La memoria indeleble

Capítulo 9. Un signo mágico.

Sorprenderme era poco, en realidad no podía creer que mi patrón fuese amigo de alguien como él. Don Ignacio Buendía, que así se llamaba el coleccionista, era la última persona que hubiera imaginado poseyendo uno de los libros de mi padre, sobre todo sabiendo que trabajaba para la competencia.
Don Ignacio a quien también llamaban padre Buendía, era un monje carmelita retirado y que veía pasar la vida recluido en el Convento de Santa Teresa y San José, en la plaza de España, dedicado íntegramente a la lectura de libros de dudosa verosimilitud.
—No le hacía yo a usted intimando con el clero, don Anibal —dije.
—Don Ignacio es uno de nuestros mejores clientes —explicó —. Aparte de eso, también es un buen amigo y una persona de extensa cultura. Comprobarás, cuando hables con él, que es un auténtico fanático de la obra de tu padre. Es la persona idónea para ayudarte en tu tarea.
—¿Y qué tarea es esa, si puede saberse?
—Descubrir que pretendía contarte tu padre en ese libro del que te habló en la carta. Sospecho que es eso mismo lo que persigue nuestro asesino.
—O asesina —dejé caer.
Don Anibal me miró confuso.
—¿No estarás diciendo que crees que...que ella pudo ser la asesina de tu padre?
—Gallardo me contó que había trabajado para la inteligencia durante la guerra —expliqué —. Una persona como ella debe conservar aún numerosos contactos.
—Pero eso no explica que ella...No, no puedo imaginarlo siquiera. Doña Estrella quería a tu padre y no solo en el sentido amoroso de la palabra, le quería para ella. Era su creación, su gallina de los huevos de oro.
—Ya, pero esa gallina se negó a poner más huevos —seguí diciendo —, y eso pudo disgustarla y ponerla en su contra. Creo que mi padre escribió ese libro: La memoria indeleble, sin contar con ella. Ese es un buen motivo para tratar de quitar del medio a alguien.
—Nunca lo había pensado de esa forma. Visto así, es muy posible que lleves razón, aunque me cueste imaginarla como una femme fatale.
—Más bien sería como la Milady de D'artagnan y los tres mosqueteros —dije, buscando una analogía.
—Entonces nos faltaría por saber quién es el Cardenal Richelieu, el verdadero poder oculto en las sombras —dijo, don Anibal —. ¿Te has fijado en una cosa, Diego...?
Creí saber a lo que se refería y no pude menos que sonreír.
—Parece una tremenda casualidad o el chiste de alguien con un humor maquiavélico, pero creo que el destino está jugando con nosotros —dije.
—Sí, eso mismo pienso yo. Tú, el héroe de esta historia, eres el perfecto D'Artagnan. Don Julián, tu tutor es Athos y yo, casi un Aramis. Salvo por el hecho de que Aramis era un clérigo y yo de clérigo nada de nada.
—Incluso nuestro amigo Gálvez es un Porthos perfecto —dije y él esbozó un amago de sonrisa.
—Si hay un Dios en alguna parte, debe de tener un retorcido sentido del humor.

                                                                                                •••

El novicio que nos atendió no podía dar crédito a lo que escuchaba.
—¿Me están ustedes diciendo que despierte al padre Buendía para atenderles a ustedes? ¿Acaso se han dado cuenta de la hora que es?
—Sabemos la hora perfectamente, pollo —dijo Galvez, con su escaso sentido del humor —. Es un asunto de vida o muerte, así que, ligerito.
—Perdone, ¿cómo se llama usted? —terció, don Aníbal.
—Me llamo Germán, soy el portero de esta casa y...
—Escúcheme atentamente, German. Aquí mi amigo—señaló a Gálvez —, es un extraordinario agente de policía con un grave problema de paciencia y de comunicación. Sé que no son horas para ir despertando por ahí a nadie, pero el asunto que nos traemos entre manos es de vital importancia para nosotros. Necesitamos hablar con el padre Buendía con urgencia, si no fuera así, no osaría despertar a mi amigo.
—¿El padre Buendía es amigo suyo?
—Uña y carne —dije yo, uniéndome a la farsa.
—Siendo usted su amigo y tratándose de un asunto de la policía...Iré a despertarlo. Pasen, pueden esperarlo en esa salita de ahí.
El portero - novicio se perdió escaleras arriba tras alojarnos en una sala de espera decorada con oscuros lienzos que representaban escenas de la pasión de Cristo. Me fijé en las firmas de esos lienzos y pude leer entre otros nombres los de Alonso Cano y Zurbarán. Del techo pendía una lámpara de estilo rococó francés que iluminaba la elegante estancia y hacía brillar los dorados de los lomos de una buena cantidad de libros que se apilaban en una librería de madera de caoba.
—Cuando un cura se jubila no va a un asilo como el resto del mundo —musitó, Gálvez mirando a su alrededor.
—Hay clases para todo —respondió, don Aníbal.
Germán regreso de inmediato y solo dijo una palabra:
—Acompáñenme.
Le seguimos en procesión dos plantas más arriba a través de una escalera de mármol cubierta por una alfombra que tenía toda la pinta de haber sido traída en exclusiva de Pérsia solo para decorar aquel palacete. Al llegar junto a una de las habitaciones, Germán golpeó con suavidad la puerta y aguardó.
—Adelante —se escuchó al otro lado de la puerta.
El novicio que hacía las veces de portero y de todo lo que se prestase, nos invitó a entrar.
—¿Aníbal? —Preguntó el anciano sacerdote —¿A qué cojones viene despertarme a estas horas?
—El padre Buendía es un sacerdote atípico —explicó don Anibal tratando de justificarlo—, quizás por eso seamos tan amigos.
—¿Atípico? ¡Son las tres de la mañana! ¿Y tú eres el que dice llamarse amigo mío? ¡Si fueras mi amigo respetarías los horarios de sueño de un anciano!
—Lo que eres es un viejo cascarrabias, Ignacio —dijo el librero —. Necesitamos tu ayuda.
—Sabes que puedes contar conmigo para lo que gustes, viejo amigo, pero la próxima vez hazlo cuando ya haya amanecido.
—Es algo urgente, Ignacio, si no, no me hubiera atrevido a molestarte. Necesitamos uno de tus libros.
El anciano sacerdote arqueó sus desgreñadas y muy pobladas cejas con curiosidad.
—¿Un libro?
—Sí, el libro, diría yo.
—¿Es el que me imagino?
—Ese mismo. La memoria indeleble.
—¡Haberlo dicho antes! —Exclamó el anciano saltando de la cama con una agilidad que ya quisiera para sí un mozalbete.
Al pasar junto a mí, el sacerdote se detuvo en seco. Su mirada me taladró como si contara con el don de los rayos X.
—¡Dios mio! —Bufó —. ¡Eres igual a tu padre cuando le conocí!
—¿Conoció usted a mi padre? —Pregunté.
—Puede decirse que, más que conocerle fue mi alumno preferido y mi amigo. Tu padre y yo compartimos muchas lecturas aquí mismo, en la biblioteca de esta casa. Él buscaba incesantemente y yo le instruí en lo que pude. Fue una lastima su muerte, sí, una verdadera lastima. Estaba predestinado a convertirse en uno de los más renombrados literatos de este siglo...
—Ni siquiera le conocí —dije —. Es más, no sabía quien era hasta hace unos días.
—Eso es algo que solo Dios conoce. Las respuestas a esas interrogantes son solo potestad suya. Nosotros nunca alcanzaremos a comprenderlas. Lo que sí sé es que tu padre nunca os abandonó a Clara y a ti, él sigue a vuestro lado, protegiéndoos.
—Mi madre murió, señor.
—¿Clara ha muerto? —El sacerdote cerró los ojos un instante, cuando los abrió vi que las lágrimas resbalaban por sus mejillas —¡Oh, Señor!
El anciano me tomó por los hombros y musitó una plegaria en recuerdo a mi madre.
—Ven conmigo, muchacho. Te mostraré quien era tu padre.
El padre Buendía nos hizo pasar a su despacho, una espaciosa sala que contrastaba con el resto del palacete por su sobriedad. Todas las paredes estaban ocupadas por cientos de libros, algunos de ellos muy viejos, que partían desde el suelo hasta llegar al techo en largas hileras.
El sacerdote hurgó en uno de sus cajones y sacó un viejo álbum de fotos que me entregó.
Al abrilo, vi la imagen de un hombre joven, alto y moreno que miraba fijamente hacia el fotógrafo que le había retratado y que daba la sensación de estar mirándome a mí, traspasando las fronteras de tiempo y espacio. Era Rodrigo Peralta, mi padre.
—Era un joven muy apuesto. Tenía que ir por la calle apartando a las palomitas que lo arrullaban a cada paso —dijo el padre Buendía —, pero también era alguien cuya inteligencia iba un paso por delante al resto de la gente. En esa fotografía tenía dieciocho años recién cumplidos, se la hizo unos meses antes de alistarse en el ejercito para combatir en la guerra. Recuerdo que estaba convencido de ir a luchar para salvar al mundo de la injusticia y del fascismo, que él solía llamar el martirio del pueblo. Le vi regresar de la guerra derrotado y sin esperanza. Sus palabras me sobrecogieron al escucharle, me dijo: «Padre, el mal ha triunfado. El mundo ya nunca volverá a ser el mismo». Llevaba razón. Las atrocidades que años después pudimos ver confirmaron sus palabras.
El sacerdote se acercó hasta una de las estanterías y cogió un libro. Un libro de tapas de piel negras con un símbolo dorado en su centro.
—Este es el último libro que escribió tu padre: La memoria indeleble.
Me entregó el tomo y lo cogí como si fuese un objeto sagrado. Seguí el dibujo de aquel símbolo con el dedo y le pregunté al sacerdote qué era.
—Es un trisquete. En la mitología celta representaba el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu, la trinidad de pasado, presente y futuro, pero tu padre creía que significaba mucho más que eso y también tenía razón. Es la trinidad, el número tres que tiene tantísima importancia en todas las religiones del mundo. En la religión cristiana es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Tres han sido siempre los dioses principales en todas las religiones del mundo: Odin, Thor y Loki en las nórdicas; Anu, Enki y Enlil entre los sumerios; Zeus, Neptuno y Hades o Júpiter, Poseidon y Plutón entre griegos y romanos. Tres. Siempre tres. También en esas nuevas doctrinas que empiezan a surgir al llegar el fin del milenio y que llaman New Age, el número tres es de vital importancia. El cuerpo físico, el espíritu y el alma también son tres. El yo, el ego y el superego en psicología, y un buen montón de ejemplos más.
—¿Y en este libro?
—Tu padre creía que la palabra era poder. Dios creo el universo a través de la palabra y los judíos creen que el nombre de Dios o tetragramaton está formado por palabras que nadie debería pronunciar. Un buen ejemplo son esas palabras mágicas en las que creemos siendo niños; el abracadabra o el abrete sesamo son palabras de poder que pueden transformar la realidad. Tu padre buscaba exactamente eso. Una palabra que le otorgase el poder de variar el destino del mundo y... Creyó haberla encontrado. Este simbolo representa esa palabra.
—¿Y cuál es esa palabra?
—Este libro habla sobre ella. Es una palabra muy conocida, lo que nadie conoce es su verdadero poder. La palabra es: Amor.
—¿Amor? —Pregunté, un poco decepcionado.
—Amor, sí. Una sencilla palabra, pero muy poderosa. ¿Qué ocurriría si todo las personas amasen en vez de odiar, envidiar y tratar de herir a sus semejantes?
—¿Que se acabarían las guerras? —Dije, no muy convencido.
—¡Que el mundo sería radicalmente distinto! —dijo el padre Buendía —. Una palabra que puede alterar el destino de la humanidad.  




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