«Siempre las ideas revolucionarias han encontrado escollos en cierta clase de personas más conservadoras, para estos, cualquier idea nueva se convierte en algo subversivo y se tacha de maldito». Eso fue lo que me explicó el anciano librero al preguntarle yo cómo podía un libro estar maldito.
—Ese libro, Diego, contiene ese tipo de ideas, que al principio pueden parecernos extrañas, pero que después se transforman al algo común...No me entiendes, ¿verdad?
No tuve más remedio que contestar que no. No entendía nada.
—Un libro no puede hacernos daño —repuse. Mi patrón me miró como al niño que aún era.
—Hay muchos libros que pueden hacernos daño, Daniel —dijo, pausadamente —. Libros que pueden esclavizar nuestras ideas, cuya única finalidad es la de transformarnos en algo que no somos, que contienen las ideas subversivas de sus autores y que en un primer momento pueden parecer inocentes e incluso atractivos, libros que intentaron cambiar el mundo...
—Y ese libro: La memoria indeleble, ¿es uno de ellos?
—No, no es de esa clase. Ese libro, como ya te he dicho, es una llave que abre la cerradura de un conocimiento oculto. Ideas que con el paso del tiempo han sido censuradas por aquellos que se niegan a dejar que el ser humano transcienda. En sí, no es un peligro. Son las personas que traten de interpretarlo las que pueden llegar a ser peligrosas si esas ideas no encajan con su concepto de lo que está bien o mal.
Creí comprender y así se lo dije a don Anibal.
—Se refiere usted a esas personas que incitan al odio entre la gente o que elogian la superioridad de unos pocos sobre el resto de la población, ¿verdad?
—Veo que me has comprendido.
—¿Y cual es la solución? ¿Que hemos de hacer con esos otros libros, con los malos? ¿Quemarlos?
—¡Nunca! Eso ya se hizo no hace mucho tiempo aquí en nuestro país y en otros, ya sabes a que me refiero.
Asentí, sabía perfectamente a que se refería.
—Como creo haber dicho ya —continuó don Anibal —, ningún libro es dañino por si solo, a pesar de sus ideas. Es la estupidez de las personas la que al final causa un daño irreparable. Esos libros deben seguir ahí, como testigos de lo que nunca debe hacerse por el bien de la humanidad.
—Entonces, ¿usted cree que ese caballero, don Jaime Peña, puede llegar a ser un peligro?
—Me temo que lo peor que puede suceder es que se lastime a sí mismo. Aunque nos parezca que vivimos en libertad, eso no es del todo cierto. Aún hoy se censuran libros e ideas...
—¡Que serios estáis! —Dijo Beatriz, al reunirse de nuevo con nosotros al volver del cuarto de baño —. Parece que hubierais visto un fantasma.
—Algo parecido, hija mía —confesó, don Anibal —. Algo parecido...
—¿De que hablais ? —Preguntó la joven.
—Le comentaba a Diego que a veces es mejor callar nuestras ideas, sobre todo en ciertos momentos de la historia. Despues ocurre lo que le ocurrió a ese escritor, a Rodrigo Peralta. Censuraron sus historias y consiguieron callarle a él.
—¿Entonces no vamos a realizar ese encargo?—Pregunté.
—Al contrario, lo haremos, pero hablaré con don Jaime para explicarle un par de cosas que no creo que sepa sobre ese libro.
•••
La mención de aquel libro maldito caló muy hondo en mi interior, tanto que estaba dispuesto a correr cualquier riesgo con tal de poder leerlo. Mi patrón debió de leer en mi semblante mis pensamientos porque me tomó del brazo y me dijo muy serio:
—¿No se te ocurrirá hacer lo que creo que estás pensando, Diego?
—¿Hacer qué? —Pregunté con un gesto de lo más inocente.
—Soy un perro viejo, muchacho —me dijo —. No creas que poniendo esa cara de no haber roto un plato en tu vida vas a convencerme de que no estabas pensando en leer ese libro.
—No voy a mentirle, don Anibal —confesé —. Por un breve momento se me pasó por la imaginación hacerlo, pero usted ya me ha advertido de lo peligroso que puede llegar a ser y...
—No para todo el mundo es peligroso, solo para ciertas personas puede llegar a ser perjudicial y no creo que tu seas una de esas personas. De todas formas ese libro sigue estando maldito, aún hoy...
—Evitaré acercarme a uno de esos libros.
—Y harás bien...Sí, haras bien.
Los rostros de don Anibal y de Beatriz se relajaron y pude escuchar como ella dejaba escapar un ligero suspiro. Al mirarla comprendí que había llegado a estar preocupada por lo que podría pasarme. En ese momento no me pregunté cómo era eso posible si acabábamos de conocernos hacía escasamente un par de horas y tampoco mi ego me dejó buscar otra explicación. Ver en sus ojos su preocupación por mí me hizo imaginar un montón de idioteces dignas de un verdadero idiota. A veces las personas creamos todo un mundo de ilusiones en torno a un gesto o a una palabra que nada tienen que ver con la realidad y luego, al desengañarnos creemos que el mundo se hunde bajo nuestros pies. Eso fue exactamente lo que me pasó a mí.
Quizás fue eso mismo, esa mirada de alivio en aquellos ojos verdes, lo que hizo que definitivamente corriese a tirarme de cabeza al pozo.
A mediodía, cuando la librería se cerraba para dar paso a la hora de comer y a la consabida siesta posterior, decidí invertir mi tiempo en averiguar algo sobre aquel autor maldito: Rodrigo Peralta.
Me acerqué hasta la biblioteca municipal más cercana que no quedaba muy distante de la librería. Se encontraba junto a la puerta que daba nombre a la plaza: La Puerta de Toledo y de la que, por cierto, ostentaba un carné que me acreditaba como lector.
Una vez dentro de la silenciosa biblioteca me acerqué hasta la mesa de recepción y solicité los libros de aquel autor maldito.
La bibliotecaria, una mujer seca, de rostro arrugado y sonrisa invisible me miró como si en vez de unos libros, le hubiera pedido la llave que abría las puertas del infierno.
—No es muy frecuente que un joven como usted se interese por ese tipo de libros —dijo con una voz áspera y grave que la delataba como fumadora empedernida.
—Me los recomendó un amigo —mentí.
La bibliotecaria miró un amplio catalogo y asintió con la cabeza.
—En estos momentos solo disponemos de un libro de ese autor —dijo —. Se titula: El callejón de los imposibles. Tercer pasillo fila catorce, en la sección de ciencia ficción.
Le di las gracias y llegué hasta el susodicho pasillo. Allí, entre una edición de bolsillo del El Hobbit de Tolkien y El Misterioso caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson, se hallaba El callejón de los imposibles de Rodrigo Peralta.
—¡Ciencia ficción! —Me dije, preguntándome quién lo habría catalogado así y si habría sido aquella mujer, la bibliotecaria, tan poco dada a sonreír que parecía haber cincelado su rostro con una mueca muy desagradable y nada atractiva.
Tomé el libro en mis manos y busqué un lugar apartado en la ya de por si solitaria biblioteca. Antes de abrir el libro, miré con atención su portada, tratando de desentrañar el misterio que parecía envolverle, pero su diseño minimalista no contribuyó a hacerme una idea de lo que me esperaba en su interior. Al abrir el tomo por la primera página encontré un nota escrita por el autor. Decía así:
«Ante tus ojos se desplegará la magia de la lectura, osado lector que no temes adentrarte en la prosa prohibida.
Soñarás los mundos que he creado para ti.
Compartirás los peligros codo con codo junto a mí y alcanzarás la sabiduría velada a los ojos de los profanos. Pero, eso sí, deberás dejar a un lado todo lo que crees saber, el pesado equipaje de tus creencias que, ni siquiera son tuyas, si no la carga de otros que tú, en tu inconsciencia, has llegado a asumir.
Acompáñame por El callejón de los imposibles a un mundo nuevo donde, todo lo que sucede, podría realmente llegar a ocurrir.
R. P. »
Con semejante puesta en escena, quién podría negarse, me dije.
Las siguientes dos horas las pasé, absorto, en un mundo hilarante y surrealista donde, en verdad, todo podía suceder y que podía resumirse con una sencilla frase:
«Todo lo que puedas llegar a imaginar, puede hacerse realidad gracias a la magia».
Ahora entendía a la perfección lo que don Anibal había querido decirme con aquello de libros que eran llaves.
Después de terminar la lectura de aquella extraña novela, mis pensamientos, quién sabe por que motivo, eran de una lucidez extraordinaria. Supe, sin duda, que en ese mismo momento yo albergaba dentro de mí el talento necesario para crear una obra como aquella y también comprendí que el veneno que ese libro destilaba, ya corría por mis venas y que nunca volvería a ser la misma persona que era antes de leer esas páginas.
¿Qué me había sucedido? ¿Cómo era posible que me sintiera de esa forma, como fuera de mi mismo?
No creía ser capaz de poder responder a mis propias preguntas, pero me sentía hechizado, esa era la palabra que describía a la perfección mi estado de ánimo.
La bibliotecaria debió de notarlo también cuando me acerqué a su mesa y la miré sin verla.
—¿Le ocurre algo? —Me preguntó alarmada.
—Me llevaré este libro —dije —. ¿Cuándo tengo que devolverlo?
—Dentro de quince días, ¿de verdad se encuentra bien?
Me marché sin contestarla y una vez en la calle, el contraste entre el calor de la biblioteca y la fresca brisa que corría afuera, acabó por despejar mi enturbiada mente.
Respiré hondo y con el libro fuertemente apretado contra mi pecho, eché a correr en dirección a la librería.
•••
—¿Pero que demonios has hecho? —Gritó, don Anibal, cuando me vio aparecer con aquel libro que aún aferraba como si me fuese la vida en ello —. Si de verdad querías leerlos, deberías haberlos leído aquí, con nosotros. Yo podría haberte guiado y ahora no estarías así, pasmado.
—No pude remediarlo —me disculpé.
Él suspiró meneando la cabeza y se enfrentó con la mirada acusadora de Beatriz.
—Tú sabías que esto podía llegar a suceder, ¿verdad, papá? —dijo la joven.
—Tenía mis sospechas, pero prometió hacerme caso y... —el anciano bajó la cabeza apesadumbrado —. Es culpa mía, tendría que habérselo explicado mejor de lo que lo hice, pero tampoco estaba seguro de que fuera a ocurrir algo.
—¿Y qué ha sucedido? —Pregunté —. Yo me encuentro bien y...
—Ha pasado que ese libro ha jugado con tu mente como si se tratase de una marioneta —dijo don Anibal.
Yo no creía que fuese así, además, a cada momento que pasaba me encontraba mejor.
—Al igual que existe la música hipnótica o ciertas imágenes que pueden inducirte a un estado catatónico —siguió diciendo el librero —, también hay libros que tienen esa facultad. Los libros escritos por Rodrigo Peralta son de ese tipo. Parecen cuentos inofensivos, pero son algo más. Somos muy pocos los que conocemos ese secreto.
—¿Quién era Rodrigo Peralta? —Pregunté.
—Has dicho bien. Era, porque murió hace mucho tiempo. Rodrigo Peralta no fue tan solo un escritor, era mucho más que eso. Era un iniciado.
—¿Era un brujo? —Dije, extrañado.
—Hay quien le calificó de eso y de cosas peores: Ateo, hereje... peligroso. Dijeron que sus ideas eran contrarias al régimen. Esa fue su ruina.
—¿Cómo murió?
—No se sabe con certeza, pero lo que se dijo en la prensa fue que se suicidó en prisión. Yo creo que no fue así como ocurrió. Estoy seguro de que su cuerpo descansa en alguna fosa común, en cualquier cuneta. Fue eliminado porque su mensaje bien podría haber hecho tambalear los cimientos de esas instituciones aferradas a su poder terrenal y no al divino. Creo que entiendes a que me refiero ¿no?
—Sí, lo entiendo —afirmé, cabizbajo —. Es una pena.
—Han sucedido muchas desgracias en este país de las que deberíamos lamentarnos y sobre todo, aprender, para que en un futuro no vuelvan a repetirse. Pero ya se sabe, el hombre es el único animal que no solo tropieza dos veces con la misma piedra, si no tantas veces como se la pongan delante. Nunca aprenderemos.
—Con el tiempo las personas aprenderán —dijo, Beatriz —. Estoy segura de ello.
—Lo dudo —contestó su padre —. Al menos no mientras la gente esté más interesada en lo que hace el prójimo en vez de preocuparse por lo que hacen ellos mismos con sus vidas. Es este un país de envidias y corruptelas y a veces me avergüenzo de vivir aquí.