La memoria indeleble

Capítulo 28. El desenlace.

—Son las cinco. Entremos.
La sangre fría de mi padre me parecía admirable. No teníamos idea de a qué nos enfrentábamos, ni quienes nos esperaban en aquel solitario almacén de la calle Mesón de Paredes, pero eso no parecía importarle. Momentos antes nos habíamos separado de nuestros compañeros. Ellos habían optado por tratar de encontrar una entrada secundaria o alguna zona por la que pudieran acceder al almacén sin ser vistos y marcharon decididos.
—Debes obedecer a todo lo que te digan, Diego —dijo mi padre y yo asentí —. Hay mucho en juego, ¿Tienes miedo?
Iba a responder que no, pero para que engañarnos, tenía mucho miedo, en realidad estaba aterrado.
—Yo también tengo miedo, Diego —dijo —, pero eso no va a impedir que entre ahí, ni tampoco voy a dejar que ellos lo noten. Hagámoslo.
Empujé la puerta de madera y esta cedió con un gruñido. Dentro estaba oscuro, tan solo la claridad de una sucia claraboya iluminaba apenas el polvoriento almacén. Cuando mi vista se acostumbró a la penumbra pude distinguir los contornos del lugar en el que nos hallábamos. Estábamos rodeados de cajas de madera, apiladas unas encima de otras hasta casi rozar el alto techo, el suelo cubierto de paja y de basura y las paredes llenas de estantes fue cuanto pude ver, aunque sabía que no estábamos solos.
—Dile a tu padre que se adelante —escuché que decía alguien desde las sombras. Al momento reconocí la voz, era Carlos Sanabria.
Mi padre avanzó hasta el centro del almacén.
—Que extraña es la vida, ¿verdad Rodrigo? La última vez que nos vimos no estabas en mejores condiciones que ahora. En esa ocasión tuviste suerte...
—¿Quién te dice que no pueda volver a tenerla? 
—Hasta la suerte termina por acabarse.
Carlos Sanabria dejó su escondite y apareció ante nosotros. A su alrededor hicieron aparición media docena de personas más.
—¿Y ahora qué? —Preguntó mi padre.
—Ahora vendrás conmigo. Hay alguien que desea verte.
—No voy a ir a ninguna parte hasta que no sueltes a mis amigos. Quiero ver a Anibal y a su hija Beatriz.
—Ellos se encuentran bien, puedes creerme. Serán liberados si tú cumples mis instrucciones.
—¿Y qué pasa con Diego?
—Vendrá con nosotros también. Su abuelo quiere conocerlo.

☆☆☆

Con frecuencia me he preguntado de donde sacamos el valor en los momentos más desesperados y nunca he podido responderme. Quizás la propia desesperación sea la culpable de minimizar el peligro dándonos ese valor que en circunstancias normales no poseemos, porque en aquel momento yo no tenía miedo. 
Me encontraba junto a mi padre, rodeado de matones y a punto de ir a la mismísima guarida del malo de esta historia y mi corazón latía con normalidad.
En mi fuero interno esperaba que Gallardo y Gálvez pudieran seguir nuestra pista porque de lo contrario estábamos perdidos.
Los hombres de mi abuelo nos hicieron entrar en un automóvil  después de cachear a mi padre y requisarle el arma que llevaba oculta.
—Veo que venías preparado, aunque de nada te hubiera servido. Toda esta gente son policías como yo. No podéis haceros una idea de lo que el dinero puede llegar a comprar.
—A ti y tu lealtad sin ir más lejos.
—No es tan sencillo como te imaginas, Rodrigo. Hay veces en que es imposible decir que no y otras en que tus propios deseos son compatibles con las órdenes que recibes.
—¿Vas a ser tú quien me mate?
—Será el patrón quien lo decida.
Nos llevaron hasta una solitaria mansión lejos de Madrid, en la sierra y nos hicieron entrar en la casa, conduciéndonos hasta un amplio salón elegantemente decorado. Una mesa de caoba presidía la estancia, rodeada de sillas de madera, todo bajo la luz de una inmensa lámpara de araña, en las paredes antiguos y costosos cuadros al óleo y en una de las esquinas, junto a un rincón, un gigantesco piano de cola.
No tuvimos que esperar mucho, pues nuestro anfitrión, Jaime Ramos, mi abuelo materno hizo acto de presencia.
Nunca hubiera imaginado que esa persona a la que todo el mundo calificaba como un villano pudiera ser aquel anciano decrépito que por fin tenía delante.
Estaba sentado en una silla de ruedas y aferraba con sus esqueléticas manos una mascarilla de  oxígeno de la que, con frecuencia, aspiraba con un peculiar siseo. 
Su voz, más parecida a un jadeo, resonó en la espaciosa estancia.
—Por fin estamos todos reunidos.
Vi como los músculos de la mandíbula de mi padre se tensaban, al igual que los nudillos de sus puños que apretaba con fuerza.
—Bueno, no todos—siguió diciendo mi abuelo —, aún faltan mis otros invitados —hizo un gesto hacia Carlos Sanabria y este asintió en silencio, saliendo un momento de la habitación y regresando de inmediato con Don Anibal y con Beatriz.
La mirada de Beatriz se encontró con la mía y pude sentir el miedo que le amenazaba.
—Ahora que ya estamos todos "reunidos", podrías explicarnos qué es lo que quieres —bufó mi padre.
Don Jaime levantó una mano pidiendo paciencia.
—Siempre fuiste muy impulsivo, Rodrigo. Ese fue tu mayor defecto. La paciencia es, sobre todo para un anciano como yo, un regalo muy apreciado. Los jóvenes sois tan impacientes. Como si el tiempo de que aún disponéis os pudiera ser arrebatado. A mí ya apenas me queda tiempo, pero antes de morir quiero ver cumplida una promesa que me hice a mí mismo. Una promesa que hice cuando la sangre de mi hijito aún manchaba, todavía caliente mis manos. ¿No imaginas cuál es esa promesa? 
Mi padre no contestó.
—Pues la promesa que le hice fue la de tener, algún día, a los asesinos de mi hijo frente a mí. Esos malnacidos que me robaron lo que más quería... Vosotros.
—Tu hijo no murió por nuestra culpa, Jaime. Tú sabes que fue un accidente y...
—¡Cállate...! —Gritó mi abuelo y un ataque de tos le impidió seguir hablando. Carlos Sanabria se acercó rápidamente hasta el anciano como el buen esbirro que era.
—No os imagináis lo que llegué a sufrir —continuó mi abuelo cuando pudo volver a hablar —. No, no podéis haceros una idea. Ese niño era todo para mí. Mi futuro, mi esperanza y vosotros me lo arrebatasteis. Quitaros vuestras insignificantes vidas no me devolverá a mi pequeño Jaime, lo sé. Ni tampoco compensará todo el dolor que sufrí, pero la vida a veces es injusta y en este caso la justicia la implantaré yo. Os diré lo que va a suceder a continuación: Tu hijo, Rodrigo y tu hija, Anibal pagarán por el hijo que vosotros me quitasteis. Los veréis morir como castigo a vuestros errores y me encargaré de que vuestro sufrimiento sea equivalente al mío.
Mi padre, tenso como una cuerda de esparto, miró a su suegro con un odio infinito.
—Eres un cobarde, Jaime, ¿por qué no nos quitas la vida a nosotros sí, como dices, somos los verdaderos culpables?
—Porque sería demasiado rápido —contestó mi abuelo con aquella sangre fría de la que alardeaba —. Yo lo que quiero es veros sufrir. Veros retorceros de dolor, impotentes. Veros morir en vida, tal y como a mí me pasó... Como el caballero que soy, creo que primero comenzaremos por la señorita aquí presente. ¿Cómo te llamas, pequeña?
Beatriz no contestó. Estaba paralizada de miedo. Fue Sanabria quien susurró algo al oído de mi abuelo.
—¡Beatriz! Te llamas Beatriz. Es un nombre precioso, hijita... Y también es una verdadera lástima, pero así son las cosas.
Don Jaime Ramos hizo un gesto con la cabeza y Carlos Sanabria se adelantó un paso en dirección a Beatriz.
—¡No te atrevas a tocarla! —Grité con todas mis fuerzas, mientras de un salto me interponía entre él y Beatriz —. Antes tendrás que matarme a mí.
Mi abuelo me miró sorprendido, Carlos Sanabria con una sonrisa cínica en su rostro, tal vez esperando ese momento. Beatriz me miró esperanzada y en el rostro de don Anibal y de mi padre, leí con claridad el orgullo que sentían hacia mi persona.
—¡Bravo, jovencito! —Exclamó mi abuelo, divertido —. Sin miedo, como un hombre, haciendo gala de la sangre que corre por tus venas. Tal vez algo temerario por tu parte, pero sin duda muy valiente. Si ese es tu deseo, tú serás el primero, eso a mí no me importa...
Vi relucir el arma de Carlos Sanabria en su mano, mientras ascendía buscando mi cuerpo y en ese momento todo mi miedo desapareció para transformarse en odio, en ira y rencor y supe sin dudarlo que estaba preparado para morir y para matar.
—Tanto miedo me tienes que necesitas usar un arma —le dije a Sanabria —. No eres más que un cobarde y un cabrón.
Le vi sonreír, como anticipando el placer que sentiría cuando me machacase y muy lentamente dejó la pistola sobre una mesa.
—Aquí me tienes —dije, provocándole.
Mi plan, si es que a eso podía llamárselo un plan, era ganar tiempo por si, por alguna clase de milagro, Gallardo y Gálvez hubieran conseguido averiguar donde nos encontrábamos y corrieran a nuestro rescate. Algo muy poco probable, me dije, convencido de que todo iba a terminar allí y de la forma menos favorable para nosotros.
El primer puñetazo me pilló desprevenido. Sanabria había incrustado su puño en mi estómago haciendo que me encogiese de dolor y que boquease como un pez fuera del agua tratando de encontrar aire que llevar a mis pulmones. El segundo golpe lo vi venir, pero no me encontraba en disposición de poder evitarlo. El tercero, un derechazo en la mandíbula me hizo rodar por el suelo.
Mi padre estuvo a punto de intervenir, pero una pistola en su sien, empuñada por uno de los secuaces de mi abuelo, se lo impidió.
—Para ser un hombre —dijo Sanabria —, hay que tener algo más que boca y palabrería. Me caes bien, Diego y me repugna tener que matarte, pero las cosas son así.
Sentí como el brazo fuerte y musculoso de Sanabria se enroscaba en mi cuello y me alzaba en vilo del suelo. La asfixia comenzaba a nublar mi mente y toda mi energía y toda mi fuerza no servían para zafarme de su mortal apretón. Yo forcejeaba con todo mi cuerpo mientras veía por el rabillo del ojo el objeto de mi salvación que apenas distaba de mí un metro. 
El mundo comenzó a oscurecerse y pensé que todo terminaba, cuando mi mano aferró el arma que descansaba sobre la mesa, olvidada por todos, menos por mí.
Sonó un estampido y noté como la presa que Sanabria ejercía sobre mí cuello se aflojaba, permitiéndome respirar de nuevo.
El cuerpo de Carlos Sanabria cayó al suelo como un fardo.
Con el arma aún humeante en mis manos, me volví hacia mi abuelo, encañonándolo. Sentí todas las miradas fijas en mí, tanto de las personas a las que quería como las de mi abuelo y los hombres que tenía a su servicio y que no sabían como reaccionar.
—Ahora te toca a ti, abuelo —lo amenacé, mientras acariciaba suavemente el gatillo del arma.
Sentí una presencia a mi lado, pero no me volví. Mi vista no se apartaba de la mirada fría y cruel de Jaime Ramos, se trataba de mi padre.
—No tienes porque hacerlo, Diego —Me dijo en voz baja y muy pausadamente, evitando que me sobresaltase y disparase el arma por error —. No merece la pena —su mano se posó en mi antebrazo obligándome a bajar la pistola.
La ira había dado paso a una sensación de vacío, de irrealidad y sentí como mi padre me quitaba el arma que yo ya no podía sujetar.
—Estoy orgulloso de ti, Diego —me dijo —. Ahora déjame que me encargue yo. 
Todo sucedió tan rápido que no tuve tiempo de asimilarlo hasta mucho tiempo después. Mi padre, con la pistola en sus manos, obligó a los secuaces de mi abuelo a tirar sus armas y vi como don Anibal las cogía mientras retrocedía junto a su hija aún en shock.
Mi abuelo miraba a todos con una expresión un tanto irreal, como si todavía no se hubiera dado cuenta que la partida había terminado y él había perdido. Solo cuando mi padre llegó hasta él, pareció salir de su ensimismamiento.
—Eres un canalla, Jaime —dijo mi padre degustando las palabras —. Un canalla y un cobarde que no merece vivir. Has vivido del odio todo este tiempo engendrando más odio en todo cuanto tocabas y ese odio ha acabado por pudrirte. Estás muerto y por eso no voy a ser yo quien te quite la miserable vida que te queda. Espero que vivas lo suficiente para poder arrepentirte de todos tus pecados. 
Mi abuelo, rojo de ira, trataba de levantarse en vano de la silla en la que vivía atrapado, pero sus esfuerzos fueron estériles.
—¡Os mataré! —Gritaba —. ¡Os mataré a todos!
Sus chillidos de rabia aún resonaban en mis oídos cuando mi padre me pasó un brazo por los hombros y me ayudaba a encaminarme hacia la salida.
—Nunca dejará de perseguirnos mientras le queden fuerzas —dijo don Anibal.
—Lo sé —contestó sencillamente mi padre mientras arrojaba la pistola a un rincón del salón.




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