Todos ven los errores, pero pocos reconocen los logros.
A menudo nos dejamos arrastrar por las voces ajenas,
y sin darnos cuenta, comenzamos a vivir pensamientos que no nos pertenecen.
Así, el alma se va moldeando con palabras que no nacieron de ella.
Somos como los niños.
Si escuchamos algo con frecuencia, lo hacemos nuestro.
Porque, aunque el cuerpo crezca, el alma siempre guarda la ternura de la infancia:
esa necesidad constante de aprender, de caer, de levantarse… de volver a intentar.
Equivocarse no es un fallo, es un susurro del destino pidiéndonos mirar más profundo.
Lo peligroso no es errar, sino acostumbrarse al error.
Tropezar con la misma piedra no es falta de suerte, es olvido de la lección.
A veces, evitar el mismo abismo no requiere más fuerza,
sino la sabiduría de tomar un sendero distinto.
Porque el golpe enseña, pero la insistencia en el mismo dolor nos desangra lentamente.
Y cuando el alma sangra, todo se marchita.
Como dijo Eladio Carrión:
“Los errores sólo son errores si los cometes más de una vez.” – Paz Mental
Si empezamos a ver cada tropiezo como un maestro disfrazado,
y si en vez de cargar culpas, sembramos advertencias para el futuro,
veremos que no hay caída en vano, ni oscuridad eterna.
Porque no se trata solo de fallar,
sino de convertir la grieta en raíz y la lección en fruto.
Si una flor no florece en su maceta,
no es su final: es un llamado a replantarse.
Replantarnos en suelo fértil, en tierra propia, en luz verdadera.
Porque solo alejándonos de la sombra,
podremos abrir los pétalos con más vida, más color y más verdad.
Porque quien camina siempre en la oscuridad, nunca aprende a florecer.