Sierra de La Vihuela
En la oscuridad, cómo desde un túnel, escucha voces y el canto en coro de unos cuantos pájaros. Intenta moverse, pero el cuerpo no le responde. Le da igual cómo se siente dentro de su propia cabeza, el miedo que siente es de alquiler, solo para las noches. De pronto la oscuridad cae, como si fuera un telón negro que es sustituido por un haz de luz borrosa, pero real. Parpadea unas cuantas veces seguidas, como si sus párpados fueran mariposas que quisieran volar. Un reflejo procedente del cuadro de la mesita le hace salir de su duermevela. Empezaba a despuntar el día con suaves luces ocres, que se filtraban por un espacio pequeño que deja la cortina sin terminar de llegar a la pared. Con los ojos medio entornados y, de un manotazo, aparta el cuadro para evitar el destello, acaba de abrir los ojos. — Parece que es de día —, es lo primero que piensa —. ¿Hoy es domingo? - se pregunta —. Es lunes —, quiere afirmar, pero sin saberlo a ciencia cierta. Se dice a sí misma que no le importa, - da igual —. Cruza la mano izquierda sobre su cuerpo, coge el otro extremo de la sabana que le tapa y con un gesto rápido estira de ella, volviendo a cruzar la sabana por encima y cayendo al otro lado del suelo. — Que frío hace —, siente los pies helados y se levanta. Se queda unos minutos sentada en el borde de la cama, con los brazos estirados sobre ella, para aguantar el cuerpo pesado por el cansancio, erguida. Está aturdida, no sabe si lo de anoche fue un sueño, o fue real. Una brecha en su memoria, se asoma, difuminada, como una fotografía desenfocada; la sensación de cansancio, palabras obscenas, una figura dejándose caer sobre su cuerpo, jadeando y después, todo negro. En la habitación, el olor a rosas ha desaparecido, hay algo extraño en el aire, es un olor dulce y metálico que ella reconoce inmediatamente, es el olor de la muerte. Se mira el camisón que cae suelto desde la cintura hasta más arriba de las rodillas. Tras unos segundos coge los bordes del faldón con los dedos en forma de pinzas y los levanta, tiene manchas - está un poco sucio, debería quitármelo y quemarlo, pero hoy no, que estoy cansada —, se afirma a sí misma. Posa la vista en las rodillas y va bajando lentamente, primero los muslos, luego las pantorrillas y se queda mirando fijamente los pies, están desnudos, tienen heridas pintadas de rojo, ensangrentadas, con unas marcas violetas bien definidas. Busca las zapatillas, mira a la derecha, luego a la izquierda, no las ve. El cuerpo sigue quieto, con la mirada fijada en la cómoda que hay delante de ella. Los talones de las zapatillas asoman por debajo —. Con un respingo se levanta lentamente, primero da un paso y, como si se lo pensara, al momento otro, uno tras otro lentamente, se dirige a la cómoda, se agacha sin dificultad, aunque está débil, se pone una zapatilla, luego la otra, se asegura que están bien puestas pisando un poco más fuerte con cada uno de sus pies. Camina lentamente hasta la sala de estar, en ella se derrama un color más rojo por el toldo que aún está bajado. La sala es amplia y cuadrada, la preside dos sillones orejeros y, bajo un gran ventanal con rejas, un sofá de tres plazas cubierto con un trapo azul a cuadros. En el centro, una mesita de cristal redonda, decorada con un jarrón de cerámica sin flores, y en el borde, haciendo equilibrio, una revista del Hola. A su derecha, un pequeño cuarto de baño, ve que la puerta está entreabierta. Lentamente, la empuja y entra, - voy a asearme antes de que vengan —, no sabe quién, pero sabe que alguien vendrá, como siempre. Al abrir, se encuentra el espejo de frente, se acerca. En su interior el miedo se desborda, solo se mira los ojos y los labios, que son de color rojo púrpura. Acerca la cara aún más, casi rozándose, es lo que queda del rojo de la tarde anterior. Aparta rápido la cara del espejo, el resto de lo que ve no le satisface, no se reconoce. Tiene unas bolsas blanquecinas bajo los ojos y, aunque solo tiene quince años, su cara pálida refleja la imagen de una mujer de cuarenta. Sin mirarse se pasa las manos por la cabeza en un intento de que los pelos se queden domados hacia abajo. Se sienta en el bidé, se lava y se dirige a la cocina, que está al otro lado de la sala. Se queda frente al ventanal observando los rosales que rodean el patio, también hay un pequeño albaricoquero, que está cobijado por el muro de piedra que hay junto a la verja. — Sé que no estaré para probar tus frutos —, dice hacia fuera, pensando que el albaricoquero la oirá. Se gira y va a la cocina. En la mesa esquinera, frente a una ventana pequeña, también con barrotes, hay un vaso de café con leche y cuatro pastillas de diferentes colores y tamaños. El café está caliente, se quema un poco tras probarlo, siempre se lo encuentra preparado, recién hecho. Examina con la vista la cocina, hasta que sus ojos se topan con algo brillante sobre el mármol de la cocina, - no deberían haberse dejado esto a la vista —, opina. Es un cuchillo con el mago de madera, negro y afilado, no más grande que el puño de Carol, de esos de pelar patatas. Se encoge de hombros, agarra el cuchillo por el mango, lo pone en la misma mano que lleva la taza y se lo lleva, las pastillas las deja donde están, está cansada, ya no le hará falta tomarlas. De refilón, ve que, afuera, una sombra de alguien pasa por delante del ventanal. — Ya está aquí —, se dice mientras da sorbos a la taza del café con leche. Se ha sentado frente a la ventana, en el sillón orejero de la izquierda, su preferido. Con las piernas estiradas y cruzadas observa la calle, pensando que hará esta mañana, y quién vendrá hoy. — Seguro que la de siempre, no creo que venga la otra, - dice enfadada. Parece que es la hora, acaba de entrar, lo sabe porque la ve reflejada en la pantalla negra del televisor, la que hay tras la mesita de cristal. Encoge las piernas y se acurruca como un armadillo, inmóvil. Tiembla, porque sabe que ese lugar es inhumano y ella vulnerable, - odio a esta mujer —, es consciente de lo que pasará. Lleva bajo el brazo, un pequeño estuche blanco, una especie de maletín, eso supone, de hecho está segura y también sabe que dentro lleva la jeringuilla. Solo gira la cabeza un poco, para darse cuenta cómo se va acercando cada vez más. — A mí me da igual, no tengo miedo a morir—, sonríe.