La memoria indeleble

Capítulo 24. Venganza

Desperté sobresaltado creyendo que todo lo sucedido el día anterior no había sido más que un sueño, pero pronto la realidad me inundó por completo.
La sonrisa de mi padre apaciguó mi corazón desbocado.
—Buenos días, Diego. Te estamos esperando para desayunar.
Miré el reloj del salón y comprobé que pasaban de las diez de la mañana.
—Lo siento. No he dormido bien y... 
—No te preocupes —dijo mi padre quitándole importancia al asunto —. Yo me acabo de despertar hace un momento y Anibal aún sigue durmiendo. La única que lleva un buen rato despierta es Beatriz. Ella ha sido la que ha preparado el desayuno. Creo que todos teníamos necesidad de dormir. 
Escuché el trastear de cacerolas en la cocina y supe que era allí donde se encontraba Beatriz. 
—Voy a ir a echarle una mano con el desayuno —dije. 
—Está bien, pero solo con el desayuno —se rió con ganas y yo esbocé una sonrisa circunstancial —. ¡Anda, ve! 
Encontré a Beatriz sirviendo el café en varias tazas que había dispuesto sobre la mesa de la cocina. 
—Buenos días, Diego. ¿Has dormido bien? 
Se me acercó y me besó en los labios.
—Apenas he pegado ojo —dije. 
—¿Has extrañado la cama?
—¿Extrañarla? ¡Claro que la he echado de menos! He dormido sobre una manta en el suelo. 
—Podrías haber dormido conmigo, en mi cama —dejó caer. 
La miré como si hubiera contado un chiste. 
—Sí, ¿qué pasa? ¿Acaso no somos novios? 
—¿Lo somos? —Dudé. 
—No sé lo que tú opinarás al respecto, pero yo sé que lo somos.
Fijó su mirada en mí y supe que me tenía atrapado y lo peor era que yo no iba a hacer nada por impedírselo. 
—Te quiero, Beatriz... —dije. 
—Lo sé, Diego. Yo también te quiero a ti. 
Mi padre irrumpió en la cocina con, según dijo, un impulso irrefrenable por seguir el aroma del café. 
—Ya está listo —dijo, Beatriz —. Puede sentarse a la mesa si quiere. 
—Creo que deberíamos esperar a tu padre.
—No creo que tarde en aparecer por aquí, es un auténtico adicto al café. Lo olerá hasta en sueños. 
Beatriz no se equivocó pues dos minutos más tarde hacía su aparición Don Anibal. 
—Buenos días a todos —dijo —. Rodrigo, anoche Diego me contó que teníais pensado ir a ver a Braulio, si es así, os acompañaré. 
—Creo que él puede aportar una solución a este asunto antes de que nadie más salga dañado.
—Sí, él dispone de medios a los que nosotros no podemos acceder. 
—Entonces iremos a verle.

                                                                                         ***

Braulio Gallardo vivía en un lujoso apartamento del barrio de Salamanca, en la calle Génova, muy cerca de la plaza de Colón.
El portero, un hombre de edad avanzada, nos escrutó por encima de sus gafas bifocales. 
—Buenas tardes caballeros —nos dijo, saliendo a nuestro paso. 
—Venimos a ver al señor Gallardo, somos amigos suyos. 
No debió de creernos, porque su mirada nos registró de pies a cabeza. 
—El señor Gallardo no recibe visitas y... 
—Hoy sí —dijo mi padre. 
El portero trago saliva ante la contestación y rápidamente tomó el auricular de un teléfono. 
—Permítanme que le avise. 
Asentimos y esperamos a que el anciano hiciese su llamada. Cuando terminó se volvió hacia nosotros. 
—Don Braulio les recibirá. Tomen el ascensor, es el cuarto derecha... 
Le di las gracias y me reuní con mis compañeros que ya enfilaban el pasillo en dirección al ascensor, una joya reluciente de dorados y espejos. Al llegar a la cuarta planta una puerta entreabierta nos indicó cuál era nuestro destino.
Braulio Gallardo nos esperaba tras esa puerta enfundado en un pijama de color rojo burdeos y calzado con unas alpargatas muy usadas. 
—Pasad, en seguida me reúno con vosotros. 
Durante el lapso de tiempo que nuestro anfitrión aprovechó para mudarse de ropa, yo recorrí con la vista aquella espléndida vivienda. 
Los cuadros de las paredes, en su mayor parte de firmas muy conocidas, los muebles de caoba, las lámparas antiguas, pero que no desentonaban con el resto de objetos de aquella casa y los grandiosos espejos en sus marcos dorados me hicieron sentir como si estuviese en algún museo. También el olor a antiguo que se desprendía de las paredes enteladas en terciopelo y la escasa luz que se filtraba a través de las persianas cubiertas con unas pesadas cortinas reafirmaron mi primera impresión. 
Braulio Gallardo apareció un momento después vistiendo traje y corbata. Su ojo de cristal brillaba en la penumbra como un mal augurio. 
—Perdonadme, no esperaba ninguna visita —dijo, disculpándose por la espera. Luego, al reconocer a los presentes, su rostro se mudó con una expresión de asombro. 
—¿Rodrigo? 
Braulio Gallardo se acercó hasta su antiguo amigo y le abrazó con sinceridad. 
—Has salido de tu escondrijo, amigo mío. 
—Hasta las ratas tienen que, de vez en cuando abandonar el barco que se hunde. Te veo bien, Braulio. 
—También tú te conservas muy bien, a pesar de que ya no somos unos críos. Cuéntame, algo ha debido de suceder para que decidas aparecer en este momento. 
—Han sucedido muchas cosas, estoy aquí para evitar que ocurran otras peores —dijo mi padre. 
—Estás al tanto de los anónimos, ¿verdad? 
—No se trata tan solo de esos anónimos. 
—Lo sé. Alguien intenta matarnos y seguro que tú sabes de quién se trata. 
—Siempre lo supe, Braulio. Se trata de Jaime Ramos y creo que puedes imaginar el motivo, ¿no es así? 
—Ese hombre siempre nos culpó por la muerte de su hijo, pero creía que era agua pasada —dijo el policía —. Si quieres que te diga la verdad, en un principio sospeché de ti, viejo amigo. Eras el candidato idóneo. 
—Me imagino que sí. Tenía todas las papeletas para serlo, buscando un traidor y todo eso... 
—Lo que te sucedió fue tristemente lamentable —reconoció Gallardo —. Destrozaron tu vida y hubiera sido muy lógico que deseases vengarte. Yo, puesto en tu lugar también lo habría hecho. 
—Créeme, deseo vengarme y lo haré, el culpable de todo lo sucedido lo pagará. Solo espero que tú no te interpongas, Braulio. 
—No es mi intención inmiscuirme. ¿Necesitarás mi ayuda? 
—Por supuesto. Jaime Ramos no es lo que se dice una persona vulgar. 
—Si no me equivoco creo que trabaja en el ministerio de educación, tiene un cargo de asesor o algo parecido. 
—Sí, eso es de cara al publico. En realidad su trabajo es otro. Yo lo calificaría más bien como un censor. 
—¿Creía que ya no había censura en estos tiempos de democracia? —Dijo Gallardo con una sonrisa cómplice. 
—Los tiempos pueden cambiar, las personas son las que no cambian y las ideas mucho menos. Tú deberías saber eso, Braulio. 
—Sé eso y mucho más. No puedes hacerte una idea de la corrupción que envuelve a este país. Del nepotismo llevado a escalas inimaginables, de las envidias, las mentiras, la falsedad y el odio que se mastica en esos círculos. La política no es lo que su nombre indica. Es tan solo un escalón para medrar y llenar las sacas. Cuando un político cae, acusado de corrupción, hay decenas haciendo cola para ocupar su puesto. Es una vorágine sin fin. Una podredumbre que empieza a oler mal. El cáncer de esta sociedad. 
—Y tú, por supuesto, estás en contra de ello. 
—Yo hago lo que otros hacen, amigo mío. Ver, oír y callar. A final de mes me llevo mi sobre y no discuto por ello. Si no fuera yo el privilegiado, sería otro. Mientras tanto, desde mi puesto puedo intentar ayudar a un amigo cuando lo necesita. ¿Qué quieres de mí, Rodrigo? 
—Necesito tus ojos y tus oídos... 
—Querrás decir mi ojo, ¿no? —dijo Gallardo, mordaz -—. Hace mucho tiempo que el otro no funciona como es debido. 
—Eso es algo que nunca he podido llegar a perdonarme, Braulio —contestó mi padre, afligido. 
—En realidad la culpa fue mía. Nunca debí dudar de Clara. 
—Ella era inocente. Siempre intentó mantenerse ajena a todo, pero no lo consiguió. Fue su propio padre quien mandó asesinarla y quien también mató a nuestro hijo. Fue él, siempre fue él. 
—Lo malo del caso es que no disponemos de pruebas que le incumplen de ello —dijo el policía —. Y sin pruebas será muy difícil llevarle ante la justicia. 
—Por eso mismo necesito tu ayuda, Braulio. Está vez seremos nosotros los que impartiremos justicia, sin juicios ni jueces. Solo nosotros. 
—A eso se le llama asesinato. 
—¿Acaso será el primero que cometas? 
—No, claro que no, ni tampoco será el último...




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