La Mascarada Melodía.

2~ Sombras en el alba.

_“Cuando la luz del amanecer toca las sombras del destino, la verdad se convierte en un espejo que pocos se atreven a mirar.”_

Los altos muros de mármol blanco, gris y oro entrelazados me rodeaban mientras avanzaba por el corredor hacia el gran salón matutino, el lugar donde se servía el desayuno a los miembros de la familia real. El mármol, pulido hasta brillar, reflejaba la luz del sol que se filtraba por las ventanas de vitrales coloreados, creando un juego de luces y sombras que danzaban a lo largo de las paredes. Los techos, elevados y adornados con frescos representando escenas de la historia del reino, contribuían a la majestuosidad del lugar.

Las columnas, esculpidas con intrincados detalles de enredaderas y flores, sostenían arcos elegantes que se extendían a lo largo del pasillo. Las cortinas de terciopelo rojo colgaban pesadas en cada ventana, contrastando con la frialdad del mármol. A lo largo del corredor, candelabros dorados adornaban las paredes, sus luces parpadeantes añadiendo un toque cálido y acogedor al entorno imponente.

El palacio era más llamativo de lo que a mí me gustaría en lo personal, pero mi opinión debía ser solo para mí. Finalmente, llegué a la doble puerta de roble rojo del gran salón. Los intrincados relieves tallados en las puertas representaban escenas de batallas épicas y momentos de gloria del reino. Postrados a ambos lados de las puertas se encontraban Aron y Delios, dos de nuestros mejores guardias y espadachines. Sus armaduras brillaban a la luz de los candelabros, reflejando su dedicación y destreza.

Aunque muchos admiraban a los hermanos Torrent, también sabían que, aunque podían ser leyendas dentro de la historia humana, si se enfrentaban contra elfos, brujos u otras criaturas, solo serían como niños con palillos.

—Chicos.

Los saludé con una sonrisa, y ambos me correspondieron. A hurtadillas, asomaron una mano por detrás de sus espaldas para que les chocara los cinco, una pequeña tradición que teníamos desde siempre.

—Lady Lyssa.

Atravesé las imponentes puertas de roble rojo y entré en el gran salón. El lugar estaba adornado con candelabros dorados colgando del techo, que iluminaban la estancia con una luz cálida y tenue. Los ventanales, vigilados por guardias en sus puestos, dejaban pasar los primeros rayos de sol, haciendo brillar los elegantes cortinajes de terciopelo rojo. En la mesa principal, dispuesta en el centro del salón, se encontraban mis padres y mi hermana, Elena.

El salón estaba impregnado de una atmósfera de lujo y opulencia. Las paredes estaban cubiertas de tapices que narraban escenas de antiguas batallas y victorias del reino. Las sillas, con sus altos respaldos y cojines de terciopelo, estaban alineadas alrededor de la mesa de madera maciza, pulida hasta reflejar las luces de los candelabros.

Elena, radiante como siempre, charlaba animadamente con nuestros padres. Su voz melodiosa llenaba el salón mientras relataba su encuentro con un joven noble que, según ella, había intentado declararle su amor días atrás.

—Le dije que era muy poco para mí, que soy la hija del rey —dijo Elena con una sonrisa de suficiencia.

—Hiciste bien, hija —respondió nuestro padre, el rey Dorian, con orgullo en su voz—. Debes recordar siempre tu lugar y tu valía.

Al escuchar sus palabras, sentí una punzada de amargura. Mi corazón se encogió al ver cómo la atención y el cariño se centraban en Elena. Respiré hondo y avancé hacia la mesa, tratando de ignorar la opresión en mi pecho. Fue entonces cuando notaron mi presencia. De inmediato, el ambiente se tornó tenso. La única que se dirigió a mí fue Elena, y lo hizo con una sonrisa irónica.

—¡Oh, Lyssa! —exclamó, fingiendo sorpresa—. ¡Qué sorpresa verte por aquí! Y justo en nuestro cumpleaños. Todos están ansiosos por verte en el escenario hoy.

Decidí ignorarla. No valía la pena entrar en su juego. Tomé asiento y esperé a que el encargado sirviera mi plato. Sentía la mirada de todos sobre mí, como si fuera una intrusa en mi propio hogar. El encargado se acercó y depositó con cuidado el plato frente a mí. Comencé a comer en silencio, tratando de concentrarme en la comida y no en las miradas inquisitivas que sentía sobre mí.

—Lyssa —dijo mi madre, la reina Mérida, rompiendo el incómodo silencio—, recuerda que al terminar el desayuno debes ir con tu hermana al salón de baile para practicar la canción.

Asentí sin levantar la vista de mi plato. Las emociones se arremolinaban dentro de mí: tristeza, enojo, una sensación de injusticia. Pero sobre todo, sentía una profunda soledad. Mis padres nunca parecían realmente ver a la persona que soy, solo la sombra de mi hermana que proyectaban sobre mí. Tragué con dificultad, deseando que este día terminara pronto.

El desayuno se alargaba más de lo necesario, o quizá era solo mi percepción. Mientras Elena llenaba el salón con su voz, contando anécdotas con la seguridad de quien sabe que su audiencia la adora, yo seguía comiendo en silencio, ignorada como si fuera parte de la decoración.

No era ninguna sorpresa. Mi madre asentía cada palabra de Elena con una sonrisa complacida, mientras mi padre le dedicaba miradas llenas de orgullo, como si cada cosa que ella dijera fuera digna de ser grabada en piedra.

—Y entonces, cuando me ofreció aquella joya, lo miré y le dije: “No basta ser noble para estar a mi altura” —soltó una ligera carcajada, disfrutando de su propio relato—. Pobrecito, pero alguien tenía que enseñarle su lugar.

Mi padre rio con ella, satisfecho.

—Así debe ser, hija. Es lo que se espera de ti.

Yo seguía masticando, esforzándome por mantener una expresión neutral. El platillo servido, por supuesto, era el favorito de Elena, una mezcla empalagosa que jamás me había gustado. Lo tragué sin dejar que el disgusto se reflejara en mi rostro. Decir algo solo causaría molestia.

Por momentos, entre una palabra y otra de mi hermana, los guardias apostados en los ventanales me saludaban con pequeños gestos, inclinando la cabeza o levantando apenas una mano cuando los reyes no miraban. Un detalle insignificante para algunos, pero valioso para mí, que me recordaba que al menos alguien reconocía que estaba allí.




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