| Prólogo:
Hache:
Mientras recojo mis cosas soy consciente de todo lo que ha pasado estos últimos días y también de que ya casi no me queda nada. Supongo que había pasado tanto tiempo pensando en ello que ese hecho lo tengo interiorizado. No sé, creo que quizás, con todo este tiempo de reflexión he tenido más tiempo para encajar bien el tremendo golpe que acabo de recibir. Será eso, sí. Porque, aunque me pregunten una y mil veces yo no soy capaz de responder otra cosa más que «la vida sigue», pero yo sé muy bien que eso no es verdad. Que yo no lo siento así.
Recoger todas mis cosas pasando de largo de las suyas no es fácil, pero es lo que necesito. No puedo ver nada de lo que me rodea sin imaginarme todo lo que él ha tenido que pasar sin que yo pudiese ayudarle.
Pero ya ni siquiera importa.
Nada importa porque él ya no está.
Ni siquiera sé cómo pasó, un día estaba sentado en el sofá con las canas de la vejez adornando su cabellera, sonriendo como si estuviera orgulloso de todo lo que había logrado en la vida y al otro simplemente se esfumó, se marchó de mi vida de la manera más horrible de la que alguien podría haberse marchado y yo, ni siquiera me enteré. Nunca debí haberme dejado llevar por lo que los médicos dijeron, debí de haber hecho todo lo posible por salvarle la vida, empezando porque nunca debí haberle dejado solo.
Y ahora él ya no está y yo sigo aquí, como un pasmarote sin poder continuar con mi vida porque su pérdida me ha azotado fuertemente y yo sigo intentando agarrarme a cualquier cosa que tenga en las manos por la simple y mera necesidad de seguir en pie, de no abandonar. Por una vez en lo que va de historia, no sirve de nada la preparación previa a recibir un golpe sin desenfreno. La pausa para intentar superar el bajón no sirve más que para estancarme y que el dolor me retenga sin permitirme mover ni siquiera un centímetro de mi cuerpo. Porque cuando pienso en lo que perdimos de nada sirve vivir si no es para perderse en sentimientos que van acabando conmigo poco a poco pero cada vez más rápido.
Supongo que es en uno de estos momentos en los que te das cuenta de que has sido un ignorante que creía todo lo que le decían y tenía esperanzas por muchas cosas, entre ellas que él viviese el tiempo suficiente como para haberme visto crecer más como una persona, para haberse enamorado de mi intelecto o haberme apreciado en mis intentos por evolucionar, porque la verdad es que mi decencia se queda en pañales en la mayoría de ocasiones.
La muerte es un asco. Y más cuando crees que con ella puedes hacer pactos, porque sea cual sea el momento y lo que estés haciendo, si quiere venir a por ti descuida que lo hará, porque le sale de los santos cojones y si te jode la vida, muchísimo mejor. Y entonces llega el momento en el que tienes que aferrarte a lo que sea, a un recuerdo, a una sonrisa deslumbrante, unos ojos achinados cuando esta aparece, sus gestos o su programa de dibujos favorito, porque sí, la edad no importa si te sigue gustando Phineas y Ferb y mucho menos si sientes pasión por Bob Esponja. Tienes que agarrarte a lo que sea para no dejarte arrastrar por la corriente y mandarlo todo a la mierda, incluido la vida. Y es por eso que recoger sus cosas era lo más difícil que alguna vez me había pasado, porque cada vez que sujetaba una de sus fotografías permanecía tanto tiempo mirándole para interiorizarlo que los minutos pasaban y yo ni si quiera me daba cuenta.
Hacía una semana que la casa estaba puesta en venta y, hacía una semana que yo había decidido ponerme a recoger para acabar con esto cuanto antes para seguir con mi camino, así que, cuando terminé de hacer la maleta con mis cosas y la metí en el coche ya no importó nada más. Ni siquiera había tenido que recoger muchos de sus cachivaches, habíamos vendido un montón para pagar las quimios y tan solo quedaban fotos y alguna que otra prenda de ropa desgastada. A él nunca le gustó renovar su armario, le gustaba el nuevo término que había escuchado por primera vez de la boca de uno de sus estudiantes: vintage.
Sonreí ante el recuerdo mientras cerraba el maletero del coche viejo que me había quedado y llamé a Tocadiscos. Si había podido seguir adelante estos días, podría caminar solo un poco de tiempo más, todo el que me quedase a mí.
Los primeros días son los más duros, eso es lo que dicen y, honestamente, me lo creo, todo ha dolido horrores, aunque exteriorizarlo cueste incluso más que superarlo.
Creo que nunca llegué a ser bueno para exteriorizar, aunque si hay algo que no logro entender todavía es por qué las lágrimas se siguen aferrando a mis ojos con una actitud casi tan cabezota como la mía. He perdido a mi padre y las muy tercas no están dispuestas a alejarse casi como lo ha hecho todo lo que he llegado a tener.
Supongo que en el fondo siempre lo supe, que el día en el que él ya no estuviera llegaría y que yo tendría que hacer algo para sobrevivir, pero jamás imaginé que se fuera tan pronto, que lo hiciera tras sufrir tanto. Todos sabemos que la muerte nos llegará en cualquier momento, pero es como si tuviéramos esa idea dormida en nuestro interior y nos sorprendiéramos al oírla, le tememos y esa es la más triste y pura realidad.
Pero, ahora, con el volante del coche entre mis manos y Tocadiscos en la parte trasera me hice una promesa: dejaría que doliese, solo por un poco más, y después de eso seguiría con mi vida y su latiente recuerdo viviría conmigo en el rincón más escondido de mi sistema.
Pero, sobre todo eso, juré una cosa que se convirtió en aquel momento en el más viviente de mis principios:
Jamás permitiría que una persona sufriera tanto como yo lo había hecho estos últimos meses, haría lo que fuera para evitarlo.