La Mentira [saga Contratos del Corazón #1]

Capítulo 2: La ciudad es otra bajo la lluvia

Andrea apoyó la frente contra el vidrio empañado del tren. Estaba lloviendo. No había dormido. No quería hacerlo. Tenía miedo de cerrar los ojos y verlo ahí, en sus sueños, con esa mirada llena de todo lo que no decía.

El vagón estaba casi vacío. Un estudiante dormitaba dos asientos más allá. Una mujer mayor tejía algo gris. Nadie la miraba. Nadie la conocía. Era un consuelo.

Se llevó los dedos al cuello, instintivamente. Ahí, donde antes colgaba una pequeña cadena que Nicolás le regaló cuando cumplió quince. La dejó en la repisa de la entrada, junto a las llaves. Fue su forma de decirle que no lo necesitaba más.

Mentira.

La verdad era que cada fibra de su cuerpo aún lo buscaba.

Pero ya no iba a arrastrarse.

Ya no iba a ser la niña que esperaba migajas de amor.

—Idiota —murmuró, sin saber si se lo decía a él o a sí misma.

El tren frenó en una estación intermedia. Las puertas se abrieron con un silbido metálico, y por un momento creyó verlo ahí, en el andén. Alto, con la camisa empapada, mirándola como si aún tuviera derecho.

Pero no. Solo era un hombre con paraguas y ojos indiferentes.

Andrea cerró los ojos. Recordó la primera vez que soñó con él. No como hermano. No como familia. Sino como alguien que podía besarla sin culpa.

Tenía diecisiete.

Él tenía veinticuatro.

Lo supo entonces: ese amor era imposible. Pero también inevitable.

Y eso fue lo que más la destruyó. Saber que él también lo sentía. Y aún así, eligió el silencio.

**Al otro lado del abismo**

Nicolás había bajado al sótano. El único lugar donde podía respirar sin que todo le oliera a ella.

Ahí estaban las viejas cajas de fotos, los muebles que la tia Clara había dejado, los recuerdos que nadie quería enfrentar.

Abrió una caja al azar. La encontró ahí. Andrea a los doce, disfrazada de astronauta, con pintura en la cara y una sonrisa de otro planeta. Él a su lado, sujetando el casco que ella había construido con papel aluminio.

Volvió a ese momento con tanta fuerza que se le nubló la vista. Recordó cómo esa niña le tomaba la mano en la oscuridad. Cómo dormía en el sillón junto a él cuando había tormenta. Cómo decía su nombre como si fuera su lugar seguro.

Y cómo, años después, lo dijo con hambre. Con deseo.

—Te odio —murmuró Nicolás, a sí mismo, al reflejo empañado en el vidrio de la vitrina.

Porque sí la amaba.

Pero también la odiaba. Por hacerlo sentir esto. Por ser fuego en una casa hecha de reglas. Por partir… y dejarlo con la verdad tatuada en los huesos.

****

La suite del piso treinta del Hotel Estrella estaba sumida en penumbra, iluminada solo por el rojo tenue de un habano consumiéndose entre los dedos de Luciano Ferrer.

Tenía el torso desnudo, cubierto de tatuajes que se fundían con la oscuridad como un mapa de guerras personales. Apoyado en el alféizar, observaba la ciudad como si esperara que alguien apareciera caminando por las avenidas con un corazón roto y una maleta a rastras.

Andrea.

La había visto irse. No se lo habían contado. Él estaba allí, entre las sombras, mientras ella subía al taxi frente a la mansión Barreiros. Había querido acercarse, abrirle la puerta de su auto en lugar de ver cómo se marchaba sola… pero no lo hizo. Aún no.

Porque sabía que ella todavía sangraba por otro.

Nicolás.

Luciano apretó los dientes.

Esa maldita sombra seguía respirando en su vida. Desde la universidad, desde el primer maldito proyecto de finanzas donde sus nombres compitieron en la misma hoja de cálculo.

Nicolás: el perfecto, el silencioso, el Barreiros de manual.

Luciano: el Ferrer descarriado, el tatuado que convertía cada junta en un campo de batalla.

Pero en algo coincidían.

Andrea.

—Si me hubieras dejado acercarme —murmuró para sí, dejando el habano apagarse sobre el cristal—, ella no estaría llorando por ti, imbécil.

***En la mansión Barreiros***

La casa estaba vacía. No físicamente —el personal de servicio seguía moviéndose con eficiencia de reloj suizo—, pero el alma se había ido con Andrea.

Nicolás estaba en el despacho de su padre, rodeado de madera tallada y retratos familiares con ojos que juzgaban desde siglos atrás.

Sobre el escritorio, un informe de la última fusión con Ferrer Corp. Repleto de números, cláusulas... y mentiras.

No podía concentrarse.

Luciano volvería. Lo sabía. Nunca desperdiciaba una oportunidad para recordarle que, a pesar de todo, tenía lo que a él más le importaba.

Andrea lo quería. Aunque fuera en silencio. Aunque ahora lo odiara.




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