La melodía entre las sombras

LA MELODÍA ENTRE LAS SOMBRAS

Las miradas huecas de las decenas de calaveras colgadas de la pared le helaban la sangre a David Gorby, que había acudido a esa cabaña situada en uno de los rincones más siniestros del mundo para hacer un intercambio de objetos; por ahora, lo único que había recibido era un sinfín de sensaciones poco tranquilizadoras.

El dueño de la cabaña le habló tras él, provocándole un respingo; las miradas abismales de las calaveras le habían hecho olvidar su presencia.

-¿Son de su agrado, David?

David se dio la vuelta.

-Me temo que nunca llegarán a gustarme tanto como a usted, señor Richter.

El anciano estiró sus labios arrugados en una sonrisa grotesca.

-Acompáñeme al salón. Tomaremos una copa de excelente escocés frente a la chimenea mientras discutimos los pormenores de nuestro pequeño negocio.

David se alegró de abandonar aquella sala de los horrores.

Richter le condujo por el pasillo invadido de sombras. Dejaron atrás varias puertas. Todas se encontraban cerradas, pero una de ellas estaba entreabierta. A través de la rendija de más de un palmo pudo entrever una sala, y al fondo una pared de plástico, translúcida. No le dio tiempo a fijarse en lo que había al otro lado, pero sí llegó a adivinar unas siluetas delgadas que se mecían con suavidad. Por si esto fuera poco, le pareció escuchar unos quejido agudos y entrecortados provenientes de ese lugar, como el canto de decenas de grillos que estuvieran siendo torturados. Aquella visión inesperada le provocó un persistente escalofrío desde la nuca hasta los pies.

El salón de la planta baja se encontraba al final del pasillo. Cuando David había llegado, no hacía ni media hora, la chimenea ya estaba encendida y sus llamas no se habían apagado desde entonces. El señor Richter le invitó a sentarse en uno de los dos sillones orejeros frene al fuego. David aceptó encantado. Poco después, el anfitrión regresó con dos vasos con forma de tulipán y le ofreció uno de ellos.

-No le he puesto hielo; supuse que desearía entrar en calor cuanto antes.

-Supuso usted de maravilla-después de dar el primer sorbo, David se sintió reconfortado. Ya no recordaba las calaveras ni las extrañas sombras. Los únicos detalles ominosos de los que era consciente era el viento que sacudía con violencia la cabaña, el bosque que los rodeaba y que parecía haber devorado la casa, y los rayos de luna que permitían ver la danza de las ramas a través de las ventanas.

El señor Richter se sentó en el otro sillón. Apoyó el vaso sobre las huesudas rodillas, enfundadas, como el resto del cuerpo, en una bata de satén carmesí. Contemplaba a su invitado con ojos ávidos.

David se arrellanó en el sillón. Empezaba a sentir la peligrosa relajación que le ofrecían las circunstancias, de modo que parpadeó un par de veces y dejó el vaso encima de la pequeña mesa que había entre los dos asientos.

-¿Por qué no me cuenta cómo ha sido su viaje hasta aquí?

-No hay mucho que contar. En realidad ha sido un viaje bastante tranquilo.

Esa afirmación resultaba ser una mentira descarada que no engañó a Richter; la sonrisa mezquina que dibujaron sus labios apergaminados así lo desvelaba.

David Gorby vivía en Nueva York. Tenía treinta y un años y era un simple empleado en una franquicia de una de las hamburgueserías internacionales más importantes del mundo. Sin embargo, detrás de aquel trabajador que entregaba su sudor diez horas diarias, seis días a la semana, por ocho dólares y cincuenta centavos la hora, había un coleccionista de libros, en concreto de la obra de su escritor favorito, Mark Campbell. Para David, Mark Campbell era un dios de contar historias, un maestro de la narrativa, el número uno del género fantástico y de terror. Aquel genio de los bestsellers había puesto a la venta más de setenta novelas, media docena de ensayos, cuatro guiones cinematográficos y ocho recopilaciones de relatos. David tenía todo lo que se podía encontrar en el mercado acerca de aquel escritor, incluyendo distintas ediciones de diferentes libros y en diversos idiomas. Pero había un libro que había sido descatalogado hacía más de veinte años por petición expresa del autor: "Ira". Esta novela corta de ciento veinte páginas era el santo grial de los coleccionistas; algunos vendedores llegaban a pedir más de mil dólares por él, y a alguien que servía hamburguesas le resultaría complicado aspirar a ahorrar esa suma.

Pero cuando pensaba que nunca podría tener en sus manos el codiciado libro, a finales de octubre encontró un anuncio muy particular en internet. El dueño del anuncio no quería billetes; aseguraba tener en su poder "Ira", pero prefería hacer un intercambio con algo que le interesara. No especificaba el qué, solo exigía que quien estuviera interesado en el artículo llamara por teléfono al número que allí se detallaba.

David llamó. Un tal señor Richter le aseguró que vivía a las afueras de un pueblo llamado Heksendorp, en Pensilvania. También le dijo que no lo buscara en ningún mapa porque no lo encontraría; a cambio le proporcionó unas coordenadas. Le preguntó cuándo llegaría. David hizo unos cálculos mentales rápidos y aseguró que el próximo fin de semana. No recibió respuesta, solo el silencio indicándole que Richter había colgado.

No pasó mucho tiempo antes de que David se plantease muy en serio si de verdad iba a llevar a cabo semejante locura. Tendría que solicitar dos días libres en su trabajo para viajar. También le pareció una locura tener que pasar una noche en casa de un desconocido, y tampoco le pareció normal ignorar el precio que había de pagar por el objeto de su deseo. Sin embargo llevaba años ansiando completar su colección, así que buscó en un mapa las coordenadas que el señor Richter le había dado. Localizó el pueblo de Heksendorp en un punto situado en el interior del Bald Eagle State Forest, a unos veintitrés kilómetros al norte del Lago Walter.



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En el texto hay: misterio, locura, paranormal

Editado: 26.12.2020

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