La memoria indeleble

Libro 1. Una fría mañana de invierno

El automóvil, un Peugeot de color negro, matricula de Madrid, se detuvo junto a la cuneta de la carretera. Dos hombres enfundados en unas gabardinas de color beige se apearon de él, arrastrando a un tercero fuera del vehículo.
Otro hombre, vestido con un elegante abrigo negro y protegiéndose del frío con unos caros guantes de piel, bajó del coche tras ellos.
—Llevadlo hasta allí —dijo este último, a la vez que señalaba un estrecho sendero que se internaba en el brumoso bosque.
Obedecieron los dos hombres, arrastrando al otro que apenas podía sostenerse en pie. La sangre goteaba de su nariz y del labio partido e iba dejando un rastro bermellón sobre los esqueléticos rastrojos cubiertos de escarcha. 
Le arrojaron al suelo sin contemplaciones y esperaron ordenes del que parecía el jefe. Este se arrodilló junto al herido levantándole la cabeza de un tirón.
—Te lo advertí, Rodrigo, no digas que no te lo advertí —dijo.
—Eres un hijo de puta, Braulio —escupió el hombre —. Nunca me haréis callar... La policía debería estar para ayudar no para asesinar a inocentes...
—No entiendes nada, amigo. Ya te hemos silenciado —dijo, Braulio con una sonrisa zorruna —.  Estás muerto aunque aún no te des cuenta y deberías agradecerme que tu mujer y tu hijo sigan con vida. Ellos querían veros muertos a los tres.
—¡No te atrevas a hacerles daño! —Gritó, Rodrigo.
Braulio sacó un arma del interior de su abrigo y luego se volvió hacia sus dos ayudantes.
—Esperad en el coche, yo me encargo de él.
Los dos policías obedecieron, alejándose en dirección al vehículo.
Una vez solos, Braulio incorporó al herido, recostándolo contra un árbol.
—Yo nunca quise esto, Rodrigo —se sinceró —. Pensé que había quedado claro e incluso te di la oportunidad de marcharte lejos, pero tu cabezonería pudo más que mis consejos. Hay personas muy influyentes a las que no les gustó nada tu libro. Personas que matarían a su propia madre por una moneda de cinco duros...
—La verdad terminará por salir a la luz, es algo que no se puede acallar.
—Pero tú nunca lo verás, amigo mío.
Braulio quitó el seguro de la pistola y le apuntó a la cabeza.
El sonido de un disparo desgarró la quietud del bosque y varios cuervos emprendieron el vuelo, asustados.
Braulio Gallardo, inspector de policía, volvió junto al vehículo y sin mediar palabra se sentó junto al conductor.
—Vámonos —dijo.




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