La mansión de Estrella Durán era tal y como me la había imaginado, pero multiplicada por dos. Allí estábamos los tres, absortos en la contemplación de aquella finca y sin atrevernos a entrar.
Recordé en ese momento lo que Beatriz me había comentado la noche anterior, antes de que yo regresase a la habitación en la casa de huéspedes que había alquilado.
—A la gente importante le ocurre como a las más valiosas antigüedades, son para admirarlos, pero no se pueden tocar. Esa mujer tendrá una magnífica mansión, eso seguro, pero no le gustará que le importunemos.
Sonreí pensando que Beatriz llevaba razón y al verme allí, frente a aquella lujosa casa, comprendí que no tenía ningún derecho a molestar a esa mujer con recuerdos de su pasado y que no estaba obligada a contestar mis preguntas. Pero solo había una forma de saberlo.
Tímidamente pulsé el botón del telefonillo que había frente a la puerta de aquel cuidado jardín y esperé a que contestaran.
Una voz masculina nos interrogó y fue don Anibal quien contestó por mí.
—Dígale a la señora Durán que soy Anibal Castro, ella me conoce.
El telefonillo enmudeció y treinta segundos más tarde la puerta de la finca se abría con un chasquido. Entramos y un momento después acudió una persona a atendernos.
—Tendrán que disculpar a la señora Durán, no esperaba su visita—dijo aquel hombre, tan seco de palabras como de actos —. Hagan el favor de seguirme.
—¿Usted es? —Preguntó don Anibal a quien la falta de respeto le producía un insoportable ardor de estómago.
—Blas, el mayordomo —contestó, envarado —. Como he dicho, síganme, por favor.
Nos condujo al otro extremo de la finca, haciéndonos cruzar, creo que con mala intención, por delante de la lujosa piscina que bien hubiera servido para que se celebrasen en ella los mundiales de natación, debido a su sorprendente tamaño.
Llegamos a un pequeño pabellón de madera que se levantaba en medio del jardín y donde había dispuesta una mesa de hierro forjado muy elegante y varias sillas de mimbre a su alrededor.
—Hagan el favor de esperar aquí, la señora les atenderá de inmediato.
Blas se esfumó en el acto y tuvimos la sensación de que eramos para él de la misma categoría que los repartidores que traían los pedidos. Visitas molestas que había que despachar cuanto antes.
—Vaya recibimiento —dijo, Beatriz.
Don Anibal se levantó de su silla y nosotros le imitamos cuando vimos llegar a la dueña de aquella mansión. Doña Estrella Durán. Se movía con una desenvoltura increíble para su edad, como si el tiempo se hubiera detenido en ella al cumplir los treinta años. Llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y teñido de color caoba y aquello le hacía parecer aún más joven. También su forma de vestir era la de una mujer joven. Traía en su mano una carpeta de piel, que dejó sobre la mesa cuando llegó junto a nosotros.
—¡Anibal! ¡Cuanto tiempo!
—Mucho, pero para ti no parece pasar —dijo el librero.
—Nunca se te dio bien mentir, amigo mío.
Beatriz y yo nos quedamos muy sorprendidos al ver como aquella mujer abrazaba a don Anibal con afecto.
Nunca llegué a pensar que ambos se conociesen tan bien.
Mi patrón se volvió hacia nosotros e hizo las presentaciones.
—Esta es mi hija, Beatriz.
—Es un placer conocerla, señora —dijo la joven.
—El placer es mío, Beatriz.
—Y este muchacho es... —don Anibal nunca llegó a terminar la frase. Doña Estrella Durán se acercó hasta mí y tan solo pudo murmurar una palabra:
—¡Rodrigo!
—Me llamo Diego —dije. Vi como la mujer cerraba por un momento los ojos y la expresión de su rostro se serenaba.
—Sí. Sí, claro. Por un momento creí haber visto un fantasma... Eres igual a tu padre. Te esperaba.
—Es por eso que hemos venido, señora Durán. Usted conoció a mi padre y me gustaría que me contase algunas cosas sobre él.
—Siéntate, Diego. Sentaos todos... Llamaré a Blas para que nos traiga un café.
Estrella Durán hizo un gesto con su mano y el mayordomo acudió solícito a su llamada.
—Tráenos café, Blas y unas pastas de esas que tanto me gustan.
—¿Café para todos? —Preguntó, tragándose su orgullo. Nosotros asentimos —. Enseguida, señora.
—Diego, ¡Oh, Dios mío! La última vez que te vi eras un bebe y...¿Cómo está tu madre?
—Ella murió hace un año —expliqué —. Dicen que se suicidó...
—¿Suicidarse? ¿Tu madre? ¡Eso es imposible! —Exclamó la mujer —. No, es imposible. Yo la conocía muy bien y eso nunca lo habría hecho. Rodrigo y tú erais todo su mundo y al morir tu padre, se centró en ti. Lo siento mucho, Diego. De verdad lo siento.
—¿Conoció usted a Braulio Gallardo? —Pregunté para comprobar como reaccionaba.
Ella me miró suspicaz.
—¿De que le conoces tú? —Preguntó a su vez.
—Tuve una charla con él. Parecía querer convencerme de que él no tuvo nada que ver en la muerte de mi padre. Ya no sé que creer.
—Braulio Gallardo no es una buena persona, pero creo que en eso te está diciendo la verdad —dijo doña Estrella.
—¿Qué es lo que sabe usted?
—¿Saber? ¿Sobre la muerte de Rodrigo? Sé prácticamente lo mismo que tú, o sea, nada.
La miré desencantado, sospechando que no quería decir todo lo que sabía.
—Rodrigo y yo tuvimos ciertos problemas —siguió diciendo —. Me traicionó o por lo menos eso pensé en aquel momento y nuestra relación se interrumpió. Yo era la dueña de la editorial Blasón; no sé si te sonará porque tuve que cerrarla hace muchos años. Tu padre trabajaba para mí, en realidad para nosotros, un grupo de socios y yo y editábamos todos sus libros. Aparte de eso, Rodrigo era un buen amigo, pero un día me dijo que iba a escribir un nuevo libro y que había decidido prescindir de nosotros. Como puedes imaginar, no nos lo tomamos muy bien. Él había llegado a donde estaba gracias a nuestra colaboración y nos sentimos humillados. Después supe que lo había hecho para protegernos. Ese libro era una bomba de relojería y terminó por explotar, pero por suerte nosotros salimos bien parados.
—¿Por qué decidió escribir ese libro?
—Se lo llegué a preguntar en varias ocasiones y la única respuesta que me dio fue que alguien tenía que hacerlo. Nunca pude averiguar los verdaderos motivos. ¿Has leído el libro, Diego?
Dije que sí, pero que no pensaba que fuese tan especial.
—Eso forma parte de la magia de ese libro —me explicó —, pero yo conozco su secreto y es algo digno de una mente privilegiada.
La observé intrigado.
—El libro esta formado por cinco cuentos que no tienen ninguna relación entre sí, ¿verdad?
Asentí.
—También esos cuentos, casi infantiles, yo diría, parecen bastante inocentes, ¿no es así?
—Sí, la verdad es que sí.
—Pero no lo son —dijo, Estrella Durán —. Tu padre, Diego, era muy aficionado a los juegos de palabras y a los laberintos, uno de sus escritores preferidos era Lewis Carroll, el creador de Alicia en el país de las maravillas y Carroll era un genio en ese tipo de ardides. El libro de tu padre está escrito de tal forma que tiene una lectura oculta. Podría enseñarte a leerlo, pero tengo una idea mejor.
En ese momento llegó Blas con los cafés y una bandeja de pastas de té e interrumpimos la conversación hasta que todos estuvimos servidos. Después, Blas se retiró.
—La clave para leer ese libro es algo magistral —continuó doña Estrella —, se trata de reorganizar todos los párrafos siguiendo una formula matemática, pero también es muy largo de explicar —la mujer abrió la carpeta que había traído con ella y sacó de su interior un libro encuadernado en tapas de piel oscuras y con el mismo símbolo que ya había visto tantas veces, aquella figura que se conocía con el nombre de Triskelion o trisquete —. Aquí, en este libro está la traducción, por decirlo de alguna forma de La memoria indeleble... Es para ti, Diego. Cuando escuché a Blas decirme que Anibal venía a verme acompañado de un joven, supuse que se trataba de ti. He estado esperando este momento desde hace mucho tiempo.
Tomé el libro y lo hojeé superficialmente.
—Leeló con atención y descubrirás el secreto de Rodrigo Peralta. El secreto por el cual desapareció.
Le di de nuevo las gracias y luego le planteé otra pregunta.
—Si el libro es, en su estado natural, tan presuntamente inocente, ¿cómo se enteraron esas personas de lo que en realidad quería decir? Yo al leerlo no descubrí nada que fuera tan, como usted ha dicho, tan explosivo. Se trata tan solo de unos sencillos cuentos.
—Eso fue porque alguien, que sabía lo que de verdad expone ese libro, explicó a esas personas el verdadero contenido.
—¿O sea, que fue traicionado?
—Efectivamente, lo fue.
—¿Y sabe usted quién lo hizo?
—Lo sé... Lo sé porque fui yo misma... Pero eso tú ya lo sospechabas, ¿verdad, Diego?
—Sí —dije.
•••
—No te puedes hacer una idea de lo arrepentida que estoy de ello —siguió diciendo doña Estrella —. Fue en un momento de rencor, de ofuscación, en el que el odio corría por mis venas quemándome como si fuese ácido. Me sentía traicionada y quise hacérselo pagar a aquel que se llamaba mi amigo.
—¿Amigo? ¿O quizás era algo más? —Pregunté.
—Nunca hubo nada entre tu padre y yo salvo una relación de amistad —dijo sin apartar la vista de mis ojos —. Debes creerme, Diego. Entre nosotros nunca hubo nada.
Quería creerla, pero no era capaz de hacerlo.
—Mucha gente piensa lo contrario —dije.
Doña Estrella miró a mi patrón y vi acusación en su mirada.
Don Anibal que había permanecido en silencio todo este tiempo, se defendió.
—Siempre creí que tú y Rodrigo teníais una relación sentimental, pero nunca dije nada de ello.
—Pues no la hubo —aclaró la mujer —. Es cierto que yo me sentía atraída hacia él, pero Rodrigo no. Él nunca traicionó a tu madre, Diego. Puedes estar seguro de ello.
—¿A quién se lo contó? —Le pregunté.
—Se lo dije a otro amigo nuestro. Se lo conté a Braulio Gallardo.
—¿Se lo contó a él?
—Sí, en aquellos tiempos, Braulio era inspector de policía y yo pensé que él podría darle un buen susto a Rodrigo. Solo pretendía eso, asustarle y así ajustar cuentas por su traición. Nunca pensé que pudiera llegar a ocurrirle lo que le sucedió... Braulio dijo que él se ocuparía de todo y días después la policía fue a buscar a Rodrigo a su casa. Le llevaron arrestado a la comisaría y allí se pierde su pista. Gallardo siempre dijo que Rodrigo salió de comisaría unas horas después y que él solo trató de asustarlo para que dejase de escribir esa basura. Así fue como lo llamó.
—¿Braulio Gallardo y mi padre eran buenos amigos?
—Eran amigos desde la infancia. En realidad el pequeño grupo de amigos estaba formado por cuatro personas: Rodrigo, Braulio Gallardo, Julián Manzanares y... —doña Estrella miró al librero —. Anibal Castro.
—Eramos inseparables, Diego —dijo don Anibal —. Hasta que Clara llegó a nuestras vidas. A partir de ese momento, todo se rompió. Braulio y tu padre se enamoraron de ella al instante, pero fue tu padre quien la conquistó y eso no le gustó nada a nuestro común amigo. Braulio se distanció de nosotros y poco después ingresó en el cuerpo de policía. A partir de ahí cambió.
Miré a don Anibal, pensando en la cantidad de secretos que aún se guardaría para él.
—No tuve ocasión de contártelo, Diego. Esperaba el momento de hacerlo.
Asentí y luego escruté el rostro de doña Estrella.
—Hace un momento me ha dicho que no pensaba que Gallardo fuese el asesino de mi padre. Él fue una de las últimas personas que le vieron con vida, si no fue él, ¿quién fue?
Doña Estrella Durán respiró hondo antes de hablar.
—Creo, Diego, que tu padre no fue asesinado. Estoy convencida de que aún vive...