En una fría y lluviosa tarde de invierno, alguien llamó a la puerta de la casa de los Wadlow. La señora que allí vivía fue a abrir corriendo, movida por la urgencia de que su visitante no se mojara demasiado durante la espera. La mujer, abrió la puerta tan rápido como pudo, pudo vislumbrar la figura del chico que esperaba al otro lado. Su nombre era Nicholas Payne. Llevaba una vieja sombrilla negra en la mano, desgastada probablemente por el uso de alguien que no poseía la juventud del chico y que se la había prestado. A su espalda, oscilaba a cada paso una mochila algo salpicada de lluvia.
El semblante del chico, algo pálido por el frío del exterior, estaba marcado por la total inexpresión. Sus ojos, fríos como el más helado glaciar, mantenían la vista al frente; sin embargo, no se dirigían a la señora. La mujer le ofreció que pasara, y mientras éste aceptaba su ofrecimiento, cerró la puerta echando un último vistazo al cuadro gris, repleto de pletóricas gotas que impregnaban de melancolía aquel barrio residencial. No es que el muchacho estuviera muy mojado, pero le ofreció una ducha. Éste la rechazó sin hacer uso de muchas palabras para ello. El joven no parecía muy diestro en el arte de interactuar con la gente, pues se mostraba bastante áspero y tímido ante la amabilidad de la señora Wadlow. Nicholas alzó por fin la vista y analizó el pasillo en el que se encontraba, sin prestar demasiada atención al parloteo infernal que le taladraba la oreja, lo cual le recordaba a su propia madre, la cual siempre reprochaba todas y cada una de sus acciones.
Madres...
Él las definía como esos seres que pueden ofrecer todo el amor que se puede arrancar del palpitante pecho de un ser humano y que, a la vez, pueden convertir dicho latir en un ritmo rabioso de odio y rechazo con la facilidad de dos vocablos. Aun siendo aquélla que estaba ante él una mujer tan mayor, le pareció que tenía cierto atractivo, cierta belleza; era como si el sabor de la experiencia hubiera sido añadido a un delicioso caldo de hermosura juvenil. Tampoco se entretuvo en meditar aquello, pues del mismo modo que jamás vería a su madre de forma lasciva, a esa señora tampoco la vería así.
El pasillo destilaba un pesimismo hercúleo, ya que, al ser la luz de las ventanas la única iluminación que se le permitía saborear a la estancia, con el cubrimiento de la suprema esfera celestial por parte de las artes envidiosas del agua a la que tantas veces ha de evaporar, estaba todo bastante apagado. El único oasis de fulgor que había en ese desierto grisáceo era el salón, que proyectaba su claridad a través de la puerta que daba a él.
La mujer le dijo a Nicholas que ya le estaban esperando en el comedor, de modo que, sin más demora, restregó los pies por la alfombra para deshacerse de los restos acuosos que quedaran en ellos, dejó la sombrilla en un paragüero y se dirigió hacia allí. Las escaleras que vio en su camino, dirigidas a la segunda planta, acababan en una especie de abismo de oscuridad que le pareció algo siniestro.
Durante su andar desde la entrada a la habitación en la que se le esperaba, quiso disfrutar del silencio, algo que siempre le había gustado y llenado de sosiego, pero la caída violenta de la lluvia en el exterior, con su resonar, le impidió regocijarse en dicha tarea. Bueno, tampoco le desagradaba oír eso. De alguna forma, también le llenaba de tranquilidad, de melancolía, de una sensación de calma hipócrita. Es un sentimiento que parece gritar: "El mundo se está acabando. El cielo se desmorona en mil pedazos de mar que caen con violencia a la Tierra, pero eso a mí no me importa; sólo me importa escuchar con atención los últimos latidos de este mundo, la última lluvia". Una vez puso Nicholas el pie en el salón, el otro joven giró la cabeza y le observó. Sus miradas se cruzaron, aunque sólo por una milésima de segundo, ya que Nicholas bajó la suya rápidamente, con un golpe nervioso. La mujer entró tras el muchacho y les presentó con agradable expresión. Se trataba de su hijo Bastian. No parecía denotar interés alguno por Nicholas. Sus ojos, entrecerrados, se posaron en la mirada vacilante del otro joven, y después le ofreció la mano.
Esas cosas ponían bastante nervioso a Nicholas. Todo lo que significara contacto o muestra de cordialidad le resultaba bastante incómodo. No obstante, no tuvo más remedio. Le hubiera ido bien si no fuera porque él pretendía darle la mano al estilo tradicional y el otro tenía la intención de hacerlo de manera más informal, como lo hacen los jóvenes de hoy en día, es decir, más chocando la mano que dándola. Una vez cesó este torpe y patético intento de saludo por el que Nicholas se sintió muy avergonzado, pero al que Bastian apenas dio importancia, pues lo arregló rápidamente llevando la iniciativa; la madre les explicó cuáles iban a ser sus roles durante los meses siguientes. Su hijo había repetido curso, cosa que tenía bastante preocupada a la mujer, por lo que había decidido contratar a un profesor particular para que le ayudara en la reminiscencia del año anterior.
Una de sus amigas de la peluquería, la señora Payne, le dijo que su hijo buscaba empleo y que, al ser universitario, no tendría problema alguno en enseñar a un chico de instituto. Mientras que Nicholas estaba en el primer año de carrera, Bastian estaba en cuarto de secundaria básica, aunque tenía 16.