La migración de las aves

Alma

/3/

Alma

Llegué a casa y recibí la llamada de Nigel. La contesté, porque no estaba preparada para alejarme de él.

  • ¿Qué vas a cenar hoy? En casa había… perdón – se corrigió –, en mi casa tenía preparado unas hamburguesas y… no sé, por curiosidad.
  • Comeré una pizza. La voy a pedir ahora – informé.
  • Vale – susurró –, cuando llegue la pizza quiero una foto en la que salgas tú con ella. No me vale una foto de la pizza en grande.

Asentí. Colgó y yo, que no tenía hambre, me obligué a pedir la pizza porque sabía que si no Nigel era capaz de venir y regañarme.

Porque él sabía que después de las discusiones no tenía hambre, sabía que tampoco tenía una relación estable con la comida, sabía que me sentía gorda. Sabía que solo él, podía hablarme de madrugada sin que yo activase el escudo.

Por eso no podía dejarlo ir. Porque le apreciaba. Y yo le había dejado algo peor que una mano alzada. Yo le había dejado el dolor de nunca haberle dicho: “te quiero.”

Así que cuando llegó, me fotografié y se la envié.

Su llamada llegó poco después.

  • Que tengas una buena cena, Alma, descansa, si necesitas hablar, aquí estoy. Te quiero.
  • Nigel – lo llamé antes de oírlo asentir – yo siempre te quise. Solo… nunca pude decirlo porque… no me gusta esa palabra.
  • Lo sé Alma, tranquila, ¿sí? Buenas noches pequeña. Mañana quiero una foto de tu desayuno y espero que esté completo, porque si no me veré en la obligación de ir a preparártelo.
  • ¿Por qué sigues preocupándote por mí? – pregunté.
  • Porque te quiero y porque sé que te llevas mal con la comida, con la oscuridad, con la lluvia, contigo misma, con todo tu pasado, con todo el mundo… Porque a pesar de hoy haber sido un estúpido, sé que hemos tomado la mejor decisión. He hablado con la psicóloga. Me ha dado la razón, dice que eso no ha estado bien. Y te entiendo. En una semana vuelvo a ir, mientras, tengo que pensar en algo que me calme cuando tenga ganas de pegarle a alguien. Nada justifica mi comportamiento, ni el estrés. Como ella dijo. Pero no. Fue un error que tuve yo. Quería decírtelo porque no me veo capaz de dormir dejando las cosas sin hablar.
  • Nigel, me costará perdonarte. Pero sé que llevas un mes mal. Sé que llevas un mes aguantando todo, porque yo también lo he vivido así. Pero no te preocupes, te entiendo. Todo volverá a la normalidad, prometo que… las espinas caerán.

Asintió, lo supe por el sonidito que hacía al hacerlo. Nos despedimos y colgué.

Me había servido de mucho el hablar con él sobre ese accidente. Porque si yo no lo paraba ahora podía ir a más y eso era lo último que quería. Porque yo ya había estado tres años sin frenar un golpe. Y eso dejaba secuelas.

Esa noche, después de repetirme que era bonita y todas las frases que me hacía recitar la psicóloga para mejorar, me tumbé en mi cama. Estuve dando vueltas hasta que me cansé, me sentía sola.

Así que llamé a mis amigos del personal.

Dinna, la primera.

Dinna, la mujer de la limpieza, vino muy orgullosa a mi habitación con una suave manta. Ella, tenía sesenta y tres años. Su pelo era castaño y sus ojos nunca me terminaban de quedar claro, porque eran verdes y marrones. Siempre estaba sonriendo, era una mujer menuda y bajita, más bajita que yo incluso.

Después llegó Lous.

Lous, el mayordomo, vino con una tila.

Lous era alto y tenía sesenta y cinco años, su pelo era canoso, aunque todavía podías ver un poco de aquel castaño que tuvo en su juventud. Sus ojos, castaños y un poco caídos, casi siempre te miraban comprensivos.

Cuando los vi, sonreí con el corazón y me destensé.

Los dos se sentaron en el suelo a mi lado.

Mi habitación era inmensa, sobraba algo de espacio, la cama, matrimonial, cambiada después del rescate, estaba colocada en el centro de la habitación. A ambos lados de esta, tenía las mesitas de noches, pequeñas y muy prácticas.

El escritorio, estaba frente a la ventana, y al lado de estas, las estanterías, que almacenaban libros, regalos, cuadernos y fotos.

El armario, era empotrado y ocupaba media pared de mi habitación. Luego, frente a la cama, había una puerta, que daba al baño.

Mi habitación me hacía sentir un poco sola, normalmente, cuando estábamos todos, no lo hacía.

Ellos, que se habían sentado frente a mí, me miraban con cariño y un poco de preocupación.

  • ¿Qué te ocurre pequeña? – preguntó Dinna.

Dinna era mi madre. No biológica, tampoco era la pareja de mi padre. Simplemente, yo la asociaba a una. A cómo sería una madre.

  • No… no puedo dormir – susurré – me siento… un poco sola.
  • Vale – murmuró Lous – vamos a hablar de algo.
  • ¿Qué tal te va con esa canción de violín que dijiste que estabas creando? – preguntó Dinna.

Mi violín. Amaba tocar el violín, amaba su melodía. Sonreí al recordar las tardes en la que daba espectáculos en el conservatorio.

  • La he… abandonado. No me veo capacitada.

Ellos asintieron y me miraron con una sonrisa. Comprensivos, tomaron mis manos con cariño.

  • Pues no pasa nada, seguro que en unos días, meses, semanas, quien sabe, años quizá, vuelves a tener esa capacidad que dices que careces. – me apoyó Lous.

Sonreí y asentí.

  • ¿Has cenado? – intervino Dinna – porque yo he preparado unas croquetas buenísimas hoy al medio día.
  • He pedido una pizza. Mañana… ¿puedo almorzar unas? – pregunté temerosa.

Llevaba un año sin poder comerlas porque me costaba imaginar la grasa que acumulaban.

  • Claro que sí – sonrió alegre, ella sabía el paso que iba a dar – haré ensaladilla por si acaso.

Sonreí y el nudo que aprisionaba todo mi dolor se soltó y con él, las lágrimas. No pude evitar llorar.

  • ¿Ha pasado algo que nos quieras contar? – formuló cuidadoso Lous.
  • Nigel me ha levantado la mano porque estaba enfadado y he terminado con él, he… he dado yo el paso de decirlo en voz alta y… y no sé, me siento un poco rara ahora – expliqué.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.