La memoria indeleble

Capítulo 4. Un secreto desvelado.

A mediodía, Beatriz nos echó de casa a su padre y a mí, alegando que la dejáramos tranquila mientras hacía la comida. Obedecimos y aprovechamos para ir a hablar con doña Marcela, la dueña de la casa de huéspedes de la que don Anibal me había hablado.
La señora, una mujer gruesa y bajita, enfundada en un eterno vestido negro, nos recibió con una sonrisa.
—Don Anibal, que alegría verle por aquí —dijo, saludando a mi patrón.
—¿Cómo se encuentra, doña Marcela?
—Igual que siempre, a mi edad los achaques son diarios, pero es ley de vida... ¿Quién es este apuesto joven? ¿Algún sobrino suyo?
—Diego es mi empleado, doña Marcela. Se trata de un muchacho muy serio y formal. Estamos buscando una habitación para él y pensé en usted.
—Será un placer poder ayudarle. Ahora mismo tengo un par de habitaciones libres. Pueden acompañarme y se las mostraré.
Seguimos a la anciana señora al interior de la vivienda y nos condujo hasta un primitivo ascensor que parecía haberse construido en el paleolítico por lo menos.
—Tengo una habitación en la tercera planta y otra en el ático, pero creo que le gustará más está última, es muy luminosa y tiene unas vistas fantásticas.
Pulsó el botón del ascensor y esté renqueó, ascendiendo lentamente hasta llegar a la última planta. El pasillo por el que transitamos, cubierto por una gruesa moqueta de color burdeos era bastante oscuro, pero cuando doña Marcela abrió la puerta de la habitación, la luz lo inundó del todo.
—¿Que le decía? Es luminosa, ¿verdad?
—Lo es, lo es, doña Marcela —dijo mi patrón, asintiendo.
Entré en la habitación y al momento supe que iba a ser mía. Las vistas desde la ventana abuardillada recogían una preciosa panorámica del centro de la ciudad. Al fondo podían verse las torres gemelas de la basílica de San Miguel, más allá, la iglesia de San Pedro y a mi derecha, la iglesia de Santa Cruz y los tejados de la Plaza Mayor. Unas vistas privilegiadas, sin duda.
—Me la quedo —dije —, siempre y cuando pueda permitírmela.
—El dinero no es problema, joven y menos viniendo de parte de don Anibal —dijo la mujer —. ¿Cuándo tiene pensado mudarse?
—Está misma tarde. No tengo mucho equipaje y...
—No se hable más. Le daré las llaves de la puerta de la calle y las de esta habitación y le diré a mi hija que adecente la habitación y ponga sabanas limpias. Esta noche podrá dormir aquí y... Bienvenido.
Nos despedimos de la mujer y don Anibal me tomó del brazo y me llevó a una tasca escondida en una calle muy estrecha.
—Hemos de celebrarlo. Te invito a un vermú.
—Tiene que dejar que le invite yo, don Anibal. Usted ya ha hecho mucho por mí.
—Está bien, acepto tu ofrecimiento.
El local, hundido en una penumbra sempiterna y a la luz de unos faroles que apenas lograban penetrar la negrura, aparecía pequeño y recogido, pero muy acogedor. Las paredes estaban adornadas con cientos de fotografías de personajes famosos del mundo del espectáculo. Pude reconocer entre otros a Lola Flores, Camilo sesto e incluso al gran Julio Iglesias, junto a otras fotografías de políticos que no reconocí, pero que había visto mil veces en periódicos y revistas. También había carteles taurinos de figuras de renombre del toreo y unas botellas centenarias y cubiertas de polvo que recogían en destellos la escasa luz de los faroles, multiplicándola y creando un aura encantada de la que era imposible sustraerse.
—Mateo, sírvanos dos vermús.
—Don Anibal, que placer verle por aquí —dijo el camarero.
—Hacía tiempo que no venía, sí. Pero hoy tenemos algo que celebrar y ... algo de lo que hablar.
—Pueden sentarse en una mesa si lo desean, enseguida les sirvo.
Haciendo caso al camarero, nos sentamos bajo la luz de uno de los faroles y un momento después, Mateo traía nuestras bebidas.
—Antes venía muy a menudo por aquí —dijo mi patrón —, pero el medico se ha empeñado que a mi edad debo empezar a cuidarme y creo que debo hacerle caso.
—Los médicos al final siempre llevan razón —aseguré.
—Diego, quería hablar contigo a solas...
—¿Usted dirá?
—Es sobre ese libro y tu relación con él. No creo que llegues a entender lo que significa aún, ni siquiera quién eres tú. Tu tutor, don Julián, no te contó toda la verdad...
—¿La verdad sobre qué? —Pregunté, intrigado.
—La verdad sobre la muerte de tu madre. Te dijeron que fue un suicidio y no fue así.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Yo conocí a tu madre y don Julián también, ambos eramos amigos suyos y también de tu padre.
—¿Conoció usted a mi padre, don Anibal?
—Le conocí. Fue un gran hombre, también Clara, tu madre fue una mujer increíble. Muy fuerte y...
—Cuéntemelo todo, don Anibal, por favor —dije, sabiendo de antemano que no me iba a gustar nada lo que iba a escuchar.
—Creo que debo comenzar por el principio, Diego. De cuando tu padre conoció a tu madre:
«Fue hace mucho tiempo. Tu padre tenía en aquel entonces tu misma edad y tu madre era un año más joven. Él se preparaba para estudiar la carrera de medicina, algo que no podía soportar y a la que tu abuelo le había obligado. Fue entonces cuando ambos se conocieron y se enamoraron nada más verse. Un auténtico flechazo como se suele decir. Clara, tu madre era la hija de uno de los profesores que daban clase a tu padre, un tal don Jaime. Tu padre se prendó por ella en cuanto la vio una mañana en el despacho de su profesor. Al principio se escribieron cartas y ese fue el germen de lo que más adelante se convirtió en la auténtica pasión de tu padre: Escribir».
—¿Mi padre escribía? Mi madre no me habló mucho de él, pero siempre pensé que era médico y que murió al contagiarse de una enfermedad incurable. Cólera, creo.
—Eso fue lo que entre todos acordamos decir, por tu protección, Diego y la de tu madre.
—¿Protección? ¿Por qué íbamos a necesitar protección?
—Tu padre escribió varios libros que no gustaron mucho a cierta clase de personas. Él sabía que os encontrabais en peligro y por eso trató de huir. Cambió de identidad y se hizo llamar como tú siempre le has conocido; Diego Vargas, tu mismo nombre.
—¿Cómo se llamaba mi padre en realidad, don Anibal?
—¿De verdad quieres saberlo, hijo? —Me preguntó el librero mirándome a los ojos.
—Era Rodrigo Peralta, ¿verdad? —Dije con un hilo de voz. Algo dentro de mí me decía que siempre lo había sabido, aún sin llegar a saberlo.
—Sí, Diego. Tu padre es el escritor Rodrigo Peralta y tú su único hijo.
Escondí el rostro entre mis manos durante unos largos segundos y luego volví a abrir los ojos.
—Ahora todo encaja —dije.
—Aún hay más, muchacho. Mucho más.

                                                                               •••

Regresamos a la vivienda de mi patrón justo cuando Beatriz tenía lista la comida.
—Recuerda lo que hemos acordado, Diego —me dijo don Anibal, mientras subíamos las escaleras que conducían hasta su domicilio—. Mi hija no debe saber nada de este asunto. Nadie está a salvo, no todavía y no quiero verla involucrada en ello.
—Se lo prometo, don Anibal. Su hija no sabrá ni una sola palabra por mí —dije, aún confundido por las revelaciones de las que había sido participe —. Se lo prometo.
—¿En que piensas?
—Pensaba en lo que usted me explicó, en la muerte de mi padre y de mi madre a manos de esa misma persona. No me ha dicho su nombre.
—¿De qué sirve que lo sepas, Diego? Eso solo te conduciría a buscar venganza y lo único que debes hacer es olvidar el pasado y vivir tu presente. Tus padres ya no están y tu pista, gracias a don Julián, ahora es ilegible. Nadie sabe quien eres y así debe seguir siendo.
—¿Olvidar? ¿Usted creé que podré olvidar algún día? —Le pregunté.
—Sí, olvidar —contestó el librero —. Yo te ayudaré a hacerlo.
—Hay otra pregunta que me ronda por la cabeza, ¿por qué leer el libro de mi padre me afectó de esa forma?
—No lo sé —dijo y yo escruté su mirada tratando de advertir si me mentía o me decía la verdad —. De verdad, no lo sé...
—¿Pero?
—Pero tengo una teoría, que quizás no sea más que otro disparate, eso tampoco lo sé.
Habíamos entrado ya en la casa y mi patrón me impuso silencio. Beatriz salió a recibirnos y nos preguntó dónde habíamos estado.
—Diego ya tiene domicilio —dijo, don Anibal —. Doña Marcela le ha alquilado una de sus mejores habitaciones.
—Me alegro, Diego —dijo la joven —. Debe de resultar un gran cambio, ¿verdad?
—Sí, lo es. La vida puede cambiar en cuestión de minutos —dije y miré de reojo a don Anibal. Él tan solo agachó la cabeza.
—Pero es un cambio para bien, ¿no es así? —Beatriz había notado nuestro intercambio de miradas, pero no dijo nada.
—Sí, para bien —contesté, luego, haciendo un esfuerzo sobrehumano, cambié de conversación —. Huele divinamente, ¿qué es?
—Es un secreto —replicó, Beatriz —. Ahora vamos a comer, no vaya a ser que se enfríe después de todo el trabajo que me ha costado hacerlo.
—Deberías haber dejado que te ayudásemos, hija —terció su padre.
—¡Dos hombres en la cocina!—Dijo, despectivamente —. Eso sí que no.
—La mayoría de los grandes cocineros son hombres —dijo don Anibal.
—Eso es porque las mujeres aún no pueden llegar a los mismos puestos que los hombres en ninguno de los campos de trabajo, pero cuando lo consigamos, que lo haremos, comprobaréis lo que cambian las cosas.
—No creo que llegue a vivir tanto como para verlo, cariño —respondió, socarrón su padre.
—¿Tú que opinas, Diego? —Me preguntó, Beatriz —. ¿Crees que las mujeres deberíamos gobernar este país?
—Peor de lo que lo están haciendo los hombres no creo que lo hicieseis —respondí —. Quizás sería una buena idea.
Vi que Beatriz sonreía y supe que había dicho las palabras que ella deseaba oír, aunque en realidad sí creía en lo que decía, más o menos.
—Ese es el pensamiento que cambiará algún día el rostro de España y del mundo entero.
Nos sentamos a la mesa y Beatriz trajo una olla tapada que colocó en el centro. Un delicioso olor nos rodeó y yo, a pesar de mi estado de animo, un tanto hundido, me relamí al pensar en la comida.
Beatriz destapó la olla y tanto su padre como yo, exclamamos de sorpresa.
—Es una receta de mamá —dijo la joven —. Carne estofada a las finas hierbas con champiñones y queso fundido.
—¡Te has superado, hija mía! —Dijo, don Anibal mientras abrazaba a su hija —. Mamá estaría orgullosa de ti.
Me había dado cuenta en ese preciso instante que no había preguntado por la madre de Beatriz. Había dado por supuesto que habría fallecido, pero mi propia tristeza no me dejaba ver la de los demás. Era muy egoísta.
—Tú madre murió, ¿verdad? Siento no habértelo preguntado antes —dije.
—Fue hace mucho tiempo, Daniel —dijo, don Anibal —. Beatriz era muy pequeña cuando Mariona, su madre, murió. A pesar de todo ninguno de los dos la hemos olvidado, ¿verdad, hija mía?
—Hoy no es un día para tristezas ni recuerdos del pasado —dijo la joven —, si no para alegrarnos de estar vivos y de haber encontrado a un nuevo amigo.
—Es hora de hacer un brindis —dijo el librero, llenando nuestras copas de vino, el de su hija apenas con un par de dedos. Levantó la copa y dijo—: Por el presente que vivimos, por el futuro que colmará nuestros deseos y por el pasado que ha quedado atrás definitivamente.
Levanté mi copa y no pude menos que preguntarme:
¿El pasado que quedaba atrás o que volvía a encontrarnos con más fuerza que entonces?




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