La vida suele ser injusta con quienes no lo merecemos.
Con aquellos que caminamos en silencio, sin dañar a nadie,
con los que a veces respiramos apenas,
como temiendo que hasta el aire que tomamos
pueda molestar a los demás.
Nos toca presenciar dolores
que parecerían destinados solo a quienes siembran daño,
y aun cuando dicen que son enseñanzas,
son de esas que desgarran la piel de un solo tirón.
Son lecciones que hieren en lo más profundo del ser,
pero no solo nos hieren a nosotros,
sino también a quienes nos aman.
A los que crecieron a nuestro lado,
a los que sienten cada golpe como si habitáramos
todos en un mismo cuerpo.
Y este cuerpo, cansado, solo le suplica a la vida
un respiro, aunque sea por un instante,
porque ya se ha quedado sin aliento.
Golpes que llegan uno tras otro,
caídas de las que intentamos levantarnos,
pero pareciera que el destino insiste en vernos derrotados.
Entonces solo queda preguntar:
¿por qué a mí?
¿Qué hice para merecer esto?
¿A quién dañé tanto que ahora lo estoy pagando así?
Pero la vida es espontánea, como el mar.
Nunca sabes qué ola será la que te tumbe,
ni cuál te dejará en pie.
Y aunque todo llegue envuelto en la forma de una enseñanza,
hay algunas que duelen tanto
que lo único que deseas
es un respiro en medio de la tormenta.