¿Ese era, en fin mi padre? ¿Alguien cuya avaricia pudo más que el amor hacia su esposa y a su recién nacido hijo? ¿Alguien que decidió desaparecer por su cuenta y vivir otro tipo de vida, más acorde con su reciente adquisición monetaria?
Si era así, prefería no saber nada más de esa persona.
—Puedo leer tus pensamientos, Diego, tal y como si los tuviera delante de mí escritos en una hoja de papel —dijo doña Estrella —. Y te equivocas. Tu padre nunca os abandonó por ese dinero, ni por la gloria que logró alcanzar, ni por avaricia. Él tuvo que huir para salvar la vida y eso es algo de lo que estoy completamente segura... Yo le amaba, recuerdas y creía conocerle. Por eso sé que no fue eso lo que sucedió.
Me volví hacía ella y comprendí que lo creía de verdad.
—La noche de la comisaría no fue la única en la que tu padre recibió la visita del inspector Gallardo. Hubo muchas más. A mi entender, Braulio Gallardo estaba al tanto del dinero recibido por tu padre y creo y lo juraría ante Dios, que él pretendía apropiarse de una buena tajada de ese suculento pastel.
—¿Cree que le estaba chantajeando? ¿Pero por qué razón?
—No lo sé. Todo da a entender que tu padre pretendía mantener algo oculto, escondido; no sé de que podía tratarse y por eso accedió al chantaje. Pero llegó un momento en que no pudo aguantar más y entonces tuvo que tomar una decisión.
—¿Huir? —dije.
—Salvar su vida —contestó la señora Durán.
—¿Entonces cree que Gallardo pudo hacerse con parte de ese dinero?
—Con parte o con el total, por eso cuando Rodrigo se dio cuenta de que Gallardo nunca dejaría de extorsionarlo y cuando al fin comprendió que nunca podría quitárselo de encima, decidió desaparecer y nos escogió a nosotros para que velásemos por su familia. A Julián, a Anibal y a mí. Siempre hemos estado ahí, aunque tú no pudieras vernos. Eramos tus tres Reyes Magos particulares.
—Nunca supe de ustedes —dije —, mi madre no me contó nada de todo esto.
—Ese era el trato que hicimos con tu padre cuando nos reunió a los tres en su casa unas semanas antes de su desaparición. Nos explicó sus temores acerca de Gallardo y nos hizo prometerle que os ayudaríamos a ti y a tu madre en caso de que le sucediese algo. Nosotros cumplimos con nuestra promesa, pero siempre actuando en la sombra. Mientras tu madre vivió, permanecimos apartados de ti, pero después del terrible suceso decidimos actuar. Julián se encargó de recogerte en su internado y poco después Anibal te acogió en su librería.
—¿Y usted? —Pregunté.
—Mi misión es, quizás, la más difícil de todas. Es la de convertirte en el hombre que tu padre soñaba que fueras. El hijo de un famoso escritor y el único heredero de su legado. Diego, aunque tú no lo sabes, tu padre te dejó una cuantiosa herencia. Todos los derechos de sus novelas son de tu propiedad. Todos los terrenos que tu padre compró con las ganancias de sus libros son tuyos, todo el dinero que ahorró para ti lo tengo yo guardado esperando el momento en que cumplas dieciocho años y puedas reclamarlo y créeme, el capital ha ido aumentando con el paso de los años y ahora asciende a cerca de cien millones de pesetas... Eres un hombre rico, Diego.
Tragué saliva. No podía creerme lo que estaba escuchando.
—¿Aún sigues pensando que tu padre no te quería? —Me preguntó, doña Estrella.
—Pero, no puedo entenderlo, mi madre tuvo que trabajar para mantenernos a los dos cuando yo era pequeño, ¿por qué no pudo acceder a ese dinero?
—Ella nunca quiso. No nos dejó usar ni una sola peseta. Siempre nos decía que era tu futuro y con el futuro no se jugaba.
Bajé la vista desconsolado. Recordaba las privaciones que tuvimos que pasar, las estrecheces económicas y el duro trabajo de mi madre limpiando en casas ajenas y pensar que todo ese dinero estaba ahí, al alcance de nuestras manos, tan cerca y tan definitivamente lejos.
—Tu padre lo planeó de esta forma para que tú, en un futuro, pudieras vivir sin problemas y te pudieras dedicar por entero a lo que quisieras sin tener que depender, como muchas personas, de un trabajo que no te guste y además mal pagado.
—Lo entiendo —dije —, pero todo pudo ser de otra forma de haber contado con ese dinero antes.
—Ahora, lo que debes pensar es qué harás con tu herencia, Diego —dijo don Anibal.
—No lo sé y de momento ni siquiera quiero pensarlo —contesté.
—No debes preocuparte, tienes tiempo para decidirte —dijo, doña Estrella —. De todas formas aún no has cumplido los dieciocho años. Cuando llegué el momento lo discutiremos.
Creí llegado el momento de hacer la pregunta más temida de todas cuantas tenía en la cabeza.
—¿Dónde puedo encontrar a mi padre, doña Estrella?
—No creo que necesites hacerlo, Diego —contestó ella —. Él te encontrará a ti.
•••
Regresamos a casa de don Anibal al caer la tarde. Doña Estrella nos invitó a quedarnos a comer con ella y no pudimos declinar la invitación. Beatriz fue la que más disfrutó de los placeres culinarios a los que nuestra anfitriona estaba acostumbrada. A mí la comida me pareció, en un principio, algo escasa y sonreí al oír el comentario de mi patrón.
—Pues donde estén un buen plato de lentejas que se quiten estos canapés y estas exquisiteces. Si ni siquiera sabes que estás comiendo.
La guinda del pastel fue el postre, cuando nos sirvieron unas copas de helado al cava de las que Beatriz y su padre repitieron un par de veces.
—Esto sí que está delicioso, ¿verdad, papá?
Don Anibal no dijo nada, tan solo se tragó su orgullo y de paso también el helado.
Una vez nos despedimos de doña Estrella y tras abrazarme como si fuese su propio hijo y pedirme por duplicado que no cometiese ninguna locura y llevase mucho cuidado, hizo llamar a Germán, su chófer particular, para que nos trajera a casa.
El ostentoso automóvil que apareció por el sendero de tierra del cuidado jardín nos dejó con la boca abierta. Se trataba de un porche de color rojo brillante y de una belleza indescriptible. Nos acomodamos en su interior sin atrevernos casi a respirar y el grave rugido de su motor, al arrancar, nos hizo sobrecogernos.
Llegamos a la calle Toledo en un plisplás y la gente que caminaba en ese momento por allí, se detuvo para admirar el vehículo y de paso conocer a los afortunados pasajeros, o sea, a nosotros.
Germán se despidió con una inclinación de cabeza y el porche se perdió a lo lejos en cuestión de segundos.
—¡Guau! —dije, sin salir del todo de mi asombro —. Ya sé que voy a comprarme en cuanto tenga mi herencia.
Beatriz me miró sonriente cuando estuvo a mi lado.
—Y yo ya sé quien me va a invitar a dar un paseo en su pedazo de coche.
—Tenlo por seguro —dije.
Estábamos a punto de entrar en la vivienda de mi patrón, cuando tuve una idea.
—¿Qué tal si me dejan invitarles a cenar? —les dije.
—Aceptamos encantados, Diego —contestó, Beatriz mientras cruzaba una mirada con su padre.
—A mí me parece bien, conozco un restaurante que seguro que os gustará. No está muy lejos de aquí, en la calle Postas. Se llama la Dársena y conozco a su dueño desde hace años. Es como un pedacito de Galicia en el corazón de Madrid.
Don Anibal nos condujo hasta el citado restaurante que estaba decorado con motivos marítimos; redes que colgaban del techo, faroles que en su día iluminaron las oscuras aguas del mar Cantábrico y maquetas de barcos pesqueros. Hasta se podía oler el aroma a salitre del mar con un poco de imaginación.
Don Anibal se acercó hasta el mostrador donde un hombre de unos cincuenta años, grueso y casi calvo se dedicaba a secar unos vasos de cristal.
—Santiago, queremos una mesa para tres —dijo mi patrón.
—Don Anibal, es un placer verle por aquí.
—Vengo con mi hija y con un amigo, tenemos que celebrar algo.
—Entonces les daré la mesa del rincón que es la más tranquila...
Santiago nos condujo hasta la mesa y nos dejó la carta con el menú.
—Pueden ir eligiendo, en seguida me paso —desapareció tras el mostrador y nosotros nos inclinamos sobre la carta. Elegimos de primer plato unos mejillones al vapor de las Rías Baixas y de segundo pedí lubina al horno. Beatriz y su padre se decantaron por sendos filetones de buey a la sal. Para beber Santiago nos aconsejó un viña Beronia tinto y oscuro como la sangre y un blanco Albariño para acompañarlo con el pescado y de postre, cuajada, porque según nos dijo mi patrón, era la mejor de todo Madrid y estuvo en lo cierto y eso, a pesar de que yo nunca la había probado.
—¿Qué tienes pensado hacer mañana, Diego? —Me preguntó, Beatriz.
—¿Mañana? No había pensado en ello —contesté —, pero me gustaría olvidarme por un día de todo, aunque sé que no podré. Quizás me quede en la pensión leyendo el libro de mi padre.
—Yo tengo una idea mejor —dijo la joven —. Hace tiempo que tengo ganas de ir al parque del Retiro y por un motivo u otro nunca lo hago. Podrías acompañarme, así dejarías de darle vueltas a la cabeza. Tú también puedes venir, papá, si quieres.
Miré a don Anibal y él negó con la cabeza.
—No, no gracias. Yo ya no estoy para esos trotes, además mañana tengo otro de mis recados, lo pospuse porque hoy tenía que acompañarte a ver a Estrella Durán. Podéis ir vosotros solos y, Diego, cuida de mi hija.
—Lo haré, don Anibal. No dejaré que se meta en líos, ya me entiende.
—¡Meterme en líos! —Exclamó, Beatriz —. ¡Si soy una santa!
Me despedí de Beatriz y de su padre cuando llegamos de nuevo a la calle Toledo y me encaminé hacía mi pensión.
—Recuerda, Diego, mañana a las diez me pasaré a buscarte —dijo Beatriz antes de desaparecer en su portal.
Con el corazón bombeando felicidad al pensar en el día de mañana, llegué junto a la puerta de la casa de huéspedes y me detuve un momento para mirar a mi alrededor. La calle parecía solitaria. Carlos Sanabria no había hecho acto de presencia esa noche y no parecía haber nadie oculto en las sombras de los portales.
Suspiré de alivio y abrí la puerta pero sin poder remediar la sensación de que alguien me vigilaba. Entre en el interior del edificio y tome el desastroso ascensor hasta la última planta, luego, tras dejar atrás el oscuro pasillo llegué hasta mi habitación.
No sabía que esperaba encontrar, tal vez los muebles y los cajones abiertos como la última vez, pero lo que nunca hubiera sospechado fue lo que vi.
Allí, en medio de la oscura habitación y como si formase parte de la propia oscuridad, había una persona.
Sentí la sangre subírseme a la cabeza de golpe del susto que me llevé y al acercar la mano al interruptor de la luz, el desconocido me lo impidió.
—Nada de luces —dijo con una voz grave que creí haber escuchado con anterioridad.
—¿Quién es usted? —Pregunté tembloroso.
—Soy Carlos Sanabria —dijo —. He de hablar contigo, Diego.