Dumán
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Dumán
Nunca había visto a una flor llorar. Nunca hasta que conocía a Alma. Alma era una flor. Me recordaba a una. A una suave flor que se podía extinguir con solo un parpadeo.
Aunque ella era un ave, un ave migratoria. Ya que siempre estaba migrando de brazos y hogar.
Su historia me había encogido el corazón y me había hecho darme cuenta de la maldad de este mundo.
No estaba dormido, no podía hacerlo.
Estaba en silencio, con Alma aferrada a mi cuerpo y yo protegiéndola con mis brazos.
La puerta se había abierto y con ella, la figura de Ronan entraba a la habitación oscura.
Encendió la luz de su mesita de noche, una piedra de un suave naranja que se iluminaba.
- Yo… – tartamudeé nervioso.
- Supongo que te ha contado lo que pasó – susurró sentándose en los pies de la cama, mirándome serio.
Asentí, la postura era incómoda. Yo estaba tumbado sin poder moverme y Ronan me miraba desde su silla.
- Me sentaría, para hablar mejor, pero no quiero despertarla, tengo miedo de que lo haga – susurré.
- Mientras ella sienta un cuerpo a su lado, podrán caer rayos y seguirá dormida – informó con una cálida sonrisa –. Novato, Alma te ha elegido.
- ¿Qué? – inquirí sentándome mientras ella se giraba y quedaba mirando de espaldas a mí.
- Cuando Alma decide contar lo que pasó, significa que elige a alguien.
Sonreí triste.
- Ella no merece ese dolor – me oí susurrar.
- Nunca mereció nada de eso. Necesitas mi perspectiva, así que pon oído que solo la diré una vez.
Asentí y me concentré en su postura deprimida. Porque sabía que aquella familia me apreciaba. Y adoraba a Alma.
- Alma es más pequeña que yo. Desde que nació tuve la necesidad de cuidarla. De cuidarla de mi madre. Yo ya sabía cómo era ella. A mí no me quiso matar. Era un varón. Ella, por llevar el síndrome de Alejandría heredado, quería matarla. Alma salió con el hijo de sus asesinos – murmuró mirándome deprimido –. Ese hijo de puta que intentó matarla también, era hijo de la familia a la que iba a venderla mi madre. Ella no lo sabe. Porque sabemos que se destrozaría. Cuando Alma desapareció, yo acababa de limpiar las cuerdas de su violín– sonrió –. Alma toca el violín y… se cayó la pintura en él mientras hacía un trabajo. No quiso tirarlo, porque se lo regaló mi abuelo antes de fallecer. Estuve toda la noche limpiando el violín y cuando terminé, quise darle la sorpresa de lo bien que había quedado.
Miró a Alma y después a mí, Ronan tenía lágrimas en los ojos.
- Entré a su habitación y encontré la cama hecha y sin ella. Su ropa había desaparecido. Corrí en busca de mi padre. Mi madre tampoco estaba. Mi padre entró en cólera y mandó a la policía a buscarla. No sabíamos nada de ella. Mi madre daba igual. Pero Alma no.
- ¿Por qué tu madre daba igual? – inquirí.
- Porque a ella nosotros le dábamos igual. Todo es recíproco, novato.
Asentí y miré su imagen. Triste, agotada, Ronan sufría por dentro. Llevaba la carga de la culpa en sus brazos todo el tiempo. Podía apreciarlo.
- Mi padre y yo salíamos a buscarla todos los días. Cuando a mi padre le llegó el divorcio, lo firmó con dolor y me juró que pagaría por eso mi madre – negó –. Encontraron su departamento. Alma corría y gritaba, podía escuchar sus lloros y sentir las lágrimas mientras corría detrás de ella. Podía escuchar sus quejas. Nunca había visto a mi hermana tan aterrada. La lluvia se hacía más pesada y mi madre huía con mi hermana.
Miró a Alma y acarició su mano con dolor. Un sonido amargó salió de su garganta mientras me miraba roto.
- Las perdieron de vista. Yo, me separé de ellos y las busqué por mi cuenta. Me metí en el callejón y oí un ayuda suave, después, un grito aterrado. Anduve angustiado y la encontré aterrada en una esquina, tirada como un puto perro junto a gatos que la protegían. Nunca vi a Alma tan mal. Salí, salí corriendo y avisé de que la había encontrado. Mi padre se giró y corrió hacia mí, yo, sostenía a mi hermana en mis espaldas. Tenía cortes en los pies y no podía andar. La dejé en el suelo con cuidado y ella se refugió en mí cuando vio a todos. Me dolió lo que mi madre le hizo.
- No fue tu culpa Ronan – susurré. Él pareció ignorarme.
Esa familia no estaba bien. Porque ellos no tenían culpa de tener un monstruo en su casa.
- De camino a casa, en el coche, me odié por no haber estado más atento a ella, por no haberme dado cuenta de que mi madre iba a llevársela.
- No fue tu culpa…– murmuré.
- Lo sé Dumán, pero yo me juré proteger a Alma del monstruo que era mi madre. Ella no conoció la época en la que mi madre llegaba borracha y comenzaba a gritarle a mi padre. Ella no conoció cuando mi madre llegaba y gritaba a mi padre y yo me metía en la pelea para decirle todo lo malo que tenía. ¿Sabes cuál era la frase favorita de mi madre? – negué – Si yo te di la vida, yo puedo quitártela. Eso repetía mientras me clavaba las uñas de hija de puta que tenía.
- ¿Y tu padre?
- Mi padre amaba demasiado a aquel monstruo como para sacarla de casa. Para él, mi madre era su todo. Aunque lo tratara mal. Ya que ella fue la que se fijó en él.
No sabía que decir, Román se veía serio y respetado. Aunque en aquellos momentos, solo podía pensar en que era un niño roto. Quizá todos estábamos rotos y lo ocultábamos.
Quizá en este mundo no había nadie lo suficientemente roto ni lo suficientemente arreglado.
- A veces envidio las familias unidas, como la tuya. Yo nací entre algodones, Alma también. Pero no por nacer entre algodones fuimos criados como si estuviésemos entre ellos. Fuimos criado como esclavos y con restricciones impuestas por mi madre. Ella sabía que Alma adoraba hablar durante el almuerzo, sabía que durante esa hora ella disfrutaba contado todo de su vida, porque mi padre la escuchaba. Pues mi madre impuso la regla de durante el almuerzo, no hablar nada. Ella sabía que yo adoraba practicar deporte en el jardín, pues ella colocó ahí sus flores para impedírmelo. Ella sabía que mi padre la amaba. Por eso cuando ella le levantaba la voz y amenazaba con dejarlo mi padre se volvía un sumiso.
- Yo no nací entre algodones.
- Pero fuiste criado como si lo estuvieses.
- Porque tuve suerte.
- No Dumán. Yo soy el afortunado aquí – se señaló con una sonrisa –. Yo tengo la suerte te tener a Alma como mi hermana. Porque esa es mi única fortuna. Cuando estaba curando a Alma, cuando llegamos a casa – aclaró –, ella tenía miedo de que quedara una cicatriz en su pie y yo, me corté el pie para que no se sintiese mal. Le dije que seríamos hermanos de cicatriz, que habíamos peleado contra el monstruo de los miedos. Esa noche dormí a su lado, y la siguiente, y la otra y así hasta que me metieron en la cárcel por dispararle al hijo de puta de su ex novio que quiso matarla. Nunca sentí que perdía algo hasta que la vi marcharse llorando en las puertas del juzgado cuando nos sentenciaron. No volví a verla hasta este año, hace poco que ella decidió ir.