Matías despertó sobresaltado. Había dormido apenas tres horas, con la mente ocupada por la conversación con Carolina y las sospechas que crecían en silencio como moho sobre una pared húmeda. El amanecer apenas había despuntado cuando decidió volver al lugar donde todo había comenzado: la escena del crimen.
El departamento de Carlos Mendoza seguía clausurado, pero eso nunca había sido obstáculo para un detective con los recursos y la urgencia suficientes. Matías logró entrar por una puerta trasera sin ser visto. Sabía que lo que estaba haciendo era riesgoso, pero la sensación de que lo estaban manipulando era más fuerte que su miedo a ser descubierto.
El lugar olía a encierro, como si el tiempo se hubiera detenido desde la noche del crimen. Encendió su linterna y recorrió el departamento. Nada parecía fuera de lugar… hasta que notó un cajón cerrado con llave.
Con una ganzúa improvisada logró forzarlo. Dentro había una carpeta manila, llena de documentos y fotografías. Algunas eran de reuniones en apariencia normales; otras, mucho más comprometedoras. En más de una, aparecía Martín Ortega, junto a figuras del poder judicial y empresarial.
Matías tragó saliva. ¿Qué hacía Martín en esas fotos? ¿Por qué Carlos Mendoza las tenía guardadas con tanto recelo?
Antes de poder revisar con detalle el contenido, su teléfono vibró. Un mensaje. Era de Martín.
“¿Dónde estás?”
Matías dudó unos segundos antes de responder:
“En casa. Descansando.”
Mintió. No estaba preparado para enfrentar a Martín. Todavía no.
Guardó la carpeta en su mochila y salió del lugar. A medida que caminaba bajo el cielo gris, las dudas se multiplicaban en su cabeza. ¿Podía ser que Martín hubiera tenido alguna conexión directa con la víctima? ¿Y si Carolina tenía razón al advertirle que no era buena idea meterse en su mundo?
Ya en la oficina, Martín lo esperaba con su habitual rostro impenetrable. Apenas lo miró al entrar.
—Te ves cansado —comentó, sin apartar la vista del informe que tenía en las manos.
—No he dormido bien —respondió Matías, sin agregar más.
—Tenemos que cerrar el caso, Matías. Ya tenemos suficiente. El fiscal presiona y no hay tiempo para jugar a Sherlock Holmes —dijo con un tono que, aunque disfrazado de autoridad, tenía un leve tinte de fastidio.
Matías quiso decir algo, pero se contuvo. Sabía que cualquier palabra podía delatarlo.
—Quiero repasar los archivos de Mendoza una vez más —dijo finalmente.
Martín alzó la vista. Lo miró por unos segundos, como si tratara de leerlo.
—No hay nada más que ver ahí. Lo esencial ya lo tenemos. —Se inclinó hacia él—. Confía en mí, Matías. A veces es mejor no escarbar tanto. Algunos secretos tienen precio.
Aquella frase se clavó en la mente de Matías como una daga. Ya no era paranoia. Martín sabía más de lo que decía. Y lo estaba advirtiendo.
Horas más tarde, Matías tomó la carpeta escondida en su mochila y fue a ver a alguien en quien confiaba más que en nadie: Laura Ibáñez, periodista de investigación y vieja amiga suya.
En una cafetería discreta, Laura revisó el contenido con los ojos muy abiertos.
—Esto es... grande —murmuró—. ¿Estás seguro de que querés seguir con esto?
—No puedo no seguir —respondió él, convencido—. Si hay algo podrido en esta historia, necesito saber qué es. Y si Martín está involucrado… lo descubriré.
Laura lo miró fijamente.
—Ten cuidado. Hay gente que no quiere que esto se sepa. Y si él está metido... entonces ya estás en la mira.
La amenaza era real. Y Matías lo sabía. Pero también sabía que ya no podía dar marcha atrás.
Editado: 02.05.2025