La metamorfosis de la lluvia

2. Aguacero

La primavera se sucedió apaciblemente, endulzando, quizás con la agradable caricia de la temperatura de la estación, quizá con la envolvente fragancia del nacimiento de las flores, la vida rebosante de sal que tienen los humanos. A todo el mundo le gusta la primavera, porque los hace sentir bien, nos los sentir vivos, los hace sentir rodeados de belleza. Aunque, por supuesto, esto no es una regla universal, de modo que se cumple en ciertas ocasiones y en ciertas no. Había personas que se sentían sobrecogidas por la hermosura de la primavera, que teñía sus grisáceas vidas con cientos de vivos colores, y había quienes esquivaban los pinceles en forma de mariposa que sobrevolaban sus almas, para quedarse grises.

Nuestros dos protagonistas actuaban exactamente de la misma forma. Dos horas de clase, dos horas en las que se limitaban a los temas académicos y no hablaban de nada más. Matemáticas, geografía, historia... nada se salía de los libros. Incluso las asignaturas que fueron creadas para enardecer el espíritu del hombre (literatura, música, arte) eran tan sólo consideradas durante esas tardes algo tediosas de aprendizaje. No había charlas literarias, ni musicales, ni artísticas. No se cuestionaban el uno al otro acerca de cuáles eran sus gustos en esas áreas; simplemente veían lo que aparecía en el temario y lo estudiaban. El hastío era el amo y señor de sus horas juntos, y no parecía tener ninguna intención de abandonar su tiranía ni su castillo en ningún momento.

Con la llegada del verano, el único cambio que se introdujo furtivamente, a través de una grieta en su pared de aburrimiento, fue la cantidad de agua que consumía Nicholas. Como es normal, con el calor, el cuerpo necesita más líquidos, y eso aumentaba su sed, por lo que ascendió de una botella en dos horas a una por hora. Bastian era bastante friolero, así que, a pesar de estar en junio, llevaba manga larga y pantalones largos. Eso era algo que su profesor no aguantaba, pero aun así, no decía palabra alguna sobre el asunto. De lo abrumado que estaba por el calor, hubiera deseado quitarse la camiseta infinidad de veces; no obstante, por razones obvias, no lo hacía. Es cierto que ambos eran hombres; sin embargo, había algo que le hacía sentirse incómodo con que le viera el torso desnudo. Bueno, si bien es cierto que no quería que nadie se lo viera, con él sentía un recelo especial a mostrarlo. No entendía muy bien por qué, aunque, claro, no se sumergió en profundas reflexiones para intentar descubrirlo.

El curso terminó a finales del mes de junio, y, a pesar de que Bastian había mejorado mucho y obtuvo unas notas excelentes, suspendió una asignatura: literatura. En aquélla, su profesor no había profundizado mucho, pues sólo le explicaba el temario. Los libros, supuestamente, tenía que leerlos por su cuenta, cosa que no hizo. La señora Wadlow rogó a Nicholas que se leyera las novelas y que charlara con Bastian sobre ellas durante el verano, como una especie de club de lectura. El chaval, que era asiduo a leer, aceptó rápidamente, cobrando, por supuesto. Aquello le vino muy bien, pues esperaba que el grifo del dinero se cerrara con la llegada de las sequías. La mujer vigilaba a su hijo para que leyera, y él iba por las tardes a hablar con él sobre los libros. A diferencia de las clases habituales, en las que no tenían apenas que mirarse, en éstas debían enfatizar más el uno con el otro, algo que les resultaba bastante difícil. Por más que Nicholas intentase sacar ideas de la mente de Bastian, éste se limitaba a asentir y a darle la razón en todo, como si, en el ejercicio de la inmersión a esos mundos maravillosos, el joven hubiera leído con la mente y no con el corazón, y el recuerdo, huésped tan sólo de su cerebro, hubiera sido desechado, como cliente de hotel que no ofrece ningún pago, que no ofrece nada.

¿Quién iba a pensar que llovería en medio de aquella estación tan reseca? Así ocurrió. En una calurosa y lluviosa tarde de verano, llamaron a la puerta de casa de los Wadlow. Ese día Bastian había quedado con sus amigos, de modo que llamaron al profesor para que no se pasara por allí, mas, al comenzar a llover, la madre del muchacho decidió que, como éste no iba a salir, era mejor aprovechar el día, y lo llamó. Abrió la puerta y Nicholas apreció con su expresión insegura y vacilante de siempre, mirando al frente y sin dirigir la vista a la mujer. No caían muchas gotas del cielo aquel día, por lo que el paraguas, el desvalijado paraguas de siempre, no estaba muy mojado. Esta vez sí recordó restregar los pies por la alfombra, y, tras hacerlo, dejó la sombrilla en el sitio habitual. La mujer le advirtió de que Bastian estaba de un humor de perros, porque llevaba mucho tiempo ansiando la llegado de ese día y no iba a poder disfrutarlo por, citó textualmente, "la mierda de la lluvia".

Con un escueto "no importa" saliendo de sus labios, se dirigió al salón sin prestar atención al pasillo gris de siempre, del que no destacaba nada. Su alumno se encontraba sentado, con el ceño fruncido y mirando el libro del que iban a hablar: "La metamorfosis", de Franz Kafka. Era bastante corto, de modo que le pidió que se lo leyera de una vez, que así lo disfrutaría más, y, al parecer, así lo había hecho. Después de un apenas audible saludo salido de las bocas de ambos, Nicholas dejó su mochila en el suelo y se sentó en el taburete de siempre, con el reloj de frente.




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