A veces creemos que hemos sanado,
pero siempre regresa ese recuerdo
que nos demuestra que aún duele.
Quizá no tanto como antes,
pero duele…
Duele como cuando te caes
y aunque la herida cierre con los días,
el ardor sigue ahí, recordándote que todavía existe.
Porque eso significa que no hemos soltado del todo
lo que alguna vez nos destrozó.
Tal vez lo vamos dejando ir poco a poco,
pero su esencia sigue en nosotros.
Como un perfume impregnado en la ropa:
aunque la guardes en lo más profundo del armario,
el aroma permanece.
Así son los recuerdos que hieren:
no están en la mente las veinticuatro horas,
pero habitan en el alma,
aferrados como sombras
que se niegan a desaparecer.
El corazón es una caja de memorias,
un cofre que se enlaza con la mente,
que lo guarda todo…
y nos obliga a sentir
cada emoción de cada instante
que un día nos marcó.
Ese nudo en la garganta
no nace ahí:
viene del corazón.
Es como si alguien lo apretara con furia,
hasta que duele y pesa.
Y entonces llega ese llanto sin aviso,
que ahoga las palabras
y deja salir el dolor convertido en lágrimas.
Ese llanto que roba el oxígeno
y solo lo devuelve
cuando por fin hemos dejado escapar
la rabia, el vacío, la herida oculta.
Ese dolor que se esconde
tras las cortinas del teatro,
que solo permitimos salir
cuando todas las luces se apagan
y nadie puede verlo.
Así son los recuerdos que la mente teje:
enredados, filosos, sangrantes…
como espinas clavadas en el alma
que no nos dejan avanzar.
Pero el tiempo,
ese sanador silencioso,
irá borrando el filo del dolor.
Y con el dolor,
también se irán los recuerdos.
Llegará un día en que nada duela,
un día en que nada nos detenga
ni nos obligue a preguntar:
¿Por qué aún duele?