La memoria indeleble

Capítulo 17- La muerte a la vuelta de la esquina

—¡...y tres!
Salimos en estampida esquivando los transeúntes y en dirección a la plaza de Santa Ana, mientras cruzábamos la, a esa hora de la tarde, solitaria calle de Huertas que no tendría animación hasta que por la noche abrieran los pubs y bares de copas.
De vez en cuando me volvía a mirar hacia atrás y podía distinguir la corpulenta figura de nuestro perseguidor quedarse cada vez más rezagada.
Beatriz me hizo detenerme cuando llegábamos junto al teatro Español para tomar aliento.
—¿Nos sigue aún? —Me preguntó jadeando.
—No logro verle, de todas formas debemos continuar —la apremié.
La vi inclinarse mientras se agarraba las rodillas y respiraba hondo.
—Ya estoy bien —dijo —, ¡vamos!
Continuamos nuestra veloz carrera atravesando la plaza de Benavente y continuando por la calle de Atocha, pasando fugazmente frente a la altísima iglesia de Santa Cruz hasta llegar a la Plaza Mayor y desde allí directos a su casa. Beatriz sacó la llave del pequeño bolso que llevaba cruzado sobre el pecho y abrió la puerta, invitándome a entrar. No había nadie porque don Anibal aún no había regresado de su partida semanal y noté la casa más solitaria que de costumbre.
—¿Quién podía ser? —Me preguntó.
—No lo sé —contesté. En realidad no tenía ni idea. Cada vez estaba más embrollado todo y ya no sabía distinguir a los enemigos de los aliados, aunque lo más seguro sería que todos ellos tuvieran algún tipo de interés en el asunto que nos concernía.
—Sería alguien que trabaja para ese policía, Braulio Gallardo —apuntó, Beatriz.
Yo no estaba tan seguro de ello, porque después de lo que me contó Sanabría, ya no sabía que pensar.
—Fuera quien fuese, no traía buenas intenciones —dije.
Beatriz se sentó junto a mí en el amplio sofá que ocupaba una buena parte del salón - comedor y se recostó contra mi hombro.
—Mi padre no regresará hasta la noche —comentó, Beatriz y yo noté como los nervios se instalaban en mí estomago y mi corazón se aceleraba a velocidades insospechadas para mí.
—No creo que... —balbuceé, pero no llegué a terminar la frase porque Beatriz me calló con un beso. A partir de ahí todo se volvió un torbellino para mí. Por una parte, mi mente me advertía que aquello no estaba bien y que debía alejarme de ella en el acto, pero por otra parte, mis hormonas hacían caso omiso a las protestas de mi mente. Al final ganaron mis hormonas.
Noté como las manos de Beatriz acariciaban mi cuerpo con avaricia y con un irreflenable deseo y yo la imité, sintiendo como el miedo y los nervios desaparecían por completo.
Nos despojamos de la ropa con prisa mientras nos dirigíamos a su cuarto y cuando se mostró desnuda ante mí, no pude más que proferir un suspiro de placer. Ninguna obra de arte sería capaz de lograr aquella perfección por mucho empeño que pusiera el artista en ello.
El olor a azahar que desprendía su piel morena enturbió mis sentidos, impidiéndome pensar con claridad y aumentando mi deseo hasta límites insospechados, casi como si estuviese poseído por el espíritu de un íncubo y mi propia voluntad postergada a algún oscuro rincón de mi mente.
La besé con frenesí, perdiéndome en su acuosa mirada mientras nuestros cuerpos se acoplaban a la perfección, tal y como si fuesen dos piezas diseñadas para estar unidas. Después, fatigados, descansamos sobre la cama, nuestros cuerpos entrelazados entre sí y nuestras almas a flor de piel, muy cercanas la una de la otra.

Beatriz apoyó su cabeza en mi pecho y me sonrió. Yo acaricié su cabello y también sonreí. Sentía que algo místico acababa de ocurrir entre los dos, algo mágico y espiritual a la vez y tan trascendente que me creía muy diferente a como había sido hasta ese momento.

—Te quiero, Beatriz —dije, saboreando su nombre.
Ella clavó su mirada en mi alma y supe que ya jamás me pertenecería, porque ahora era de su posesión.
—Yo también te quiero a ti, Diego.

                                                                                            •••

Don Anibal regresó tarde y por su semblante deduje que esa noche no le sonrió la suerte. Beatriz y yo le esperábamos sentados en el sofá y mirando la televisión, sin que por ello prestásemos atención a lo que trataba de contarnos con sus absurdos programas y nos levantamos al verle aparecer. Él arqueó sus cejas al verme aún allí.

—Diego no ha querido dejarme sola —explicó Beatriz antes de que su padre sospechase la razón de mi presencia a esas horas.
El instinto me avisó de que mi presencia no era grata en ese momento y excusándome me dispuse a volver a mi pensión, pero el anciano me lo impidió.
—Hay algo que debes saber, Diego —dijo, don Anibal, sujetándome del brazo.
Mi mirada se cruzó con la de Beatriz y ella negó con la cabeza.
—¿Qué ocurre, don Anibal?
—Una desgracia, eso es lo que ocurre...¡Una terrible desgracia!...¡Julián ha muerto!
En un primer momento no supe a quién se refería, después, con un escalofrío, comprendí lo que mi patrón me estaba diciendo.
—¿Don Julián?
—Sí, le encontraron muerto en su piso de la Carrera de San Jerónimo.
—¿Como ha sido? —Dije con un hilo de voz.
—¡Le han asesinado!




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