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Alma
Llegué a casa y recibí la llamada de Nigel. La contesté, porque no estaba preparada para alejarme de él.
Asentí. Colgó y yo, que no tenía hambre, me obligué a pedir la pizza porque sabía que si no Nigel era capaz de venir y regañarme.
Porque él sabía que después de las discusiones no tenía hambre, sabía que tampoco tenía una relación estable con la comida, sabía que me sentía gorda. Sabía que solo él, podía hablarme de madrugada sin que yo activase el escudo.
Por eso no podía dejarlo ir. Porque le apreciaba. Y yo le había dejado algo peor que una mano alzada. Yo le había dejado el dolor de nunca haberle dicho: “te quiero.”
Así que cuando llegó, me fotografié y se la envié.
Su llamada llegó poco después.
Asintió, lo supe por el sonidito que hacía al hacerlo. Nos despedimos y colgué.
Me había servido de mucho el hablar con él sobre ese accidente. Porque si yo no lo paraba ahora podía ir a más y eso era lo último que quería. Porque yo ya había estado tres años sin frenar un golpe. Y eso dejaba secuelas.
Esa noche, después de repetirme que era bonita y todas las frases que me hacía recitar la psicóloga para mejorar, me tumbé en mi cama. Estuve dando vueltas hasta que me cansé, me sentía sola.
Así que llamé a mis amigos del personal.
Dinna, la primera.
Dinna, la mujer de la limpieza, vino muy orgullosa a mi habitación con una suave manta. Ella, tenía sesenta y tres años. Su pelo era castaño y sus ojos nunca me terminaban de quedar claro, porque eran verdes y marrones. Siempre estaba sonriendo, era una mujer menuda y bajita, más bajita que yo incluso.
Después llegó Lous.
Lous, el mayordomo, vino con una tila.
Lous era alto y tenía sesenta y cinco años, su pelo era canoso, aunque todavía podías ver un poco de aquel castaño que tuvo en su juventud. Sus ojos, castaños y un poco caídos, casi siempre te miraban comprensivos.
Cuando los vi, sonreí con el corazón y me destensé.
Los dos se sentaron en el suelo a mi lado.
Mi habitación era inmensa, sobraba algo de espacio, la cama, matrimonial, cambiada después del rescate, estaba colocada en el centro de la habitación. A ambos lados de esta, tenía las mesitas de noches, pequeñas y muy prácticas.
El escritorio, estaba frente a la ventana, y al lado de estas, las estanterías, que almacenaban libros, regalos, cuadernos y fotos.
El armario, era empotrado y ocupaba media pared de mi habitación. Luego, frente a la cama, había una puerta, que daba al baño.
Mi habitación me hacía sentir un poco sola, normalmente, cuando estábamos todos, no lo hacía.
Ellos, que se habían sentado frente a mí, me miraban con cariño y un poco de preocupación.
Dinna era mi madre. No biológica, tampoco era la pareja de mi padre. Simplemente, yo la asociaba a una. A cómo sería una madre.
Mi violín. Amaba tocar el violín, amaba su melodía. Sonreí al recordar las tardes en la que daba espectáculos en el conservatorio.
Ellos asintieron y me miraron con una sonrisa. Comprensivos, tomaron mis manos con cariño.
Sonreí y asentí.
Llevaba un año sin poder comerlas porque me costaba imaginar la grasa que acumulaban.
Sonreí y el nudo que aprisionaba todo mi dolor se soltó y con él, las lágrimas. No pude evitar llorar.
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Editado: 19.05.2025