La migración de las aves

Alma

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Alma

Salí del instituto con un nudo en el pecho. Caminé por las calles algo nerviosa.

No estaba preparada para ver sangrar la herida.

Acababa de hablar con la psicóloga por teléfono, ella, me había animado a hacerlo. Yo, iba directa al lugar que me dejó rota.

La gente pasaba a su bola, pero yo, yo, iba al sitio opuesto a todos.

Crucé la esquina y quedé frente a las puertas de la cárcel.

Suspiré entrecortadamente y di un paso hacia el interior.

Un policía me preguntó por mi cita, alarmada, le dije que no sabía que había que pedirla.

Él, vio el pánico y asintió antes de pedirme todos los datos.

Una vez todo en orden, pedí ver primero a él, después vería a Ronan.

El policía, me hizo pasar por unas salas llenas de rejas y oscuras, daba verdadero miedo.

Pude ver, a gente abrazar a los presos, pude ver cómo se sentaban frente a ellos.

Pero cuando llegó a mi lado, vi una gigantesca cristalera que separaba su zona de la mía

Tenía una sillita y un telefonillo que se separaba de la pared para poder hablar.

Eran como cabinas telefónicas.

  • ¿Por qué está la cristalera? – pregunté ocultando la verdad.

¿Por qué no puedo abrazarlo?

  • Seguridad – se limitó a responder – tienes una hora niña.
  • Gracias – sonreí y busqué con la mirada a él.

Y lo vi, vi, con unas esposas en la mano y la mirada fija en mí, vi a mi padre.

Corrí hacia aquella cabina con lágrimas en los ojos y descolgué el telefonillo.

  • Papá… – sollocé.
  • Alma – me nombró con los ojos abiertos – has venido.

Sonrió y derramó unas lágrimas.

  • Mi pequeña piedrecilla ha venido a verme.
  • Yo… perdón – sollocé – pensaba que si venía, me dolería más todo y…
  • Alma – me llamó con una cálida sonrisa –, te amo mucho hija.
  • Yo también te amo papá.

Mi papá, mi papá era un hombre alto, de cuarenta y cinco años, rostro serio, ojos marrones oscuros, pómulos marcados, labios carnosos, nariz recta, complexión media y muy definida.

Era mi protector. De hecho, mi padre, no tendría que estar entre rejas. Él no.

  • ¿Qué tal te va? – preguntó con una cálida sonrisa.
  • Cuando… te metieron aquí, conocí a un muchacho. Nigel, él… fue mi pareja – sonreí –, tuvimos una relación bonita y no era tóxica ni nada. Cuando… cuando decidí desaparecer de casa, me mudé con él. Porque me sentía sola y quería el calor humano, no me sentía bien. Pero una mañana, hace poco, me… me levantó la mano sin darse cuenta en una pelea y… y tuve la valentía de decirle que terminábamos y… él solo asintió y lo aceptó. Hablemos las cosas y ya… ya me he mudado a casa otra vez.

Mi padre asintió. Pensativo, sabía todo lo que estaba pasando por su cabeza en aquellos momentos, sabía que quería abrazarme y jurarme y perjurarme que no me pasaría nada.

  • ¿Pero no te hizo nada malo no? – susurró con un tono débil.
  • Nada de nada, de hecho, él, él me ayudó cuando no podía comer y… me escuchó siempre, me… me dio la iniciativa de ir a una psicóloga y… y por las noches, cuando no podía dormir, estuvo ahí hablando, escuchándome… ayudándome.
  • ¿No podías comer? – inquirió en un susurro y con los ojos abiertos.
  • Yo… después de eso, he tenido una relación no tan buena con la comida… pero Nigel se aseguró de que no perdiese mucho peso ya que siempre se sentaba a mi lado para ayudarme a comer y… y luego, Lous y Dinna, también me están ayudando ahora.

Mi padre asintió algo mejor, más tranquilo. Me miró de aquella forma tan orgullosa que tenía de hacerlo, de aquella forma que me hacía sentir llena, perfecta.

  • ¿Cómo estás tú, papá?
  • Deseando de salir solo para abrazarte Alma. Llevo un año sin poder abrazarte y parece toda una vida que no lo hago.

Sonreí y miré sus ojos.

  • Te extraño mucho papá – sollocé –, te extraño demasiado.

Mi padre, que había dejado unas lágrimas salir, me miraba melancólico.

  • Prometo que esto no volverá a suceder nunca más hija.

Asentí y miré sus ojos con una sonrisa. Porque papá nunca mentía, porque él me había prometido muchas cosas y todas las había cumplido.

  • Ronan ha tenido la llamada más larga. Me dijo que te avisara – sonreí.
  • Ese niño – susurró con una risilla ronca.

La policía miró la hora y me indicó que me tenía que ir. Y no quise debatir, porque quería seguir viendo a mi héroe.

  • ¿Mañana puedo venir otra vez? – le pregunté a mi padre.
  • Siempre que quieras mi piedrecilla.

Asentí y caminé hacia otra estancia con las mismas instalaciones y allí, a lo lejos, vi a mi hermano.

Ronan. Ronan tenía el rostro serio, las cejas pobladas, era de nariz recta, rostro marcado, su complexión era media y trabajada.

Estaba lleno de tatuajes desde el cuello hasta los dedos de las manos. Labios carnosos, pelo negro y sus ojos oscuros como la noche me miraron.

Vi el brillo y una sonrisa en ellos, yo, caminé hacia él y cogí el teléfono con una sonrisa.

  • Hola Amatista – saludó con una sonrisa.

Tenía ojeras, tampoco podía dormir.

  • Hola Nano – sonreí.
  • ¿Te llegó mi llamada?

Asentí. Porque si hablaba iba a empezar a gritarle mucho que lo extrañaba.

  • Has ganado, papá ya lo sabe.

Él se carcajeó y sonrió. Luego, me miró con una sonrisa. Sentía que podía leerme, porque podía hacerlo. Él sabía leerme. Sabía detectar todo.

Sabía entenderme.

  • Sé lo de Nigel. Me llegó una carta.

Su mención me hizo sonreír afligida.

  • Tendrías que haberlo conocido. Era muy cariñoso. Y le encantan las bromas.
  • ¿Pero?
  • Pero yo nunca pude hacerle ninguna – respondí algo deprimida.
  • ¿Por qué?
  • Porque no las entendía – respondí encogiéndome de hombros.
  • A ver, dime una.




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