La memoria indeleble

Capítulo 27. Aliados

Recordé que don Anibal apuntó el número de Roberto Gálvez en una libreta para, según él, no volver a extraviarlo. Y esa libreta se encontraba en el salón de su casa.
Volvimos de nuevo al domicilio de mi patrón y encontré la libreta de inmediato. En la letra G se encontraba el número de teléfono de Gálvez y también su dirección.
Mi padre marcó el número de teléfono de su antiguo amigo, pero tampoco contestó nadie.
—La fortuna no está con nosotros —dijo.
—Entonces iremos nosotros a buscar la fortuna —contesté, apuntando en un papel la dirección del domicilio de Gálvez y que no quedaba relativamente lejos de donde nos encontrábamos. 
Llegamos a su casa en la calle Postas un cuarto de hora después y al llamar al timbre de su domicilio supimos que Gálvez aún no había regresado, por lo que decidimos esperarlo frente a su portal. No tardó mucho en aparecer. Su robusta silueta se recortó contra el matutino sol recién levantado y oscureció sus facciones. Al vernos allí, frente a su casa, Gálvez escondió la mano bajo su americana. 
—Esperan ustedes a alguien —nos preguntó sin habernos reconocido. 
—Estamos buscando a un cabronazo que se esconde aquí como una alimaña —dijo mi padre muy serio. 
—Pues creo que ya lo han encontrado. Solo que ese cabronazo como usted dice, va armado y además tiene muy malos humos —contestó Gálvez. 
—Ya será menos —dijo mi padre, provocándole de nuevo —. Me han dicho que una vez lloró como una niñita abrazado a su mejor amigo y muerto de miedo. 
—No sé quién ha podido contarle eso, pero me gustaría volvérselo a escuchar decir, si tiene redaños. 
Gálvez había desenfundado su enorme pistolón y lo mostró de forma casual, como si se tratase de un objeto corriente. 
—Nunca te separas de ella, ¿verdad, Roberto? Me acuerdo perfectamente del día que la conseguiste. 
—¿Quién es usted? 
Mi padre dio un paso adelante y ante el estupor de Gálvez, su rostro se animó con la mueca del reconocimiento. 
—¿Rodrigo? ¡Maldito cabrón, casi te pego un tiro! 
Gálvez, como la mula que era, espachurró a mi padre entre sus brazos. 
—Me alegro de verte, viejo amigo. 
—Y yo a ti, Roberto. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. 
—Sí, demasiado. Te creía muerto. 
—Mucha gente lo creía y más de uno lo ha intentado, pero ya ves que no. 
Gálvez hizo un gesto de asentimiento reconociendo que sabía a lo que se refería. 
—Eres un tipo duro, como cuando eramos jóvenes, en la guerra. 
—Ha pasado mucho tiempo desde aquello, Roberto. He venido porque necesito tu ayuda. 
—Ya, sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras. 
—Esta vez se trata de un asunto peligroso —advirtió mi padre. 
—¿Y cuando no lo es? ¿Qué hay que hacer? 
—Rescatar a un viejo amigo y a su hija y acabar con los malos. 
—¿Solo eso? Dalo por hecho. 
—Se trata de un viejo amigo tuyo y mío. Han secuestrado a Anibal y a su hija, Beatriz. 
—¿Anibal? ¡Malditos hijos de puta! ¿Cuando actuamos? 
—En cuanto logre encontrar a Braulio. 
—¿Qué tiene que ver Gallardo en todo esto? —Preguntó, Gálvez. 
—Eso no lo sé. Tan solo espero que esté de nuestro lado. 
—Si no lo está, mucho mejor. Le tengo muchas ganas desde hace tiempo.

                                                                           °°°

Llegamos al apartamento de Braulio Gallardo cerca de la una del mediodía. Aún faltaban cuatro horas para la tan temida cita que no podíamos eludir y que a la vez ansiaba concluir cuanto antes. Encontramos al director de la policía en su casa y de milagro, según nos dijo, pues estaba a punto de salir para acudir a una cita. En cuanto mi padre solicitó su ayuda, olvidó su cita y se prestó a ello. 
—Este asunto lo solucionaremos hoy mismo —dijo y luego miró a Gálvez —. Veo que traes refuerzos. 
Roberto Gálvez dio un paso adelante a modo de desafío. 
—¿Tienes algún problema? —Le preguntó. 
—Ninguno. Cuantos más seamos, mejor; sobre todo teniendo que descartar pedir la ayuda de la policía. Este asunto lo resolveremos entre nosotros. 
En cuanto vi la oportunidad le expliqué a Gallardo la participación de Carlos Sanabria en el asunto que nos concernía. Su implicación en el caso y su no menos molesta traición. 
—¡Maldito Judas! —Exclamó Gallardo —. Y yo que confiaba en él. 
—Seguramente deberemos enfrentarnos con él —expliqué. 
—De él me encargo yo —Dijo Braulio Gallardo —. Uno ya no sabe en quien confiar. 
Pensé que tampoco él era muy de fiar, aunque hasta el momento siempre había estado de mi lado. 
—Creo que en esta ecuación sobra uno de nosotros —dijo Gallardo muy serio. 
Todos se volvieron a mirarme al unísono. 
—¿Yo? —Grité sin poderlo remediar —. Tengo tanto derecho como cualquiera de vosotros. Fue mi madre la que murió asesinada por el bastardo de mi abuelo y don Anibal y Beatriz son mis amigos. No lograréis dejarme a un lado. 
—Compréndelo, Diego —dijo mi padre —. Este asunto es muy peligroso y tú no eres más que un niño, aún. 
—Sé valerme por mi mismo y no soy un niño. Iré con vosotros y nadie podrá impedirlo.
—Déjale, Rodrigo. Diego es todo un hombre —intercedió Gálvez —. Hace unos días tuvo el valor de acudir a una cita con Gallardo sin saber que podía suceder. Creo que tiene el valor necesario para enfrentarse a cualquiera. 
—Además —aclaré —. Ellos esperan verme aparecer contigo, padre. ¿Qué pasaría si no fuese? 
Todos reconocieron que llevaba razón y no volvieron a hablar más del asunto. 
—Una cosa más —dije —. Necesitaré un arma. 
—¡Un arma! —Exclamó Gallardo, desenfundando la pistola que llevaba bajo su americana —. ¿Un arma como esta? —A continuación colocó la pistola contra mi sien y pude notar el frío metálico ateriendo mis miembros —. Si quieres suicidarte, ¿para que esperar? Puedo hacerlo yo mismo. 
Mi padre me observaba al tiempo que meneaba la cabeza con decepción y tal vez fue eso lo que me hizo más daño, mucho más que el ridículo que estaba haciendo. Fue tal mi grado de ofuscación que en un arrebato intenté quitarle el arma a Gallardo pero un bofetón me devolvió la cordura.
—Hay tres cosas en este mundo que es importante que conozcas, Diego. La primera es que el auto, la esposa y el arma son sagradas para un hombre. La segunda es que la testarudez, aunque rime con sensatez, son dos cosas opuestas y la tercera es que en este mundo de fieras el que no despabila acaba en la barriga del otro.
Escuché la arenga con la vista baja y sin haberme repuesto aún de la bofetada, más avergonzado de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Eres valiente, Diego, eso lo sabemos todos —continuó Gallardo —, pero lo que hoy viviremos no será ningún juego.
—Lo sé —dije a duras penas, pues el nudo que sentía en mi pecho apenas me dejaba articular palabra.
—Esa gente está dispuesta a asesinar —terció mi padre.
—Tienen a don Anibal y... Y a Beatriz. No puedo quedarme de brazos cruzados —repliqué —. Sé que puedo ayudaros.
—Y lo harás, muchacho —dijo el policía —. Pero cuando todo se vaya al carajo te mantendrás al margen. ¿Entendido?
Asentí sin mucha convicción pues era lo que querían oír. Después cuando la cosa se complicase ya habría tiempo de hacer lo que hiciese falta.
—Bien. Ahora nos toca decidir cómo vamos a hacerlo —dijo Gallardo.
—Por las bravas —dijo Gálvez —. Es la única forma de hacerlo.
—Yo creo que debemos usar la cabeza —apuntó mi padre —. Tienen a Anibal y a Beatriz y hay que impedir que sufran algún daño. Nuestro objetivo debe ser mantenerles a salvo a toda costa.
—Ellos no esperan que vayáis acompañados —dijo Gallardo —, por lo que nuestra mejor opción es tratar de liberar a nuestros amigos y de eso nos encargaremos Roberto y yo. Vosotros debéis manteneros a salvo hasta que hallamos logrado nuestro objetivo.
—Lo haremos —dijo mi padre mientras me miraba —. Todo va a salir bien.




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