=Imperio Barreiros: más que un apellido=
El edificio Barreiros, en el corazón financiero de la ciudad, se alzaba como una sentencia de acero y vidrio. Cincuenta pisos, ventanales que devoraban el cielo, y un vestíbulo tan silencioso como un mausoleo.
Allí no se hablaba. Se negociaba.
El imperio Barreiros se había construido sobre petróleo, acero, y conexiones con nombres que no aparecían en los periódicos. Tenían participación en energía, infraestructura, transporte marítimo y, en los últimos cinco años, habían comprado bancos y medios de comunicación. Su lema no estaba en ninguna pared, pero todos lo sabían: “Controla lo que no se ve.”
La familia tenía su núcleo operativo en el Consejo Central, un grupo de ocho directivos de alto rango liderados por el padre de Nicolás, Don Eliseo Barreiros. Nicolás, aunque aún no era oficialmente el CEO, ya manejaba las decisiones clave. Clara, desde las sombras, seguía moviendo hilos.
Y Ferrer Corp., aunque aliada, era más disruptiva, más agresiva. Con Luciano amenazando con tomar un rol más activo, la tensión entre ambos herederos era solo cuestión de tiempo para explotar más allá de lo personal.
=Andrea: ciudad universitaria, alma desarmada=
Andrea bajó del colectivo con la mochila colgando de un hombro, los auriculares puestos, y el corazón todavía hecho trizas.
La Universidad Central era un hervidero de ideas, arte, política y sueños rotos. Muy distinta al silencio mármol de la mansión Barreiros. Allí, entre estudiantes becados, profesores de pensamiento libre y manifestaciones estudiantiles, Andrea respiraba algo nuevo: vida sin vigilancia.
Estaba en su último año de Letras con orientación en Literatura Contemporánea. Tenía un promedio impecable y había conseguido una beca completa gracias a un ensayo sobre “la mujer invisible en los textos de poder”.
Sí, invisible. Como ella durante años.
Ahora, vivía en un pequeño apartamento alquilado en la zona sur, con muebles donados por amigos de la facultad y una cafetera que apenas funcionaba. Aún así, por primera vez en su vida, sentía que el lugar era suyo.
Tenía amigas, una profesora que la admiraba, y un trabajo de medio tiempo en la biblioteca.
Y sin embargo, las noches eran largas. Y frías.
Porque el pasado no se desarma con mudanzas. Nicolás no era solo una persona. Era una grieta en su historia.
=Una nota entre libros=
Andrea ordenaba una pila de ejemplares antiguos en la biblioteca cuando encontró un sobre sin nombre, entre las páginas de “Madame Bovary”.
Dentro, una hoja doblada cuidadosamente:
“A veces, ser libre no es suficiente. A veces, hay. que tener a alguien que te mire como si no fueras de nadie. Y yo aún te miro así. — L”
Luciano.
Andrea cerró los ojos, y una punzada subió desde el estómago al pecho.
Porque si Nicolás fue su jaula…
Luciano era la tentación de incendiarlo todo.
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=Cauria Sur – Universidad Central de Valdaria=
Andrea caminaba por el patio interior de la Facultad de Humanidades mientras la brisa del mediodía le acariciaba el rostro. El cielo estaba cubierto, como si el invierno se rehusara a morir del todo.
Tenía clase en diez minutos, pero no le importaba llegar tarde. Desde que se fue de la mansión Barreiros, el tiempo ya no era un látigo. Era aire.
Llevaba jeans oscuros, una chaqueta de segunda mano y el cabello recogido en una coleta rápida.
Aun así, no pasaba desapercibida. Andrea tenía esa forma de estar en el mundo que atraía miradas: una mezcla de firmeza, dolor y belleza callada.
Mientras se sentaba bajo uno de los árboles del campus, sacó su cuaderno y comenzó a subrayar un fragmento de La mujer rota de Simone de Beauvoir. Pero su mente no estaba en la página.
Estaba con Nicolás.
O mejor dicho, con la ausencia de Nicolás.
Y con la presencia que había vuelto a tocar su puerta.
=Horas antes – Pasaje Azor, barrio Sur=
El rugido de una motocicleta interrumpió la calma del mediodía. Andrea salió al balcón con una taza de café humeante y el alma aún desordenada por la mudanza emocional que había vivido.
Lo vio. Como siempre.
Luciano Ferrer.
Contra el fondo gris de Cauria, con su chaqueta negra, sus tatuajes visibles bajo la camisa abierta, y esa expresión indomable que no sabía de reglas ni jerarquías.
—Sabía que ibas a venir —dijo ella, sin sorpresa.
—Yo también —respondió él desde la acera, apoyado contra el asiento de la moto—. Aunque no estaba seguro de si me ibas a disparar o abrazar.
Andrea bajó. Sin abrigo. Sin miedo.
Luciano le tendió una cajetilla.