instante, no le devolvió el gesto.

Fue suficiente para helarle la sangre.

Había escapado de Voss. De su sombra. Pero las verdaderas grietas estaban bajo su piel. En su memoria. En su silencio.

Y ahora sabía que, aunque el hospital se hubiera venido abajo, no todo lo que nació en sus pasillos estaba muerto.

Algunas cosas se quedaron con él.

Y otras… quizás eran él.

Clarens se había quedado dormido en el sofá, con la hoja aún entre sus dedos. Despertó de golpe, bañado en sudor, como si hubiese sido sacado de un sueño a medias por una mano invisible.

La televisión, que él recordaba haber apagado, chispeaba en blanco y negro. Imágenes sin sentido aparecían y desaparecían: un hospital vacío, una mujer con la espalda encorvada, una puerta que se abría sola. Cada escena duraba apenas un segundo, pero era suficiente para sembrar la inquietud.

Clarens intentó apagar el aparato, pero el control no respondía. Se acercó al botón manual. Justo cuando lo tocó, la imagen se congeló.

Era él. Parado frente a la puerta del apartamento de Doña Elvira.

Retrocedió instintivamente. El zumbido regresó. Profundo. Vibrante.

De pronto, las paredes comenzaron a deformarse ante sus ojos. Como si algo respirara tras el yeso. Las luces parpadearon, luego se apagaron por completo. El apartamento entero se sumió en una oscuridad pesada.

Del pasillo, una voz:

—Daniel… abriste la puerta.

Clarens tembló.

Esa no era la voz de Elvira.

Era su propia voz.

Pero distorsionada. Más grave. Más lenta. Como arrastrada desde otra conciencia.

Se acercó al pasillo con pasos inseguros. La puerta de su dormitorio estaba entreabierta. Dentro, algo brillaba.

Al empujarla, se encontró con una escena imposible:

La habitación ya no era suya. Era una réplica exacta de la cocina de Elvira. La tetera silbaba. El aire olía a gas. Y sentada en la silla, dándole la espalda, una figura delgada, con una manta sobre los hombros.

Clarens dio un paso. El suelo crujió.

La figura habló sin girarse:

—Tú me escuchaste. Pero elegiste no entender. Dijiste que querías que todo parara.

Él tragó saliva. Sabía lo que venía. Pero necesitaba escucharlo.

—¿Qué hice?

La figura se levantó, lentamente. Su forma era vagamente humana, pero su sombra era demasiado alta, demasiado alargada.

—No lo recuerdas. Pero tu otro yo sí lo hizo.

Clarens cerró los ojos. Quiso gritar. Pero no podía.

Cuando volvió a abrirlos, estaba en su cama.

Todo en orden. El televisor apagado. La hoja sobre la mesa. Su respiración agitada.

Miró sus manos. No temblaban. Pero el vacío en su pecho era tan profundo que sentía que iba a tragárselo por dentro.




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