La memoria indeleble

Capítulo 11. El desconocido

Terminé de leer el libro, pero no encontré lo que buscaba, ni siquiera sentí la misma sensación que al leer el otro libro, El callejón de los imposibles. Lo que fuese, no había funcionado esta vez.
—No he visto nada, no sé que quería decirme mi padre al indicarme que leyese este libro —dije.
Don Anibal meneó la cabeza, confuso.
—Yo tampoco lo entiendo, pero según la carta que te dejó, este libro te revelaría el mensaje que tenía para ti.
—Quizás sea yo, que tengo en la cabeza demasiadas cosas —expliqué.
—Deberías volver a leerlo, pero sin agobiarte.
—Eso haré —miré el reloj y me sorprendí de ver que ya era casi la hora de cerrar.
—Ve echando el cierre, Diego —dijo mi patrón y le obedecí. Al terminar, don Anibal me miró a los ojos y pude ver ansiedad reflejada en ellos —. Quizás sería mejor que pasases la noche aquí. No me gusta nada que recibas esas visitas tan extrañas. Puedes dormir en el cuarto de Beatriz.
—Gracias —dije —, pero no quiero ser una molestia.
—¡Qué molestia ni que ocho cuartos! No sabemos las intenciones de esa gente —dijo —, pero si tienen tanta facilidad para colarse en tu habitación, no estaría de más que empezases a preocuparte.
—Lo estoy. Siento que alguien me vigila y ya no sé qué pensar. Al principio pensé que se trataba de la policía, pero ya no estoy tan seguro. Me gustaría poder hablar con doña Estrella Durán y ver qué tiene ella que decir.
—Lo haremos. Este sábado nos acercaremos a hablar con ella.
—¿Sabe usted dónde vive? —Pregunté, extrañado.
—Cualquiera que sepa algo de actualidad lo sabe. Estrella Durán, a pesar de su edad, no deja de salir en las revistas de cotilleos. Hace poco la revista Interviu la entrevistó en su modesta mansión, un caserón en la calle Infantas.
—Quizás Beatriz pueda acompañarnos —dije y rápidamente me mordí la lengua.
—Si la dejan salir este fin de semana del colegio, creo que le haría mucha ilusión. No todos los días se conoce a una diva como la señora Durán.
Respiré aliviado al comprobar que don Anibal no se había dado cuenta de lo que yo empezaba a sentir por su hija. Pero, ¿qué sentía en realidad por ella? En ese momento no hubiera sabido explicarlo, tan solo que, cuando estaba a su lado, me sentía mucho mejor.
Esa noche dormí en el cuarto de Beatriz. Don Anibal se desvivió para que estuviera cómodo y yo le di las gracias por ello.
—No te preocupes, podrás devolverme el favor —dijo, sonriendo —. Mañana harás tú el desayuno.
Al tenderme sobre la cama de la jovencita, ya en su cuarto, me la imaginé acostada a mi lado y viendo lo que ella veía todas las noches antes de dormir. Los libros apilados en la estantería y los posters de cantantes famosos que me observaban desde sus privilegiados puestos en las paredes. Al recostar mi cabeza en la almohada, aquel olor tan característico de la joven me embriagó. Olía a canela y a naranja, como los naranjos en flor que alguna vez en mi niñez había podido oler. Olía a juventud, olía a Beatriz.

                                                                                       •••

Desperté deslumbrado por la luz del sol que entraba a borbotones a través de las rendijas de la persiana. Al principio no supe dónde me encontraba, pero los recuerdos volvieron con asombrosa celeridad y entonces, sonreí.
Estaba tan embelesado con la atmósfera de ese cuarto que me sentía capaz de acudir al colegio de Beatriz y secuestrarla en caso de que no la dejasen salir el próximo fin de semana. Necesitaba verla, sentirla a mi lado y beber la mirada de sus ojos hasta caer desfallecido a sus pies. Me estaba enamorando y eso no lo había previsto yo en ningún momento.
Me vestí rápidamente y acudí a la cocina donde ya me esperaba don Anibal, sentado a la mesa.
—Buenos días, Diego, ¿has dormido bien? —Me preguntó.
Contesté que sí y le reproché que hubiese preparado el desayuno.
—Lo que te dije anoche era broma, muchacho. Los viejos dormimos cada vez menos, como si quisiéramos apurar el tiempo que se nos escapa de entre las manos, aunque sea algo tristemente imposible. Anda, tómate el café y desayuna tranquilo. Después bajaremos a la librería.
Una hora más tarde tomaba el mocho y el cubo de agua y me disponía a fregar el suelo, cuando una sombra al otro lado del escaparate me hizo volverme intrigado.
Reconocí en aquella sombra al primer cliente que atendí yo en mi vida. El señor Peña, que seguramente vendría a recoger el libro que nos encargó.
Hasta ese momento no había caído en la cuenta de que todo comenzó con la visita de esa persona y su, más que misteriosa petición. Desde ese día muchas cosas habían sucedido, incluida la de saber que era el hijo de un escritor que desgraciadamente había muerto en extrañas circunstancias.
Abrí la puerta y le invité a entrar. Él, nervioso y algo asustado negó con la cabeza.
—No, no, gracias, solo quería pasar para decirles que borren mi encargo —dijo el hombre —. Espero que no sea un trastorno para ustedes.
—¿Sucede algo, Diego? —dijo mi patrón llegando junto a mí —. ¡Hombre, señor Peña! ¿Qué le trae por aquí tan temprano?
—Le decía a su aprendiz, que no es necesario que encarguen ese libro que les pedí hace unos días —dijo el aludido restregando sus manos con nerviosismo —. Solo quería disculparme por ello.
—¿Le ocurre algo? —Preguntó mi patrón al verle en aquel estado.
—¡No! No sucede nada, tan solo que ya no deseo leer ese libro... Tengo que irme, que tengan un buen día...
El hombre se alejó de la librería a buen paso, perdiéndose en dirección a la Plaza Mayor.
Don Anibal me miró a los ojos y me expresó sus dudas.
—Esto es muy extraño —dijo —. Nunca había visto al señor Peña en ese estado.
—Parecía asustado —apunté, yo.
—Sí, lo estaba y me gustaría saber por qué.

                                                                                  •••

La semana transcurrió sin novedades dignas de ser reseñadas salvo por la aparición de un desconocido que preguntó por mi patrón la tarde del viernes y que decía venir de parte de un conocido librero que tenía su establecimiento en la calle Gran Vía.
—El señor Castro no se encuentra en estos momentos —le dije. Don Anibal se había acercado a recoger a Beatriz a su colegio, pues esta vez, según le dijo por teléfono, ninguno de los padres de sus compañeras podía acercarla hasta la capital. El colegio de la jovencita estaba cerca de San Lorenzo del Escorial, a unos cincuenta kilómetros de Madrid y don Anibal decidió tomar el tren en la estación de Atocha e ir a buscarla. Me había dejado a mí a cargo de la librería, cuando aquel caballero preguntó por él.
—Si hace el favor de decirle que he venido, se lo agradecería. Mi jefe, el señor Romera quiere proponerle algo de interés—dijo el desconocido —. Le dejo una tarjeta con el teléfono del señor Romera y su dirección en Madrid. Muchas gracias.
Desapareció como si jamás hubiese estado allí y me dejó con una muy extraña sensación que no supe a que era debido, pero rápidamente olvidé lo sucedido al abrirse la puerta de la librería y ver aparecer a Beatriz, acompañada de su padre.
—¡Diego! —Gritó la joven corriendo a abrazarme.
La abracé a mi vez, aspirando profundamente aquel aroma que me había atormentado todas esas noches. Después mis piernas flaquearon cuando me plantó un par de besos que yo no me hubiera atrevido ni a soñar con merecer. Correspondí a sus besos sintiendo que la vida se me escapaba y temiendo perder el conocimiento o gritar tan fuerte como era capaz.
—¿Me has echado de menos? —Me preguntó en voz baja para que su padre no la escuchase.
—Muchísimo —dije, sin poder escapar de la trampa de sus ojos en la cual me hubiera gustado estar preso el resto de mi vida.
—Te lo advertí —dijo, sonriendo.
—Lo sé.
—¿Ha habido alguna novedad, Diego? —Preguntó don Anibal y yo le expliqué la extraña visita, aunque no llegaba a saber porque me había parecido a mí tan extraña.
—¿Don Anselmo Romera preguntando por mí? —Inquirió el librero —. Nunca me lo habría imaginado.
—Dijo que tenía una proposición para usted —le expliqué.
—Romera y yo solo nos hemos visto en contadas ocasiones y nunca me ha llegado a dirigir la palabra —comentó, don Anibal —. Él juega en otra liga distinta a la mía.
Aplaudí mentalmente el símil futbolístico en un año en el que el fútbol acaparaba toda la atención, pues el mundial se celebraría en España, en Barcelona para ser más exactos, en un par de meses.
—Pues parecía muy interesado —dije.
La conversación continuó por otros derroteros y cuando don Anibal le preguntó a su hija el por qué de que ninguno de los padres de sus amigas había podido traerla a Madrid, como normalmente sucedía, noté como la joven eludía la respuesta con una graciosa verborrea.
—Es que ya está cerca el verano y todas tienen chalés en la sierra, casi ninguna baja a Madrid.
Sentí que había gato encerrado en aquella escusa y me dispuse a averiguarlo en cuando estuviese un momento a solas con ella. Mucho me temía que aquella explicación no era del todo cierta. Don Anibal por el contrario se tragó el anzuelo con sedal, cebo y caña.
—Cuéntame, Diego, ¿que tal te trata mi padre? —Me preguntó, cambiando de tema.
—Bien —dije —. Muy bien, en realidad.
—Diego ha estado durmiendo toda esta semana aquí —dijo el librero —. Alguien entró en su habitación con la intención de robarle, pero a Dios gracias no se llevó nada de valor.
—Probablemente porque no tengo nada de valor —dije y mi patrón rió la broma.
—Excepto una cosa —dijo en un tono confidencial.
—¿Qué es eso de tanto valor, Diego? —Quiso saber, Beatriz.
—El libro. La memoria indeleble...
—¿Lo has leído? ¡Cuéntame!
—Siento decirte que no he encontrado nada especial en él —dije.
—Eso es porque hay diferentes formas de leer un libro como este —añadió, Beatriz —. Se puede leer con la vista y también con el corazón.
—Creo que deberás enseñarme a leerlo de la segunda forma —señalé —, porque no creo saber hacerlo.
Me miró con una expresión indefinible en su rostro. Como si de alguna forma pudiera ahondar en lo más profundo de mi alma y poder contemplar el mundo a través de mis ojos.
—Te enseñaré.
Y lo hizo. Con el tiempo me enseñó tantas cosas que nunca hubiera podido imaginar que a veces me sentía como un niño a su lado. Pero era el niño más feliz del mundo.
—Mañana pensábamos ir a ver a doña Estrella Durán, ¿querrás venir con nosotros? —Le preguntó su padre.
—No me lo perdería por nada del mundo —respondió, Beatriz —. Ya sabes que aparte de una cotorra, también soy más cotilla que una portera. ¿No vas a abrir la tienda mañana, imagino?
—Viendo como están las ventas últimamente, no creo que suponga mucha diferencia no abrir un día. Además, Diego necesita conocer la respuesta a su enigma y doña Estrella podrá aclararle algunas cosas, no por nada conoció a Rodrigo muy bien.
Miré a mi patrón sospechando a que se refería, pero él negó con la cabeza.
—No, Diego. No me refería a ese tipo de conocimiento —rectificó y vi como Beatriz se sonrojaba al adivinar de que estábamos hablando —. Nunca he creído que tu padre y ella tuvieran un affaire. Tan solo eran buenos amigos, nada más. Pero es cierto que Estrella Durán llegó a conocerle como nadie, creo que casi mejor que él mismo y sé que ella podrá contarte muchas cosas que nadie más conoce.
Las campanadas de la cercana colegiata de San Isidro interrumpieron la conversación y vi que era la hora de cerrar. Don Anibal asintió y yo eché el cerrojo a la puerta principal y coloqué el cartel de cerrado, después salí a la calle por el portal desde el cual tenía acceso a la librería y procedí a bajar los cierres. Fue en ese momento cuando vi una figura al otro lado de la calle que no apartaba la mirada de mí. Pensé que podría tratarse de Sanabria en su turno de vigilancia, pero me di cuenta de que no se trataba de él. Aquel sujeto era mucho más alto y también más delgado que el policía y aunque sabía que nunca me había encontrado con él, tuve la impresión de conocerle.
Estaba a punto de cruzar la carretera y salir de dudas, cuando el desconocido se esfumó en las sombras del atardecer. Tan solo se volvió una vez para escrutarme con una mirada, que, a pasar de la distancia que mediaba entre los dos, me heló la sangre en las venas.  




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