La memoria indeleble

Capítulo 3. De visita.

Durante la tarde, don Anibal se excusó dejándonos a cargo de la librería por tener que salir a atender un recado muy importante. Beatriz le despidió con una sonrisa.
—Mi padre nunca se pierde su partida de mus de las tardes de los sábados —me explicó la joven cuando estuvimos solos.
—Algo de eso me había imaginado —dije yo.
—Se reúnen seis viejos conocidos y se dedican a arreglar el mundo al tiempo que se despluman entre ellos. Cuando pierde mi padre está del todo insoportable durante unos días. Al menos no acostumbra a perder muy a menudo.
Yo la observaba con atención pero en cuanto sus ojos se alzaban para mirarme, apartaba la vista. Nunca había conocido a una chica como ella. En realidad nunca había conocido a ninguna. Punto.
—¿Como has aterrizado aquí? —Me preguntó con curiosidad.
—Gracias a don Julián, mi tutor. Creo que él y tu padre son viejos conocidos...
—Son mucho más que eso —me explicó —. Sin duda, don Julián estará en estos momentos en esa partida de mus, intentando sacarle sus duros a mi padre. Son buenos amigos, pero acérrimos contrincantes en el juego... Perdona si soy una cotilla, pero, ¿por qué te enviaron tus padres a ese internado?
—Mis padres han muerto. Soy de esos a los que a ese internado le llaman orfanato.
—Lo siento —dijo ella, pensando que había metido la pata —. No quería...
—No te preocupes. Ya lo he superado —mentí. En realidad nunca llegaría a superarlo del todo —. A mi padre no le conocí, murió antes de que yo naciese y mi madre falleció hace un año. Dijeron que estaba mal de la cabeza y que había terminado por suicidarse, pero yo nunca lo he creído. Mi madre fue una mujer que sufrió mucho y quizás era algo inestable emocionalmente, pero nunca se habría suicidado. De eso estoy seguro.
—¡No sabes cuanto lo siento, Diego! —Dijo Beatriz, consternada —. No lo sabía.
—No tenías por que saberlo —dije.
Noté que su mirada se apartaba de mí para concentrarse en sus manos que apretaba nerviosa.
—Mañana la librería está cerrada —dijo, cambiando de conversación —. ¿Qué vas a hacer? ¿Volverás a ese internado?
—Supongo que sí. No tengo familia, aparte de un tío que no quiere saber nada de mí, ni nadie a quien conozca.
—Eso no es del todo cierto, Diego —replicó ella —. Nos conoces a nosotros. A mi padre y...a mí. No tienes porque estar solo si no quieres. Podrías pasar el día en casa. Los domingos cocino yo y no se me da muy mal.
Intenté excusarme alegando un montón de idioteces, pero ninguna coló.
—Parece que no te gustase la idea de pasar el día con nosotros —dijo Beatriz, algo molesta. —Sí es así, no tienes de que preocuparte, no insistiré más.
—No, no es eso... Es que no me gusta molestar.
—¿Y por qué crees que ibas a molestarnos? En todo caso seríamos nosotros los que te molestaríamos a ti. Aún no nos conoces, somos como dos porteras, nos encanta cotillear.
—No soy muy divertido —murmuré —. Más bien soy un verdadero plomazo.
—No será para tanto —rió la joven —. Además a mí me gusta hablar por los codos y con tener audiencia soy de lo más feliz.
Aquel comentario me hizo reír de buena gana y al final terminé aceptando su propuesta.
—Está bien, acepto, pero luego no digas que no te lo advertí.
Don Anibal regresó de su recado cuando nos disponíamos a echar el cierre a la librería. Volvía jovial, indicio de que la suerte le había acompañado.
—¿Qué tal, papá, has solucionado tu problemilla?
—Sí, hija mía, está solventado de una forma muy positiva, a Dios gracias —contestó el librero haciendo lo imposible por no echarse a reír.
—Pues no sabes cuanto me alegro, porque cuando tus negocios no te son favorables, tienes un humor de perros... Hablando de otra cosa, he invitado a Diego a pasar el día de mañana con nosotros. El pobre no tiene a donde ir salvo a ese internado.
—Me parece bien —dijo, don Anibal —. Para mí, mis empleados son parte de mi pequeña familia.
—Gracias —dije yo.
—No hay de que, muchacho. Mañana probarás las excelencias culinarias de mi hija, en verdad cocina muy bien.

                                                                                  •••

Al día siguiente salí temprano del internado donde aún acudía a dormir todas las noches y recorrí sus vacíos pasillos, despertando ecos en la tranquilidad de aquella mañana de domingo.
Cipriano, el conserje me interceptó a medio camino de la puerta de la calle.
—Es usted muy madrugador, Vargas —me dijo, al tiempo que un manojo de llaves tintineaba en su mano.
—Podría usted abrirme la puerta, Cipriano.
—Faltaría más, ¿va a pasar el domingo fuera?
—Mi patrón me ha invitado a su casa —expliqué.
—Y su señor patrón tiene una hija, ¿verdad?
Le miré confundido y asombrado por su perspicacia.
—¿Se pregunta cómo lo sé? —continuó el conserje —. Uno también fue joven y nadie se acicala tanto para ir a ver a su jefe.
Sonreí. Aquella mañana me había vestido con el traje que reservaba para acudir a misa los domingos, el único que tenía presentable. También pasé más de media hora frente al espejo para tratar de domar mi rebelde cabello con una buena capa de gomina. Eso fue lo que me delató.
—¿Es bonita? —Preguntó Cipriano.
—¡Mucho! —dije, y me asombré de oír en voz alta algo que yo ni siquiera había tenido tiempo de pensar con detenimiento.
—Afortunado —dijo, él —. Quién pudiera volver otra vez a los diecisiete años y poder verse reflejado en la ardiente mirada de una joven.
Cipriano buscó la llave de la puerta principal y la abrió, invitándole a salir.
—Es usted un poeta, Cipriano —le dije —. Deséeme suerte.
—Algo se me debía pegar al trabajar aquí —dijo —. ¡Suerte!... Aunque no creo que la necesite.
El sol, muy bajo aún, me hizo entrecerrar los ojos cuando la claridad me deslumbró al salir al exterior. La puerta del internado se cerró a mis espaldas y yo eché a andar por las solitarias y adormecidas calles de aquel Madrid de fin de semana.
Mi internado no quedaba muy lejos de la Plaza Mayor y de la vieja librería en cuya planta superior vivía don Anibal y su hija.
Al llegar a la calle del Arenal miré hacía atrás y pude ver la mole del viejo edificio de ladrillo del internado donde todavía vivía y tomé la decisión de buscarme otro lugar donde acudir a dormir por las noches. Hablaría con mi patrón para que él me indicara algún lugar económico donde instalarme. Creía haber llegado el momento de dejar atrás el pasado y afrontar el futuro que tímidamente se asomaba ante mí.
Dando un agradable paseo llegué hasta la puerta del sol, en la cual una pareja de barrenderos se afanaba en limpiar las aceras. Desde allí llegué a la plaza Mayor y la crucé a lo ancho hasta el nacimiento de la calle Toledo.
Los cristales esmerilados de la librería, El despertar, inundados de sol, me saludaron con sus vivos colores. Me acerqué hasta el portal contiguo a la librería y pulsé el timbre situado junto a una puerta de madera muy vieja y carcomida por el sol y la lluvia. Unos pasos se escucharon al otro lado de la puerta y al abrirse esta me encontré con la sonrisa de Beatriz que arrebataba su luz al brillante astro matutino.
—Hola, Beatriz.
—Pasa —me dijo —. Tengo listo el desayuno.
Subimos una angosta escalera de caracol cuyos diminutos peldaños me hicieron estar atento a donde pisaba hasta la primera planta y Beatriz me invitó a entrar en el domicilio. La vivienda era pequeña, pero muy luminosa y las ventanas cubiertas por unas floreadas cortinas dejaban entrar la luz del sol, matizándola suavemente. El suelo de madera crujió bajo mis pies mientras seguía a Beatriz hasta la cocina donde su padre, don Anibal, esperaba sentado frente a una mesa donde aguardaba el desayuno.
—Buenos días, Diego. ¿Te gustan los churros? Beatriz ha madrugado para traerlos. Son de una cafetería que hay en la calle San Gines. Los mejores churros de Madrid.
Dije que me encantaban los churros y les di las gracias, en especial a Beatriz.
—Siéntate, anda —dijo ella —. Te he preparado café, pero si prefieres otra cosa...
—El café está bien —contesté, a la vez que me sentaba junto a don Anibal —. Estaba pensando que usted debe de conocer alguna pensión por aquí cerca. Me gustaría dejar el internado.
—Da la casualidad de que aquí mismo hay una casa de huéspedes —dijo el librero —Es muy económica y conozco a la dueña, una mujer muy agradable. Está muy cerca, aquí al lado, en la calle Concepción Jerónima.
—Eso es exactamente lo que busco —afirmé.
—Pues más tarde nos pasaremos a hablar con ella —don Anibal carraspeó incomodo antes de hablar de nuevo —. Diego, si necesitas dinero puedes contar con nosotros.
—No, no, gracias. Tengo algo de dinero ahorrado del que me dejó mi madre al morir, no es mucho pero bastará. Gracias de todas formas.
—No hay de que. Cuando necesites algo solo tienes que pedirlo.
Beatriz sonrió y me acercó un plato lleno de churros.
—Pruébalos —me dijo —. A mí me encanta mojarlos en el café.
—¡Están riquísimos! —dije tras aceptar su sugerencia.
Desayuné con la grata compañía de mis anfitriones y luego Beatriz me tomó de la mano y me llevó a su habitación donde, dijo, tenía algo que mostrarme.
Su cuarto rebosaba de libros por todas partes y las paredes estaban cubiertas por posters de los cantantes de moda. Vi uno de Michael Jackson y otro del grupo Mecano. Ambos, por lo que pude comprobar, venían de regalo con la revista Super-Pop.
—Esto es lo que te quería enseñar —dijo Beatriz, sacando un libro de una de las estanterías. El libro en cuestión se titulaba: Sombras de invierno y su autor era, como no, Rodrigo Peralta.
—Es de mi padre. Lo ley hace tiempo y no me gustó o puede ser que no lo llegase a comprender del todo. Me gustaría que tú lo leyeses, pero no solo. Ya sabes lo que puede ocurrir.
—Gracias —le dije, tomando el libro y fijándome en su portada que, al igual que ocurría con El callejón de los imposibles,no dejaba entrever lo que se ocultaba en su interior —. Lo leeremos juntos, si tú quieres.
Ella asintió con la cabeza.
Ojeé el libro con todo tipo de precauciones como si de un animal salvaje se tratase y que en cualquier momento podría atacarme y me fijé en varias cosas que en el otro ejemplar no llegué a comprobar. La editoral Blasón que había publicado el libro, tenía su sede en el Paseo de la Castellana, aquí en Madrid. El diseño de la cubierta fue realizado por un tal Sergio Calamont y aquel libro pertenecía a la primera edición. Me pregunté cuantas tiradas habría tenido aquel libro, sí, como sabía, su autor fue condenado por la iglesia y por el régimen del general Franco... pocas, me dije. Debía de tener en mis manos uno de los pocos volúmenes que habían conseguido salvarse de la destrucción que, sin ningún tipo de dudas debió de acabar con sus hermanos. Estaba ante un libro muy especial.
—Más tarde lo leeremos, ahora volvamos con mi padre, no quiero que sospeche...
—¿Sospechar? —Pregunté —. ¿El qué?
Ella me miró con cara de circunstancias, quizás pensando que me hacía el tonto. Aunque en realidad lo era, y mucho.
—Tú y yo, a solas en mi cuarto, cuando apenas nos conocemos, no sé, ¿qué pensarías tú? —dijo.
Tosí un par de veces al darme cuenta de a que se refería y asentí.
—Tienes razón, no había caído en la cuenta. Estaba tan embelesado con ese libro que... Lo siento.
—No te preocupes. Ya no soy una niña y creo que tengo derecho a invitar a quien quiera a mi habitación, ¿no crees? Además, tú y yo nunca...ya me entiendes...
No, no la entendía. O no quería entenderla. ¡Tú y yo nunca! ¿Qué significaba eso?
Ella debió leer mi rostro, porque al momento trató de rectificar.
—Me refería a que tú...ya sabes, eres mayor y nunca te fijarías en una cría como yo y todo eso...¿no?
—Será mejor que volvamos con tu padre —contesté, ceñudo.
Ella asintió y salió de la habitación sin esperarme. Al llegar a la cocina, donde don Anibal aún permanecía sentado en su silla ojeando el periódico El pueblo, vi que nos miraba por encima de la página que leía en esos momentos.
—¿Sucede algo? —Nos preguntó.
Negamos los dos al mismo tiempo de una forma que le hizo sospechar aún más que algo entre nosotros había sucedido.
—Le he enseñado a Diego el Sombras de invierno —dijo la joven —. Creo que si lo leemos juntos, podríamos averiguar algo de lo que sucede con esos libros.
—Si Diego está de acuerdo —dijo el librero.
Dije que sí. Que ardía en deseos de leer aquel libro a pesar de las consecuencias.
—Entonces lo haremos con rigor científico, tomando todas las precauciones que se nos lleguen a ocurrir, ¿entendido?
—Sí, lo haremos como tú dices, papá.
—Bien, está noche leeremos ese libro.




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