El sonido de la maleta arrastrándose rompía el silencio con una crueldad deliberada.
No había despedidas suaves. No cuando se iba con el corazón roto y los labios llenos de palabras que no se podían decir.
Andrea bajó las escaleras con los ojos fijos en el suelo, pero con la espalda erguida. Cada peldaño era un adiós, un desafío, una afirmación de que esta vez no se detendría.
Él estaba ahí. Como siempre.
Como una maldita sombra que nunca supo si la protegía… o la vigilaba.
Nicolás.
Apoyado en el marco de la puerta del vestíbulo, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro imperturbable. Su camisa blanca arrugada, los mechones negros cayendo sobre la frente, la mandíbula tensa. Como si su silencio fuera una barrera contra lo que sentía.
Ella se detuvo a unos pasos de él.
El corazón le palpitaba con furia. Se repetía mentalmente que estaba haciendo lo correcto. Que era valiente. Que era libre.
Pero por dentro, se le rompían los huesos.
—¿Eso es todo? —preguntó. Su voz era baja, pero firme.
No buscaba respuestas. Solo quería oír su voz una última vez. Una palabra, una señal, una duda siquiera.
Nicolás no dijo nada.
Ni un paso, ni un intento. Solo esos ojos oscuros clavados en ella como un juicio.
Andrea sonrió sin alegría. Una sonrisa rota, desafiando el nudo en su garganta.
—Ocho años aquí. Creciendo contigo. Viviendo para ti —suspiró—. Y lo único que recibo es silencio.
Él respiró hondo. Como si contuviera algo. Como si pelear consigo mismo le costara más que soltarla.
—No digas eso —murmuró al fin, pero su voz apenas era aire.
—¿Por qué no? ¿Te incomoda? ¿Prefieres que me vaya creyendo que fui solo una carga, una hermana adoptiva que confundió cariño con otra cosa?
Nicolás desvió la mirada por un segundo. Un segundo que a Andrea le bastó para entender.
Había algo más.
Siempre lo supo.
Pero lo negaba. Como un cobarde.
—Te criamos como parte de esta familia —dijo, casi en automático—. Lo que tú… lo que sientes, no está bien.
Andrea sintió que se le encendía la sangre.
Lo que tú sientes.
Él siempre lo hacía ver como un problema suyo. Como si ella hubiera inventado todo.
—¿Y tú qué sientes, Nicolás?
Él no respondió.
Ella lo dio por muerto en ese instante. No al hombre. Al vínculo. Al refugio. Al amor secreto que había crecido como una raíz torcida dentro de ella.
—Está bien. No digas nada —susurró, esta vez sin rabia, sin valentía. Solo con un cansancio que le llegó al alma—. Me voy. No te preocupes… hermano. No volveré a cruzar esa línea.
La palabra cayó como un látigo.
Nicolás cerró los ojos, como si algo dentro de él se quebrara de golpe.
Andrea giró, maleta en mano, y cruzó la puerta. No se detuvo. No se permitió mirar atrás. El auto la esperaba, el motor encendido, el chofer mirando hacia otro lado.
Cuando el portón se cerró tras ella, sintió que se le apagaba algo en el pecho.
Pero al menos, por primera vez, era libre.
Libre para olvidar.
Libre para odiarlo.
Libre… hasta que lo viera venir.
Porque lo conocía.
Y si lo que había visto en sus ojos era real, si esa sombra que lo cruzó cuando la llamó “hermana” era lo que creía…
Entonces Nicolás no la iba a dejar ir.
No del todo.
********
El sonido del portón aún retumbaba en sus oídos como un disparo.
Nicolás no se movió. Seguía de pie, con las manos cerradas en puños, la garganta seca y un vacío en el pecho que no tenía nombre.
Andrea se había ido.
Y él la dejó.
La dejó.
No porque quisiera. No porque fuera lo correcto. Sino porque había una línea que no debía cruzarse. Una línea que, con cada día que pasaba, se volvía más difusa… más peligrosa.
Apoyó la frente contra el marco de la puerta. Cerró los ojos. Su respiración era densa, como si el aire ahora pesara más que antes.
Y la vio.
Andrea, con el rostro alzado, los ojos llenos de rabia y dolor, llamándolo hermano con una amargura que lo destrozó más de lo que quería admitir.
Esa palabra…
Esa palabra era su condena.
Pero no siempre fue así.
**Casi ocho años atrás**
La primera vez que la vio, era tan pequeña que sus rodillas parecían perderse bajo la falda. Tenía el cabello revuelto, las mejillas sucias, y unos ojos enormes que lo miraban como si ya supieran lo que venía: pérdida, abandono, incertidumbre.
Tenía diez años y acababa de perder a sus padres en un accidente de carretera.
No lloraba. Solo se aferraba a una mochila raída que probablemente era lo único que le quedaba del otro mundo.