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Alma
Desperté tumbada en mi cama y tapada con las sábanas. Mis manos se aferraban a las manos de Dinna y de Lous, que dormían a mi lado.
Sonreí y con cuidado desenlacé nuestras manos. Caminé hacia el baño para hacer mi rutinaria frase.
Esa noche había dormido más. No me había despertado tanto. Me sentía orgullosa.
Cuando terminé la frase, sonreí y me señalé a través del espejo.
Al salir del baño, Lous y Dinna, me esperaban con una sonrisa, Dinna había hecho mi cama a pesar de yo decirle que nunca la hiciese.
Porque había días en los que ver que yo hacía la cama, significaba que había hecho algo bien en mi día, algo de lo que tenía que estar orgullosa a pesar de estar mal.
Abracé a Lous y él besó mi mejilla. El sol se colaba por la ventana y dejaba una vista nostálgica de mi habitación. Una vista triste y melancólica.
Ese día corría un poco de fresco, así, que llevaba unos vaqueros anchos negros con una sudadera blanco roto. Me senté en la mesa y vi muchas cartas. Todas de las mismas personas, todas del mismo lugar.
Tragué el trozo de pan y asentí. Mi cuerpo tembló levemente al imaginarlos escribiéndome. Al imaginarlos allí. Lejanos a mí.
Podía contar más de treinta, más de cuarenta, más de cincuenta. Había miles de cartas.
Rota porque todavía no estaba preparada para presentarme allí y volver a verlos.
Terminé de desayunar y me marché al instituto. La vida cuando no tienes amigos es lenta. Las horas son lentas. Las risas, solo las conoces porque has oído hablar de ellas. Porque has oído su sonido. Yo llevaba mucho tiempo sin reír. Porque nada me hacía gracia.
Mi instituto era grande, era inmenso para ser sinceros. Tenía seis plantas, la última, mi favorita, era la biblioteca. Las demás estaban repletas de estudiantes, cuyo único objetivo era salir de allí lo más rápido posible.
Veía grupos de gente caminar de un lado a otro. Yo, siempre fui sus sombras. Nunca me molestó serlo. Vivía bien en ellas, porque a mí no me daba el sol ni me deslumbraba. A mí, me veía la noche.
Miré mi horario y vi aquella hora libre. Una hora libre.
Una hora para desaparecer a la última planta.
Me senté en primera fila en una esquina algo alejada, abrí el cuaderno y lo coloqué todo perfectamente ordenado.
Ese era otro problema mío. El orden.
Las clases transcurrieron normales. Así, que cuando llegó esa hora libre justamente antes del descanso de media hora en el que, por supuesto, cerraban todas las clases, inclusiva la biblioteca, decidí esconderme en la biblioteca, para así, no tener luego que marcharme.
Subí todos los escalones despacio, con lentitud, saboreando cada paso, porque al subir, llegaría a la gloria.
Llegué al último tramo y una avalancha de personas me arroyó escaleras abajo.
Salían desperdigados de la biblioteca. Me habían dejado sentada en el suelo del cuarto tramo.
Así que me levanté y volví a subirlas despacio.
Porque al fin, la vida era eso.
Al llegar, me encontré la puerta rota y algunas paredes pintorrejeadas. Me enfurecí.
El señor de la biblioteca, me miró apenado. Yo, dolida por tal gesto vandálico, me acerqué a él y dejé mi mochila a sus pies.
Llegué al salón de usos múltiples dónde la directora yacía enfurecida, señalando a los jóvenes que se habían colado mientras les echaba el sermón del siglo.
Caminé hasta ella y quedé frente a su arrugado y serio rostro.
Pude ver sus ojos saltones oscuros y su pelo blanco a la perfección.
Ella, que me miraba como si fuese un ser de otro mundo, se colocó con los brazos en sus caderas y me señaló.
Porque yo sentía un apego hacia aquella biblioteca, no podía dejarla así, y sabía que nadie la arreglaría.
Ella, que no paraba de mirar mis ojos morados, acabó asintiendo y sacó un manojo de llaves, me dio una y suspiró.
Suspiró y asintió.
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Editado: 21.07.2025